29 abril, 2004

De miserables y miserias

¿Qué es un hombre? Un miserable montón de secretos.
André Malraux

Miserable, vil, mediocre, incompetente. Eso le ha llamado Acebes a su sucesor al frente del Ministerio del Interior. Y todo por una venial crítica a la "imprevisión política" del pretérito Gobierno en relación con los atentados del 11-M. El Ejecutivo, según Alonso, habría menospreciado el riesgo real de un ataque del terrorismo islámico en España, diagnóstico que, tras lo sucedido, parece incluso piadoso y prudente.

Puesto a montarla, curiosamente con un día de retraso respecto a la emisión de la "ofensa", no se puede negar que el PP se las ha apañado para crear una aparatosa tempestad en un vaso de agua, con carta de protesta incluída del jefe de la oposición, el inefable Rajoy, al presidente del Gobierno. Hoy mismo, el ex candidato derrotado ha pedido la reunión del Pacto Antiterrorista con el argumento de que el ministro habría vulnerado el compromiso de mantener el tema del terrorismo ajeno al debate partidista. El hecho de que ese punto del pacto hubiera sido consensuado teniendo en cuenta exclusivamente la cuestión vasca no parece ser un impedimento para que el partido de la oposición plantee tal exigencia. Y la cuestión es: ¿por qué tanto ruido por tan poca cosa?

Ciertamente el PP tiene la piel muy fina, y más tras su caída libre desde la mayoría absoluta a la oposición, y es patente su hipersensibilidad respecto al 11-M, que a 72 horas de unos comicios en los que su victoria estaba cantada, les condujo al precipicio desde el que, con sus mentiras sobre la autoría, se lanzaron directamente al infierno. No menos cierto es que los indicios acerca de lo que va a ser su política de oposición, a sólo unos días de la toma de posesión del nuevo Ejecutivo, sugieren que el partido defenestrado está dispuesto a hacer gigantescas montañas sobre mínimos granos de arena. ¿Pero es eso todo? ¿Basta para explicar la desproporcionada y tardía respuesta del ex ministro del Interior a la crítica de su sucesor, equiparándole con Arnaldo Otegui, al que dedicó el mismo epíteto ("miserable") cuando en la aciaga jornada de los atentados el líder de Batasuna señaló al extremismo islámico como el autor más verosímil? ¿Llama Acebes miserable a todo el que pone el dedo en la llaga?

En algún momento, tras los atentados de Madrid, he llegado a plantearme la posibilidad de que la inteligencia española, y por ende el Gobierno "popular", hubieran estado jugando un peligroso papel de "aprendiz de brujo" (el de quien maneja instrumentos o recursos potencialmente destructivos y que no conoce ni controla suficientemente), tolerando las actividades de los fundamentalistas magrebíes en la confiada y reconfortante creencia de que sus actividades sólo podían dirigirse contra Marruecos, país con el que -por razones que nunca ha explicado ni explicará- el Ejecutivo de Aznar mantuvo una confrontación a primera vista irrazonable.

Tal hipótesis me parecía hasta ahora escasamente probable, más propia de un delirio de política-ficción que de un intento de análisis serio de los hechos. Ahora ya no me lo parece tanto, no sólo por la reacción excesiva del PP a la inocua acusación de imprevisión formulada por el nuevo ministro del Interior sino por los datos inquietantes que aporta el diario El Mundo al presentar a dos de los implicados en los atentados como confidentes de las Fuerzas de Seguridad del Estado.

Especialmente preocupante es que entre los confidentes se halle Emilio Suárez Trashorras,
el hombre que proporcionó a los terroristas islámicos 200 kilos de goma dos. ¿No comunicó
esta sospechosísima transacción a cambio de hachís a la Policía Nacional? ¿Si lo hizo, cuál
fue el destino de dicha confidencia? ¿Se menospreció en la confianza culpable de que el
explosivo iba a ser utilizado fuera de España?

Atemos más cabos. ¿por qué los informes del CNI que en su día utilizó el Gobierno en descargo de su "honor" comprometido minimizaron la pista islámica magrebí cuando las FSE estaban siguiendo precisamente esa pista desde las primeras horas del 11-M? ¿Por qué la Policía fue a buscar al "Tunecino", jefe del comando, esa misma mañana, a su lugar de trabajo, al que no acudía desde días atrás, según publicó en su momento "El Mundo"?

Hay un gran agujero negro en relación con el 11-M que tal vez nunca pueda aclararse, pese a que hacerlo es una candente exigencia en un sistema democrático digno de tal nombre. En una "Espiral" del mes pasado consideraba necesario someter la ejecutoria del CNI al escrutinio de una comisión de investigación "para tranquilidad de los españoles y servicio a la verdad histórica". Ahora me parece que la creación de esa comisión es urgente porque existen indicios de que el Gobierno del PP podría haber incurrido en algo algo mucho menos disculpable que la mera "imprevisión política" que tan ardientemente rechaza.

25 abril, 2004

Matar a Arafat

La indecencia arrogante e impune del gobierno israelí parece no conocer límites. Ahora, ese monstruo corrompido y sanguinario que es Ariel Sharon se declara desvinculado de la promesa que hizo a su padrino, Estados Unidos, de no asesinar a Arafat. Y de ello sólo cabe concluir, ineludiblemente, que Bush le ha dado "permiso" expreso para atentar contra el jefe de la Autoridad Nacional Palestina. O, lo que es lo mismo, que podemos dar a Arafat por muerto.

El "derecho" a asesinar a Arafat sería una más entre las concesiones impropias que la Casa Blanca ha decidido hacer al gobierno genocida de Israel, junto con el visto bueno a la apropiación de una buena parte de los territorios ocupados durante la "guerra de los seis días", so pretexto de la consolidación "irreversible" de los asentamientos de población israelí, tantas veces denunciados a nivel internacional, en ellos. He ahí en qué ha quedado la promesa de poner fin al contencioso entre israelíes y palestinos que se utilizó como vaselina para hacer más viable ante la opinión pública internacional el desproporcionado supositorio de la invasión de Irak.

La guerra de Irak, lejos de favorecer una solución pacífica y justa para los palestinos, ha potenciado la impunidad del gobierno israelí para hacer añicos la malhadada "hoja de ruta", acelerar su política de terrorismo de Estado -tan de Estado que la practica el propio ejército con medios desproporcionados- e imponer "de facto" su punto de vista y sus intereses, arruinando toda posibilidad de un acuerdo, aun a largo plazo. Incluso han transcendido algunos detalles sobre un intento fallido del servicio secreto israelí de crear una célula de Al Qaeda en Gaza para justificar más y mejor sus acciones abusivas en la franja. La lucha internacional contra el terrorismo se ha convertido en una coartada providencial que Sharon ha sabido aprovechar.

Si Israel mata a Arafat no hará otra cosa que cerrar un círculo sangriento, basado en el asesinato, que se inicia tan remotamente como en 1972, cuando decide responder a la acción de Septiembre Negro en Munich contra el equipo olímpico israelí con una secuela de atentados mortales dirigidos no tanto contra los líderes de aquella facción terrorista como contra todo el entorno de Arafat, especialmente el que, con creciente éxito, gestionaba la representación internacional de la OLP ante los gobiernos occidentales, en busca de apoyo para su causa, hasta entonces prácticamente silenciada.

Esa línea de actuación, impropia de un Estado de derecho, ha tenido escasas pausas durante estos más de treinta años y, lejos de disminuir, se ha acelerado en los tiempos más recientes, al amparo de la nueva política internacional definida por Bush y su camarilla. Los asesinatos del jeque Yassín, líder espiritual de Hamás, y de su sucesor, Rantisi, evidencian una escalada que tendría en Arafat su culminación.

El jefe de la Autoridad Nacional Palestina es el hombre que ha dirigido los azarosos destinos de su pueblo durante cuatro décadas. Desde el expolio de su tierra y la imposición de la dramática alternativa entre el exilio o la humillación, centenares de miles de palestinos han pasado por una terrible travesía del desierto, con escalas en Jordania, Líbano, Túnez... y el mundo. A lo largo de esa pesadilla, Arafat ha perdido a sus mejores hombres, pero no la esperanza de llegar a un acuerdo de paz y lograr el reconocimiento del derecho a una patria, al menos en una parte del territorio que habitaron sus ancestros.

Finalmente, en 1993, el acuerdo de Oslo, basado en el mutuo reconocimiento del derecho a la existencia como nación entre Israel y Palestina, pareció el principio del fin de la larga marcha palestina de derrota en derrota. Sin embargo, el 4 de noviembre de 1995, Isaac Rabin, el hombre que había firmado la paz con Arafat, fue asesinado por un joven ultraortodoxo judío en lo que tuvo todas las trazas de una conspiración interna a la que no serían ajenos los siempre oscuros servicios de inteligencia. Final abrupto del breve sueño.

La era Sharon, que culmina un proceso político regido por la intransigencia de los partidos religiosos israelíes, minoritarios pero necesarios para conformar mayorías parlamentarias, es el imperio de la provocación y el abuso. Está marcada a sangre y fuego por una política destinada a convertir en papel mojado todo lo acordado en Oslo. Cuando en septiembre de 2000, en plena campaña electoral israelí y protegido por un millar de policías, Sharon se interna en la explanada de las mezquitas de Jerusalén no sólo está haciendo un obvio guiño al electorado fundamentalista judío sino desatando deliberadamente la ira de los palestinos.

Desde ese día todo fue a peor, que es como a Sharon le gusta que vayan las cosas para aplicar su particular versión de la ley del Talión: cien palestinos por cada israelí. ¿Será el asesinato de Arafat el último o el comienzo de un baño de sangre sin parangón? A Sharon no le preocupa y a los ultraortodoxos aún menos. Dios está con ellos. También los musulmanes lo creen. Los pueblos que afirman que sus dioses los prefieren, les cuidan e incluso les hablan para darles órdenes constituyen un peligro para la humanidad en este convulso siglo XXI, en el que todos los frutos positivos del racionalismo y la secularización occidental están siendo puestos en cuestión a causa de las contradicciones de quienes dicen sustentarlos.

Si Israel asesina a Arafat no sólo pondrá en pie de guerra a todos los palestinos -cosa que, sin duda, no crea la menor inquietud en Sharon y sus socios- sino a todo el mundo árabe-islámico, que ya está -por ahora de modo minoritario, pero violentísimo- abiertamente enfrentado con Occidente. Que Israel y Estados Unidos arrojen sistemáticamente leña al fuego sería asumible si sólo ellos pagasen las consecuencias. El problema es que, al ritmo que van los acontecimientos, ambos pueden estar a punto de pisar la mina que desate una conflagración mundial que no van a ser ellos los únicos en pagar.

He ahí un riesgo con el que la Unión Europea no debe ser solidaria. Es urgente -y España puede haber comenzado a desempeñar un papel importante en ello- marcar distancias, primero, y ejercer una firme presión, inmediatamente después, para reconducir el conflicto entre israelíes y palestinos y replantear las relaciones occidentales con el mundo islámico sobre bases de equidad y respeto. De lo contrario estaremos alimentando el fuego del radicalismo integrista musulmán, firmemente convencido de que vale la pena morir matando, y que, en estas gravísimas circunstancias, no puede sino crecer hasta hacerse con el poder en países cuyos gobiernos, todavía hoy, son no beligerantes.

Claveles marchitos

A revoluçao dos cravos: Treinta años después, se registran hoy miradas llenas de nostalgia y perfumadas de romanticismo sobre la jornada del 25 de Abril de 1974 en Portugal. Hay que admitir que aquello fue muy bonito, especialmente contemplado desde la limítrofe España de la dictadura. A qué negarlo. Pero nadie ignora que aquellos soldados armados con fusiles que sólo parecían fabricados para disparar claveles sobre la multitud, reconciliada por primera vez con el ejército de su país, no alumbraron ninguna revolución. Spinola fue el Suárez portugués; Soares fue el González.

Los sueños revolucionarios de militares radicales como Saraiva de Carvalho, Rosa Coutinho o Vasco Gonçalves se hundieron en poco tiempo bajo el peso del miedo al riesgo de muchos de los que se habían lanzado a la calle para celebrar el golpe. Una cosa es terminar con una dictadura y otra muy diferente hacer una revolución. La mayoría del pueblo portugués, finalmente, sólo quería el retorno de la democracia.

Y eso es lo que hay. La transición española dista mucho de ser tan fotográfica y estética, pero es lo mismo. La única diferencia es que los españoles de izquierda revolucionaria tardaron mucho menos tiempo en perder la esperanza porque nadie les dio la más mínima oportunidad de alentarla.

19 abril, 2004

Un buen comienzo

Por razones fundadas en una doliente y resentida memoria histórica he tenido -y mantengo- un amplio escepticismo y una inevitable reticencia respecto a la fiabilidad del PSOE y de sus promesas. Considero que los trece años del "felipato" constituyeron una época prematuramente decepcionante y frustrante -estábamos estrenando la democracia- para cientos de miles, si no millones, de españoles. Aquel PSOE enterró las esperanzas de la España progresista y trabajadora bajo una montaña de mentiras, traiciones, pragmatismo barato, arrogancia rampante y militante inmoralidad. Sólo la segunda legislatura del PP es comparable a aquel fraude impune a la ciudadanía.

Cuando, tras algunos intentos patéticos de regenerar la dirección del partido con los "degeneradores" manejando los hilos, aparece finalmente Rodríguez Zapatero como la gran esperanza blanca, no se puede decir que despertase grandes entusiasmos. Su perfil bajo y neutro, su plegamiento casi acrítico a los planteamientos imperativos del Gobierno del PP en temas en los que su partido debería haber exigido una negociación a fondo, sus avances acerca de la política económica "deseable", su aparente incapacidad para poner orden en los "taifas" de su partido y su irresolución acerca de muchos problemas sensibles y urgentes, no invitaban precisamente a replantearse la imagen de un partido que se había hecho el "harakiri" en una imparable huida hacia adelante.

Pero he aquí que, por mérito involuntario del Gobierno saliente, Rodríguez Zapatero se ha convertido en rector de los destinos del país en circunstancias sumamente críticas. El hombre al que el PP ha llamado de todo menos guapo, con su tradicional filosofía de ejercer el poder como si estuviera en la oposición (y lo estaba: en la oposición a la ciudadanía) se ha encontrado al frente del Estado con cientos de miles de votos prestados por gentes escarmentadas, forzadas a elegir entre el mal mayor previsible (la continuidad del PP en el poder) o el mal menor probable: el retorno del PSOE.

Hoy debo decir, sin embargo, que, con su decisión de acelerar la retirada de las tropas españolas de Irak, Rodríguez Zapatero se ha abierto una cuenta de crédito en la confianza de los españoles. Ciertamente es un crédito frágil, una confianza a la que le quedan muchas pruebas por superar, pero es un buen comienzo, especialmente teniendo en cuenta que la medida es previa a la primera reunión del Consejo de Ministros del nuevo Gobierno. El mensaje es, pues, deliberadamente personal y declara expresamente la urgencia que las circunstancias exigen.

Estados Unidos no ha dejado lugar a dudas respecto a su determinación de mantener la dirección militar de la ocupación/reconstrucción de Irak (eufemismo con el que se denomina a la situación de guerra que siguió de inmediato a la rápida "victoria" militar). El porqué de esa determinación es claro: Washington no renuncia a los objetivos originales y reales, económicos y estratégicos, de su iniciativa bélica, muy alejados de pretextos falsarios tales como la posesión de armas de destrucción masiva, la necesaria transformación de una tiranía en democracia o el combate contra el terrorismo internacional. Estados Unidos llegó a Irak para quedarse. Ello le permite poner un pie más sobre el petróleo árabe, controlar militarmente los destinos, tan imprevisibles como inquietantes -gracias precisamente a su política-, de los países de la zona, y tutelar la impunidad de Israel frente a la permanente vulneración de los derechos del pueblo palestino.

La cuestión es que cada palo debe aguantar su vela. Y nada tiene que ver la vela -y mucho menos la bandera- española con el pabellón pirata y la singladura aventurera y depredadora de Estados Unidos. La decisión de Aznar (q.e.p.d.) de apuntarnos a la canallería global no sólo constituyó una opción conscientemente inmoral, sino que, además, fue un error histórico de consecuencias incalculables. Corregirlo era urgente, tanto más cuanto la escalada de violencia en Irak amenaza con aumentar en cualquier momento el número de víctimas españolas de esta gigantesca insensatez.

Sin embargo, el aplauso que esta decisión de Rodríguez Zapatero merece podría quedar minimizado si se cumple la anunciada e injustificable compensación -destinada a templar gaitas con el gran "boss"- de aumentar la presencia militar española en Afganistán. Tampoco allí se nos ha perdido nada y es otro pozo envenenado del que sólo pueden surgir pesadillas. El propio Karzai -otro títere leal a EE UU, como en Irak lo es el más que oscuro Chalabi- ha declarado recientemente que la presencia militar yanqui deberá prolongarse, al menos, diez años más. En esa década puede pasar de todo -y especialmente lo peor, tal como evolucionan las cosas- en el mundo islámico y más concretamente en el área del Golfo Pérsico.

¿Acaso debemos seguir siendo cómplices y víctimas de la política torpemente imperialista de los Estados Unidos y de sus burdas manipulaciones? Obviamente no. Y no sólo porque no compartamos ni debamos compartir su avariciosa estupidez, sino porque, además, estamos muy lejos de gozar de la impunidad que la patria del dólar disfruta a decenas de miles de kilómetros del escenario de sus tropelías. No es fácil que se repita un 11-S, pero sí resulta muy verosímil que pueda reeditarse otro 11-M.

Al menos en teoría, el Gobierno Zapatero cuenta con un ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, que está al cabo de la calle acerca de lo que se ventila realmente en Oriente Próximo y sabe que la balsa de aceite del Mediterráneo puede entrar súbitamente en ebullición con funestas consecuencias para quienes habitan sus orillas. Es también un convencido europeísta y, al menos sobre el papel, puede ser el hombre adecuado para dar el golpe de timón que la política exterior española requiere tras el desvío motivado por los delirios imperiales de ese patético jubilado llamado José María Aznar.

07 abril, 2004

Contra el horror

Hoy comienzan en Ruanda los actos conmemorativos del décimo aniversario de uno de los mayores genocidios de la historia de la humanidad, sólo superado en el siglo XX por el exterminio nazi de la segunda guerra mundial y la impune barbarie de Pol Pot en Camboya.

En poco más de tres meses, en 1994, en torno a un millón de personas (937.000, según las fuentes ruandesas más recientes) fueron salvajemente asesinadas en una orgía de sangre y odio racial sin precedentes que siguió a la muerte del presidente Habyarimana, de la etnia hutu, como consecuencia de un ataque a su avión atribuido a miembros de la etnia tutsi.

La masacre implicó no sólo al ejército y a milicias más o menos irregulares, sino a gran parte de la población civil hutu, alentada en el horror indiscriminado de la venganza racial por algunos medios informativos. Centenares de miles de tutsis abandonaron sus hogares prácticamente sin nada con lo que sobrevivir en busca de un refugio, pero para la mayoría fue inútil. Fueron asesinados allí donde se les encontró, aún en el caso de que su asilo fueran iglesias o misiones cristianas.

Sólo en la localidad de Gisozi hay 250.000 tumbas que testimonian hasta la nausea la locura homicida que allí se desarrolló impunemente hace diez años. 120.000 personas están imputadas y se supone que un total de 12.000 tribunales populares deben juzgarles, pero hasta la fecha apenas se ha contituido un centenar de ellos. Mientras tanto, Ruanda pretende encarar el futuro y la reconciliación nacional sobre la base de un simple y nada original eslogan: "Nunca más".

Hasta aquí los hechos, en los que deliberadamente he evitado los detalles morbosos que nada aportarían a la definitiva elocuencia de las cifras. Pero a partir de aquí, las responsabilidades internacionales y, de modo más específico, las de Estados Unidos, cuyo presidente, Bill Clinton, tuvo conocimiento puntual de las dimensiones del genocidio desde su inicio, según revelan documentos recientemente desclasificados.

En Ruanda existía una pequeña misión de la ONU que se vio inmediatamente desbordada por los acontecimientos y algunos de cuyos miembros (al menos una decena de belgas) perdieron la vida en aquella explosión de locura colectiva. ¿No se pudo poner freno a la masacre a lo largo de los cien días que duró? Por supuesto que sí.

En lugar de ello se cortocircuitó la información, convirtiendo la terrible realidad de lo que estaba sucediendo en oficialmente inexistente. Los motivos de tal actitud, que tiene como protagonista máximo a Estados Unidos y a la que no son ajenos países ex colonizadores (explotadores en realidad) como Bélgica y Francia, no es otra que el más cínico y egoista de los cálculos.

Ruanda, al contrario de muchos de sus vecinos, carece de recursos minerales o energéticos que Occidente pueda considerar de especial interés. Como consecuencia, tampoco tenía una colonia extranjera relevante. Por ello Estados Unidos y sus cómplices optaron por envolver los hechos en una conspiración de silencio e inhibición mediante la cual pretendían salvar su responsabilidad ante la opinión pública mundial, en la que el empleo ineludible del término genocidio habría motivado una demanda urgente de actuación.

También en el caso del sanguinario régimen de Pol Pot Estados Unidos había tenido información detallada de lo que estaba sucediendo, pero se lavó las manos. Pese a su comunismo visceral y alucinado, el líder camboyano era en aquellos momentos un aliado táctico del gran "boss" en el sudeste asiático.

Cuando se desarrolla el genocidio de Ruanda ya hacía tres años que Bush senior había enunciado su grandilocuente doctrina del "nuevo orden mundial": algunas palabras idealistas, como democracia o derechos humanos, junto a otras mucho menos eufemísticas, como libre mercado o liderazgo mundial de los Estados Unidos. Ya hace diez años tuvimos oportunidad de comprobar, mediante el trágico ejemplo ruandés, qué parte de la nueva filosofía política es la que realmente importa y mueve a Estados Unidos.

Hoy, a través de la guerra de Irak, basada en la intoxicación de la opinión pública internacional, hemos llegado a la evidencia máxima e incontestable de que bajo el barniz de las grandes promesas y de las gigantescas mentiras maquilladas no existe otra filosofía que la del abuso y el expolio.

Nuestro país sufre ahora mismo las trágicas consecuencias de que un líder tan oportunista como miope nos haya sumado a la flota corsaria que decidió hace tiempo sentar sus bases sobre el petróleo del Golfo Pérsico y defender más allá del límite de lo canalla, por acción u omisión, los abusos de Israel. Olvidó el "ilustre" profesor de la no menos "ilustre" universidad de Georgetown (literalmente "Ciudad de George" ¿Bush?) no sólo sus acendrados valores cristianos sino la obviedad de que, por situación geográfica, por importancia estratégica, por historia y por población (inmigrante), España podía convertirse en el ojo europeo del huracán.

Ahora le toca al PSOE lidiar con las presiones para que las tropas españolas no se retiren de Irak, precisamente cuando la situación allí alcanza el punto más grave desde la invasión. Propone el futuro Gobierno aumentar la presencia militar en Afganistán en compensación, mientras Powell deja claro que, con intervención de la ONU o sin ella, la dirección militar en Irak seguirá a cargo de EE UU.

La opción debería estar clara para España, pero no creo que lo esté para el Gobierno que va a regir sus destinos durante los próximos cuatro años. No se trata de pastelear ni de pactar compromisos ambiguos que contenten temporalmente a la opinión pública española. De lo que se trata es de rectificar una política exterior que ha alterado su lógica dirección inicial hacia el ejercicio de la supuesta vocación europea de España y nos ha convertido, so pretexto de irreales misiones humanitarias, en un estado mercenario del horror.

La imagen de las tropas españolas disparando en Diwaniya contra manifestantes chiíes es más de lo que la ciudadanía puede y debe tolerar. Ni irak ni Afganistán son nuestras guerras, ni en ellas se lucha contra el terrorismo, aunque se le provoca con torpe eficacia.

Que Estados Unidos gestione sus propias aventuras depredadoras y sufra en exclusiva las consecuencias de su ambición y de sus errores de análisis. No contribuyamos al horror ni a las cínicas falacias de quien, fingiendo combatirlo, lo multiplica.