Coincidiendo con el cuarto aniversario de la malhadada invasion de Irak, el presidente Bush ha pedido al Congreso -ahora con mayoría demócrata- la aprobación de fondos especiales de emergencia para la guerra. Dice Bush que la guerra puede ser ganada e Irak pacificado, pero previene de que quedan días duros por venir. En consecuencia, pide a los ciudadanos paciencia. Paciencia.
Su supuesto optimismo es desmentido cada día por la realidad, pero ni eso ni el creciente rechazo de los ciudadanos estadounidenses a su aventura iraquí le hacen rectificar. Sabe que anunciar una fecha de retirada, como pretenden los demócratas, supondría admitir una derrota, pero ignora cómo y cuando cesará la frustrada misión depredadora en Irak con la remota posibilidad de cantar victoria.
Los demócratas, cuyo triunfo electoral tiene mucho que ver con sus críticas a la guerra de Irak, están cada día más indignados con la postura inmovilista de Bush, que no parece dispuesto a darse por enterado del cambio de mayoría en el Senado y en el Congreso. El líder de los demócratas en el Senado, Harry Reid, respondió de inmediato a las palabras de Bush con un balance desconsolador.
Según Reid, la administración Bush ha fallado en la planificación de la invasion, en prever la insurgencia, en aprovisionar adecuadamente a las tropas y en estar a la altura del pueblo americano. Por su parte, el senador demócrata Russell Feingold ha sido terminante: “El presidente ha dejado claro que no pondrá fin a nuestra implicación militar en Irak. Es misión del Congreso emplear sus poderes constitucionales para hacerlo”.
A estas alturas de la historia, cuatro años después de la invasión, el único éxito que Bush puede ‘vender’ -y vende- a su pueblo es la eliminación del tirano Sadam Hussein, magro balance para tantos esfuerzos, gastos y muertos. Su pretensión de que la democracia se va consolidando y de que los odios sectarios se extinguirán de su mano carece de todo fundamento, a la vista de la realidad cotidiana.
Confía el presidente en el éxito de lo que se ha dado en llamar ‘la batalla de Bagdad’, que pretende –según él- “ayudar a los iraquíes a hacer segura su capital”. Supuestamente, su gran baza para lograr ese objetivo es el envío de 21.500 soldados más, decisión tomada no sólo contra la opinión de los demócratas, sino también contra el consejo del panel de estudio presidido en su día por el ex secretario de Estado James Baker.
¿Está preparado el ejército de EE UU para afrontar y vencer en una situación de guerrilla urbana permanente, ubicua, cruel e insidiosa? ¿Es compatible esa situación con la vida cotidiana en una ciudad en la que la gente debe ir al trabajo, hacer la compra y llevar a los niños al colegio? Es una locura, simplemente.
En su empeño por justificar la continuidad de la guerra, Bush argumenta que un fracaso en Irak implicaría la creación de una plataforma de lanzamiento terrorista, cosa que, “por la seguridad del pueblo americano, no podemos permitir que suceda”.
¿Y qué tal pensarlo antes? Ese riesgo estaba claro desde el principio. La invasión de Irak ha sido y es un banderín de enganche para la Jihad y el país se ha convertido en un campo ideal de entrenamiento para el terrorismo islámico.
Si la avaricia y la arrogancia no le hubieran cegado, un crimen y un error tan grande habrían sido imposibles.
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