Hoy comienzan en Ruanda los actos conmemorativos del décimo aniversario de uno de los mayores genocidios de la historia de la humanidad, sólo superado en el siglo XX por el exterminio nazi de la segunda guerra mundial y la impune barbarie de Pol Pot en Camboya.
En poco más de tres meses, en 1994, en torno a un millón de personas (937.000, según las fuentes ruandesas más recientes) fueron salvajemente asesinadas en una orgía de sangre y odio racial sin precedentes que siguió a la muerte del presidente Habyarimana, de la etnia hutu, como consecuencia de un ataque a su avión atribuido a miembros de la etnia tutsi.
La masacre implicó no sólo al ejército y a milicias más o menos irregulares, sino a gran parte de la población civil hutu, alentada en el horror indiscriminado de la venganza racial por algunos medios informativos. Centenares de miles de tutsis abandonaron sus hogares prácticamente sin nada con lo que sobrevivir en busca de un refugio, pero para la mayoría fue inútil. Fueron asesinados allí donde se les encontró, aún en el caso de que su asilo fueran iglesias o misiones cristianas.
Sólo en la localidad de Gisozi hay 250.000 tumbas que testimonian hasta la nausea la locura homicida que allí se desarrolló impunemente hace diez años. 120.000 personas están imputadas y se supone que un total de 12.000 tribunales populares deben juzgarles, pero hasta la fecha apenas se ha contituido un centenar de ellos. Mientras tanto, Ruanda pretende encarar el futuro y la reconciliación nacional sobre la base de un simple y nada original eslogan: "Nunca más".
Hasta aquí los hechos, en los que deliberadamente he evitado los detalles morbosos que nada aportarían a la definitiva elocuencia de las cifras. Pero a partir de aquí, las responsabilidades internacionales y, de modo más específico, las de Estados Unidos, cuyo presidente, Bill Clinton, tuvo conocimiento puntual de las dimensiones del genocidio desde su inicio, según revelan documentos recientemente desclasificados.
En Ruanda existía una pequeña misión de la ONU que se vio inmediatamente desbordada por los acontecimientos y algunos de cuyos miembros (al menos una decena de belgas) perdieron la vida en aquella explosión de locura colectiva. ¿No se pudo poner freno a la masacre a lo largo de los cien días que duró? Por supuesto que sí.
En lugar de ello se cortocircuitó la información, convirtiendo la terrible realidad de lo que estaba sucediendo en oficialmente inexistente. Los motivos de tal actitud, que tiene como protagonista máximo a Estados Unidos y a la que no son ajenos países ex colonizadores (explotadores en realidad) como Bélgica y Francia, no es otra que el más cínico y egoista de los cálculos.
Ruanda, al contrario de muchos de sus vecinos, carece de recursos minerales o energéticos que Occidente pueda considerar de especial interés. Como consecuencia, tampoco tenía una colonia extranjera relevante. Por ello Estados Unidos y sus cómplices optaron por envolver los hechos en una conspiración de silencio e inhibición mediante la cual pretendían salvar su responsabilidad ante la opinión pública mundial, en la que el empleo ineludible del término genocidio habría motivado una demanda urgente de actuación.
También en el caso del sanguinario régimen de Pol Pot Estados Unidos había tenido información detallada de lo que estaba sucediendo, pero se lavó las manos. Pese a su comunismo visceral y alucinado, el líder camboyano era en aquellos momentos un aliado táctico del gran "boss" en el sudeste asiático.
Cuando se desarrolla el genocidio de Ruanda ya hacía tres años que Bush senior había enunciado su grandilocuente doctrina del "nuevo orden mundial": algunas palabras idealistas, como democracia o derechos humanos, junto a otras mucho menos eufemísticas, como libre mercado o liderazgo mundial de los Estados Unidos. Ya hace diez años tuvimos oportunidad de comprobar, mediante el trágico ejemplo ruandés, qué parte de la nueva filosofía política es la que realmente importa y mueve a Estados Unidos.
Hoy, a través de la guerra de Irak, basada en la intoxicación de la opinión pública internacional, hemos llegado a la evidencia máxima e incontestable de que bajo el barniz de las grandes promesas y de las gigantescas mentiras maquilladas no existe otra filosofía que la del abuso y el expolio.
Nuestro país sufre ahora mismo las trágicas consecuencias de que un líder tan oportunista como miope nos haya sumado a la flota corsaria que decidió hace tiempo sentar sus bases sobre el petróleo del Golfo Pérsico y defender más allá del límite de lo canalla, por acción u omisión, los abusos de Israel. Olvidó el "ilustre" profesor de la no menos "ilustre" universidad de Georgetown (literalmente "Ciudad de George" ¿Bush?) no sólo sus acendrados valores cristianos sino la obviedad de que, por situación geográfica, por importancia estratégica, por historia y por población (inmigrante), España podía convertirse en el ojo europeo del huracán.
Ahora le toca al PSOE lidiar con las presiones para que las tropas españolas no se retiren de Irak, precisamente cuando la situación allí alcanza el punto más grave desde la invasión. Propone el futuro Gobierno aumentar la presencia militar en Afganistán en compensación, mientras Powell deja claro que, con intervención de la ONU o sin ella, la dirección militar en Irak seguirá a cargo de EE UU.
La opción debería estar clara para España, pero no creo que lo esté para el Gobierno que va a regir sus destinos durante los próximos cuatro años. No se trata de pastelear ni de pactar compromisos ambiguos que contenten temporalmente a la opinión pública española. De lo que se trata es de rectificar una política exterior que ha alterado su lógica dirección inicial hacia el ejercicio de la supuesta vocación europea de España y nos ha convertido, so pretexto de irreales misiones humanitarias, en un estado mercenario del horror.
La imagen de las tropas españolas disparando en Diwaniya contra manifestantes chiíes es más de lo que la ciudadanía puede y debe tolerar. Ni irak ni Afganistán son nuestras guerras, ni en ellas se lucha contra el terrorismo, aunque se le provoca con torpe eficacia.
Que Estados Unidos gestione sus propias aventuras depredadoras y sufra en exclusiva las consecuencias de su ambición y de sus errores de análisis. No contribuyamos al horror ni a las cínicas falacias de quien, fingiendo combatirlo, lo multiplica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario