Por razones fundadas en una doliente y resentida memoria histórica he tenido -y mantengo- un amplio escepticismo y una inevitable reticencia respecto a la fiabilidad del PSOE y de sus promesas. Considero que los trece años del "felipato" constituyeron una época prematuramente decepcionante y frustrante -estábamos estrenando la democracia- para cientos de miles, si no millones, de españoles. Aquel PSOE enterró las esperanzas de la España progresista y trabajadora bajo una montaña de mentiras, traiciones, pragmatismo barato, arrogancia rampante y militante inmoralidad. Sólo la segunda legislatura del PP es comparable a aquel fraude impune a la ciudadanía.
Cuando, tras algunos intentos patéticos de regenerar la dirección del partido con los "degeneradores" manejando los hilos, aparece finalmente Rodríguez Zapatero como la gran esperanza blanca, no se puede decir que despertase grandes entusiasmos. Su perfil bajo y neutro, su plegamiento casi acrítico a los planteamientos imperativos del Gobierno del PP en temas en los que su partido debería haber exigido una negociación a fondo, sus avances acerca de la política económica "deseable", su aparente incapacidad para poner orden en los "taifas" de su partido y su irresolución acerca de muchos problemas sensibles y urgentes, no invitaban precisamente a replantearse la imagen de un partido que se había hecho el "harakiri" en una imparable huida hacia adelante.
Pero he aquí que, por mérito involuntario del Gobierno saliente, Rodríguez Zapatero se ha convertido en rector de los destinos del país en circunstancias sumamente críticas. El hombre al que el PP ha llamado de todo menos guapo, con su tradicional filosofía de ejercer el poder como si estuviera en la oposición (y lo estaba: en la oposición a la ciudadanía) se ha encontrado al frente del Estado con cientos de miles de votos prestados por gentes escarmentadas, forzadas a elegir entre el mal mayor previsible (la continuidad del PP en el poder) o el mal menor probable: el retorno del PSOE.
Hoy debo decir, sin embargo, que, con su decisión de acelerar la retirada de las tropas españolas de Irak, Rodríguez Zapatero se ha abierto una cuenta de crédito en la confianza de los españoles. Ciertamente es un crédito frágil, una confianza a la que le quedan muchas pruebas por superar, pero es un buen comienzo, especialmente teniendo en cuenta que la medida es previa a la primera reunión del Consejo de Ministros del nuevo Gobierno. El mensaje es, pues, deliberadamente personal y declara expresamente la urgencia que las circunstancias exigen.
Estados Unidos no ha dejado lugar a dudas respecto a su determinación de mantener la dirección militar de la ocupación/reconstrucción de Irak (eufemismo con el que se denomina a la situación de guerra que siguió de inmediato a la rápida "victoria" militar). El porqué de esa determinación es claro: Washington no renuncia a los objetivos originales y reales, económicos y estratégicos, de su iniciativa bélica, muy alejados de pretextos falsarios tales como la posesión de armas de destrucción masiva, la necesaria transformación de una tiranía en democracia o el combate contra el terrorismo internacional. Estados Unidos llegó a Irak para quedarse. Ello le permite poner un pie más sobre el petróleo árabe, controlar militarmente los destinos, tan imprevisibles como inquietantes -gracias precisamente a su política-, de los países de la zona, y tutelar la impunidad de Israel frente a la permanente vulneración de los derechos del pueblo palestino.
La cuestión es que cada palo debe aguantar su vela. Y nada tiene que ver la vela -y mucho menos la bandera- española con el pabellón pirata y la singladura aventurera y depredadora de Estados Unidos. La decisión de Aznar (q.e.p.d.) de apuntarnos a la canallería global no sólo constituyó una opción conscientemente inmoral, sino que, además, fue un error histórico de consecuencias incalculables. Corregirlo era urgente, tanto más cuanto la escalada de violencia en Irak amenaza con aumentar en cualquier momento el número de víctimas españolas de esta gigantesca insensatez.
Sin embargo, el aplauso que esta decisión de Rodríguez Zapatero merece podría quedar minimizado si se cumple la anunciada e injustificable compensación -destinada a templar gaitas con el gran "boss"- de aumentar la presencia militar española en Afganistán. Tampoco allí se nos ha perdido nada y es otro pozo envenenado del que sólo pueden surgir pesadillas. El propio Karzai -otro títere leal a EE UU, como en Irak lo es el más que oscuro Chalabi- ha declarado recientemente que la presencia militar yanqui deberá prolongarse, al menos, diez años más. En esa década puede pasar de todo -y especialmente lo peor, tal como evolucionan las cosas- en el mundo islámico y más concretamente en el área del Golfo Pérsico.
¿Acaso debemos seguir siendo cómplices y víctimas de la política torpemente imperialista de los Estados Unidos y de sus burdas manipulaciones? Obviamente no. Y no sólo porque no compartamos ni debamos compartir su avariciosa estupidez, sino porque, además, estamos muy lejos de gozar de la impunidad que la patria del dólar disfruta a decenas de miles de kilómetros del escenario de sus tropelías. No es fácil que se repita un 11-S, pero sí resulta muy verosímil que pueda reeditarse otro 11-M.
Al menos en teoría, el Gobierno Zapatero cuenta con un ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, que está al cabo de la calle acerca de lo que se ventila realmente en Oriente Próximo y sabe que la balsa de aceite del Mediterráneo puede entrar súbitamente en ebullición con funestas consecuencias para quienes habitan sus orillas. Es también un convencido europeísta y, al menos sobre el papel, puede ser el hombre adecuado para dar el golpe de timón que la política exterior española requiere tras el desvío motivado por los delirios imperiales de ese patético jubilado llamado José María Aznar.
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