30 abril, 2014

Devaluar el euro: Una propuesta francesa


Francia quiere que, a finales de Mayo, tras la renovación del Parlamento Europeo, la UE debata seriamente la devaluación del euro, cuyo valor actual juzga demasiado elevado y lesivo para sus intereses. Nuestros vecinos, forzados a asumir una reducción del gasto de 50.000 millones de euros desde ahora hasta 2017, finalmente le han visto las orejas al lobo. Se acabaron los compadreos y el 'buen rollo' con la Merkel de la era Sarkozy. Francia va mal porque los 'sacrosantos mercados' le han puesto la proa a la política económica de Hollande, y el FMI, el BCE y las agencias de calificación no reconocen otra 'solución' que el recorte del gasto, que Francia ha querido evitar a toda costa para mantener en lo posible el bienestar social.

Por razones que nadie sabría explicar convincentemente, el euro está sobrevalorado desde su nacimiento y el BCE, que significativamente reside en Frankfurt, tiene dos objetivos fundamentales que nunca ha estado dispuesto a revisar: la estabilidad del euro y el control de la inflación. Ahora la inflación no sólo está a la baja, sino que roza peligrosamente la deflación, evidencia de la ruina interna de los países periféricos (los llamados PIGS. en la despreciativa jerga financiera inglesa) que amenaza con extenderse a los que no lo son. El euro, por su parte, seguramente a causa de la presión especulativa y compradora de los mercados, crece sin parar. En los últimos doce meses la fluctuación ha sido de un 5,49 por 100, entre el nivel más bajo (1,2754 dólares en Julio de 2013) y el más alto (1,3968 en marzo de 2014)

A nadie se le oculta que el gran enemigo de la devaluación es Alemania, atenta sólo a sus propios intereses y empeñada en 'diktar' las políticas económicas ajenas. Será interesante ver cómo se desarrollan las negociaciones que Manuel Valls quiere iniciar apenas dentro de un mes. Los dos 'pesos pesados' de la UE ocupan hoy trincheras enfrentadas y un disenso entre ambos no dejaría de tener consecuencias importantes, incluso graves. La postura francesa va a tener, previsiblemente, muchos apoyos en el seno de una UE empobrecida. Cabe esperar que entre ellos esté el de España, aunque con el Gobierno actual no se puede descartar ninguna sumisión o estupidez estratégica.


09 abril, 2014

Queremos tanto a Suárez... (y IV)




Cuando concluye la legislatura casi se puede dar por desaparecida a la UCD. Perdido el liderazgo de Suárez, que funda el Centro Democrático y Social (CDS), se produce una desbandada considerable, y el democristiano Landelino Lavilla recoge el testigo. Los resultados electorales para ambas formaciones centristas serán decepcionantes, pues, seguramente como consecuencia del intento golpista del 23-F y de la aprobación del ingreso en la OTAN, el electorado se polariza fundamentalmente en las opciones supuestamente menos ambiguas, favoreciendo al PSOE  con una mayoría absoluta sin precedentes ni consecuentes (202 escaños) y estableciendo como segunda fuerza a AP-PDP (107). UCD sólo logra 11, con un descenso de votos del 77,3 por 100 y Suárez, en su debut con el CDS sólo logra dos escaños.

La situación mejorará sensiblemente en 1986, al lograr 19 escaños, los mismos que AP en las primeras elecciones, pero volverán a caer en 1989 a 14. En el seno del partido se reconsidera la equidistancia del mismo entre AP y el PSOE, especialmente después de que AP cambie su denominación por PP y se defina como partido de centro reformista, desde 1990 bajo la dirección de Aznar. En 1991, tras una severa derrota en las elecciones municipales y autonómicas, Suárez renuncia a la presidencia del partido y también, definitivamente, a la actividad política. Fraga se ha salido al fin con la suya, ocupar virtualmente el centro político, pero fue Aznar quien lo rentabilizó en su lugar. Al igual que Suárez, Fraga tuvo que irse, pero lo hizo a Galicia, a gobernar. El piloto de la transición, sin embargo, tuvo que empezar una nueva vida como abogado, pero añorando, según algunos afirman, la actividad pública y con cierta tristeza por no poder hacerlo y por el trato recibido de parte de algunos rivales políticos, pero también de supuestos amigos o conmilitones. De su actividad como abogado no se sabe gran cosa. Trataba con empresas extranjeras y también con algunas organizaciones humanitarias. Al parecer había renunciado a cualquier tipo de regalía al abandonar la presidencia del Gobierno.


Tras el abandono de la política, su vida personal ha sido tan privada como pudo hacerla. Se volcó en su familia, en compensación a todas las horas que su pasión por la política y su obsesión por hacer bien las cosas le había negado, pero de la familia le vinieron también los peores disgustos y las mayores inquietudes. La enfermedad y muerte por cáncer de su esposa Amparo y de su hija Mariam no sólo fueron heridas profundas para una hombre ya muy herido, sino que el coste de los tratamientos le puso al borde de la ruina. Hubo de hipotecar sus propiedades en Ávila, que finalmente fueron embargadas.


Del lado de las satisfacciones sólo una, que seguramente le compensó un poco por sus desvelos y fue un bálsamo para sus heridas. En 1996 recibió el premio Príncipe de Asturias de la Concordia, el más adecuado para quien concentró toda su actividad en la búsqueda y el logro de consensos, en la conciliación de contrarios, en la superación de las desconfianzas e incluso de los odios que habían generado una sangrienta guerra civil y una larga y cruel dictadura 


Su última aparición pública tuvo una motivación doble: política y familiar. Su hijo, Adolfo Suárez Illana, se presentaba a la presidencia de Castilla-La Mancha por el PP, y su padre, sin duda afectado ya por la devastadora enfermedad que le causaría la muerte, participó el 2 de mayo de 2003 en un mitin en Albacete para darle su apoyo. Recientemente se han podido ver en TV imágenes de la patética situación que se produjo, cuando el ex presidente, visiblemente nervioso e inseguro, se ‘perdió’ durante la lectura de su intervención.

   
Su hijo lo explica –e intenta justificarse- así: "Mi padre ya estaba mal y yo no quería que acudiera al mitin, pero él insistió. Entonces le escribí un discurso con letras muy grandes. Leyó bien el primer folio, pero en el segundo perdió el hilo y volvió a leer el primer folio. Él se dio cuenta y dijo: 'Perdonen ustedes, pero creo que me he liado'. Retomó los papeles y empezó a repetir el fatídico folio. Finalmente dejó de lado el discurso preparado y con su espontaneidad habitual dijo: 'Bueno, para qué mas discursos, yo lo que os quiero decir es que mi hijo es una persona de bien y que hará muy bien su trabajo'. (Extraído de ‘El Mundo’)


Aquella situación debió haberse evitado. Suárez no era ya dueño de sí mismo y esa instrumentalización política fue, de hecho, una última traición a quien tantas intrigas y ataques insidiosos había sufrido, ésta promovida, además, por quienes habían causado su retirada de la política para ocupar virtualmente un ‘centro reformista’ político, a cuya praxis nunca han hecho honor.


Quienes
en estos días se lamentan amargamente de que se esté poniendo en cuestión el éxito de la transición, y abrazan amorosamente la figura de un Suárez al que destruyeron, deberían admitir finalmente que dicha transición fue abortada por un intento de ‘golpe’ de Estado bajo sospecha de autogolpe bien orquestado. Esa ‘transición perfecta’, que se pone como ejemplo desde el chovinismo nacional, fue realizada bajo una extraordinaria presión fáctica y dejó demasiados cabos sueltos. De hecho, dos nuevos planes golpistas, en 1982 y 1985, de características extraordinariamente violentas, fueron frustrados sin grandes consecuencias para los implicados. Había que quitarle hierro, no provocar al ejército.

Así hemos llegado a un país en el que, bajo una crisis económica gravísima, que afecta en mayor grado a los más débiles, todo se pone en cuestión, desde la forma de Estado a la unidad territorial. Los derechos se revisan a la baja y los deberes, al alza, por un Gobierno que hace gala de una indiferencia y una arrogancia que nada tienen que ver ni con un partido de centro ni con una democracia digna de tal nombre. Y mientras tanto, los cadáveres de los miles de desaparecidos de la guerra civil siguen sin una sepultura digna.


¿Transición? ¿Para cuándo?


07 abril, 2014

Queremos tanto a Suárez... (III)



Merece la pena escuchar con detenimiento el breve discurso (9 minutos) televisivo en el que Suárez anunció su dimisión. Aunque nada explícito, en él se deslizan ideas que no dejan lugar a dudas acerca del motivo de su renuncia, para evitar “que la democracia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”. Es el discurso de un estadista, consciente de la transcendencia de lo que ha logrado, y también de lo que queda por hacer. Dimite, pero no abandona la política. Si es cierto o no que, como él afirma, la suya es una decisión libre y personal, fruto de una meditación madura, es algo que quizás no lleguemos a saber nunca.

En su libro 'La gran desmemoria. Lo que Suárez olvidó y el Rey prefiere no recordar', la periodista Pilar Urbano no deja lugar a dudas acerca de que fue Don Juan Carlos quien, persuadido por su amigo el general Armada, forzó la dimisión del presidente del Gobierno. Para Suárez, afirma, estaba claro que “el Rey era el alma del 23-F”. Sin embargo, posteriormente, ante la magnitud del escándalo ocasionado, Urbano recoge velas y asegura que “el golpe de Estado se produce no sabiéndolo el Rey”. Parece claro, en definitiva, que somos nosotros, el pueblo, quienes nunca sabremos la verdad. Y también parece claro que la periodista va a lograr un éxito de ventas arrasador, cuyos beneficios irán a parar a las arcas del Opus Dei, que tiene entre sus miembros más dilectos y generosos a la autora.


Si Suárez creía que su anuncio de dimisión del 29 de enero iba a parar el golpe, se equivocaba. Por el contrario, le puso fecha. Los golpistas decidieron escenificarlo precisamente el 23 de febrero, con ocasión de la sesión de investidura de Calvo-Sotelo, su sucesor, en las Cortes, aprovechando el breve lapso de vacío de poder. Finalmente, no hizo acto de presencia la autoridad “militar, por supuesto” que iba a dirigirse a la Cámara y a tomar el codiciado timón (Armada, por supuesto), y el tozudo y visceral Tejero hubo de admitir que el golpe había sido un fiasco y entregarse.


El peso de la 'cruz'
La legislatura 77-81 fue para Suárez un auténtico “via crucis“. Especialmente a partir del 78, tras la aprobación de la Constitución, los partidos de la oposición centran el fuego en su persona, no sólo en su Gobierno, conscientes de que él es el hombre a batir. El PSOE, ansioso por llegar al poder, que soñó alcanzar en las primeras elecciones, no escatima las descalificaciones. Alfonso Guerra le califica como ‘tahúr del Misisipi’ y sugiere, en alusión al golpismo, que si el caballo de Pavía entrase en el Congreso “Suárez se subiría a su grupa”. En AP, Fraga, que tenía un rencor muy personal contra el presidente del Gobierno por haber formado y encabezado UCD, calificaba al partido centrista como un conjunto de “tránsfugas, indefinidos y pactistas”. Solo Carrillo, que le calificaba como "un anticomunista inteligente”, renunció a los ataques personales.


Dentro de la propia UCD el clima no era mucho mejor en algunos casos. El propio jefe del grupo parlamentario centrista, Herrero de Miñón, sentía especial placer en obstaculizar el trámite de los acuerdos del Gobierno, y uno de los lugares comunes entre los ‘chicos de buena familia’, como Calvo-Sotelo o Garrigues incidía en subrayar su déficit académico. El sentimiento de soledad e incomprensión llegó a ser una experiencia cotidiana para Suárez, pero nunca torció el gesto ni dejó de hacer o decir lo que creía necesario. En su discurso de dimisión, sin embargo, hay una crítica recurrente de la 'puñalada trapera', que hoy sigue siendo una tradición aparentemente insoslayable en la política española: “El ataque irracionalmente sistemático, la permanente descalificación de las personas y de cualquier tipo de solución que trata de enfocar los problemas del país no son a mi juicio un arma legítima”, dijo.


Parece claro que Suárez había adquirido un peso político que inquietaba a muchos, no sólo a los involucionistas. Quienes creían que sólo sería una conveniente figura de transición, un puente entre la dictadura y la democracia que desaparecería de la escena una vez cumplida su misión, ignoraban su vocación y su capacidad política. Consciente de su carisma popular, Suárez rechazaba ser una mera anécdota y sus abundantes enemigos temían la posibilidad de su triunfo en una segunda legislatura democrática, pues supondría una consolidación de su figura muy difícil de combatir.


OTAN: definirse... o morir
Por otra parte, Suárez preocupaba mucho a Estados Unidos y a los atlantistas europeos, dato nada insignificante. Su visita a Cuba, la primera de un líder occidental, sorprendió y disgustó. Fidel Castro era un apestado político y su régimen comunista sufría una cuarentena permanente, dictada por EE UU, que el presidente español ignoró. Por si ello fuera poco, su cordialísima acogida a Arafat en su visita a España encendió todas las luces rojas. Si a ello sumamos su ambigüedad respecto a la adhesión de España a la OTAN, que, en cualquier caso, no consideraba urgente y sí debatible en el contexto político nacional, el cuadro resultante es que tampoco a nivel internacional contaba Suárez con apoyo alguno. Para Washington su figura era otro punto negro a sumar a las secuelas preocupantes de la ‘revolución de los claveles' en Portugal, a la presencia de ministros comunistas en el Gobierno francés, y al peso específico notable del comunismo en la Italia de la época. No podía ser.


Aunque Suárez no explicitó nunca con claridad su visión de la política internacional ni el lugar que España debía desempeñar en el contexto de la ‘guerra fría’, lo cierto es que el atlantismo entusiasta manifestado por su ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, le costó el cese. En tanto que el presidente, lógicamente más volcado en la convulsa política interior, consideraba necesaria la integración en la Comunidad Europea, la entrada en la OTAN le parecía una fuente potencial de disenso en un contexto nacional sumamente delicado y complejo. No sabía que ambas cosas iban indisolublemente unidas en el mismo paquete.


Continuará y concluirá en la próxima entrega

05 abril, 2014

Queremos tanto a Suárez... (II)



 
El asesinato por ETA del general Ortín, gobernador militar de Madrid, en enero de 1979, fue escenario de una enorme tensión e indignación. 'El Alcázar' llegó a pedir "la fulminación" del Gobierno. Los involucionistas hablan ya sin tapujos.
Para la derecha franquista y para el estamento militar, que se autoatribuía la función de vigía y garante de los destinos de España, el desmantelamiento de la ‘democracia orgánica’, que Franco había construido contando exclusivamente con su ‘leales', y la legalización del Partido Comunista de España, auténtica ‘bestia negra’ para ellos, es un cataclismo insoportable. Los términos ‘traidor’ y ‘perjuro’ (por traicionar los principios del Movimiento Nacional, a los que había jurado fidelidad) son los más suaves que se aplican a Suárez. El resto es pura escatología tabernaria, que cunde en los cuartos de banderas y en los cenáculos y mentideros de los ‘derrotados’.

Nada impedirá, sin embargo, que en Junio de 1977, apenas un año después de la designación de Suárez por el Rey, se celebren las primeras elecciones legislativas en 43 años de la historia de España. La Unión de Centro Democrático (UCD) de Suárez vence claramente, con 166 diputados; le sigue el PSOE, con 118; el PCE, con 19, demuestra tener más respaldo social que el franquismo residual representado por Alianza Popular (16 escaños), encabezada por Fraga y otros seis ex ministros del Régimen. Otros grupos, que incluyen a los nacionalistas vascos y catalanes y al PSP de Tierno Galván, se reparten los 31 escaños restantes.

 Los resultados permiten al ‘bunker’ constatar hasta qué punto sus deseos y exigencias están alejados de las expectativas de la mayoría sociológica del país. La ultraderecha no logra un solo escaño y los resultados de AP son tan escasos como elocuentes. Los españoles quieren una democracia verosímil y constructiva, y Adolfo Suárez, junto al ‘factor miedo’, les han convencido de que es posible, contra los pronósticos iniciales. Su capacidad de persuasión, de diálogo y de consenso han obrado el ‘milagro’, lo que no impide que proliferen las reticencias y los prejuicios entre las formaciones del nuevo Parlamento, al menos de cara al público, y se radicalice el odio entre quienes le consideran un traidor.

La tarea crucial que se impone de inmediato es la elaboración de una  Constitución democrática. Cuando la redacción del texto concluye, tras un laborioso consenso entre partidos, las iras del ‘bunker’ se centran en el Título VIII, que trata de la organización territorial y consagra el ‘Estado de las autonomías’. Con todo, en lo sucesivo la tensión antidemocrática tendrá dos protagonistas nada naturales: el terrorismo y el golpismo. ETA aprieta el acelerador de los atentados y alza la mira de los mismos, habitualmente centrada en guardias civiles y policías, hacia los militares. Es una clara y deliberada provocación al Ejército, y ‘acabar con el terrorismo’ prescindiendo de los políticos se convierte en la coartada o pretexto fundamental de los militares nostálgicos.

En enero de 1979, tras el asesinato del gobernador militar de Madrid, general Ortín, el diario ‘El Alcázar’, órgano de la Confederación Nacional de Combatientes, pone públicamente voz a las exigencias de los ‘salvapatrias’ oficiales al reclamar la fulminación de ese Gobierno, la constitución de un Gobierno neutral que sea capaz de enderezar el rumbo de la nave y de llevar un mínimo de esperanza al alma de un pueblo que vive atormentado”. Desde ese momento hasta el golpe de 23-F se produce un envalentonamiento progresivo de los militares, que se pronuncian individualmente o mediante colectivos a favor del tristemente célebre ‘golpe de timón’. Los tribunales militares les exoneran sistemáticamente de toda responsabilidad, incluso en un caso tan escandaloso y flagrante como la insubordinación y los insultos del general Arés, de la Guardia Civil, al vicepresidente Gutiérrez Mellado durante una reunión en Cartagena.

La escalada terrorista de ETA, que bate todos sus récords, conduce al aumento de los atentados de la ultraderecha, que en 1980 se saldan con 27 muertes, 16 de ellas en la País Vasco. La espiral está ya desatada y el miedo y la ira se apoderan de los ciudadanos. El caldo de cultivo que conducirá al ‘golpe’ del 23-F alcanza su plena efervescencia. El pretexto para la intervención militar es lograr el fin del terrorismo, pero el objetivo primario, fundamental, es poner fin a la experiencia democrática. Suárez es el hombre a neutralizar y, a finales de 1980, él también lo sabe.

Continuará

04 abril, 2014

Queremos tanto a Suárez... (I)



Julio de1976: Adolfo Suárez presta juramento como presidente del Gobierno ante el Rey, tras ser elegido por éste entre una terna propuesta por el Consejo del Reino, de la que formaban parte también Silva Muñoz y López-Bravo.


Ahora que se han pasado los fastos y la faramalla que han acompañado a la muerte de Adolfo Suárez siento la necesidad de decir algunas cosas que he callado estos días por exceso de indignación. La mentira y la hipocresía me irritan siempre y desde siempre, pero en este caso ha habido tal exceso de ambas que me he sentido bloqueado porque mi respuesta espontánea habría sido una colección de exabruptos tan gratuita como inútil.

En su momento, cuando el ahora ‘beatificado’ ex presidente anunció su dimisión, escribí que llegaría el día en que se le echaría de menos y se reconocería la transcendencia y el valor de su labor. Dada mi falta de afinidad política con lo que Suárez representaba, imagino la perplejidad de muchos, pero nadie me dijo entonces esta boca es mía. En mi condición -asumida seriamente mientras me dejaron- de periodista independiente, me pareció oportuno y coherente escribir lo que escribí, por más que otros lo juzgasen inoportuno e inconveniente, además de no coincidir con mi criterio. Suárez era entonces 'lo peor'.

El tiempo me ha dado sobradamente la razón, pero demasiado sobradamente. Las loas sobrepasan con creces lo previsible y también lo razonable. Suárez tiene el incuestionable mérito de haber sido el único presidente de Gobierno de esta democracia que cumplió lo que prometió, y hacerlo requería entonces un valor y una fortaleza de carácter considerables. Nunca en cuarenta años las circunstancias políticas habían sido tan críticas ni complicadas en este país como bajo su Gobierno.

Existía una crisis económica galopante, con una inflación del 26% en 1977, y un desempleo creciente y aparentemente incontenible. El Régimen no había querido tomar medidas correctoras, ante la delicada sucesión y transición que afrontaba, para no alterar la paz social. El responsable de Economía, Villar-Mir, se había limitado a pedir a los españoles que se 'apretasen' el cinturón. Sólo los Pactos de la Moncloa, que reunieron a partidos, sindicatos y patronal con el Gobierno en busca de compromisos económicos, laborales y políticos, lograron aclarar un poco el horizonte.

Pero antes de esos pactos cruciales fue preciso legalizar al PCE, por simple verosimilitud democrática, pero también porque sin esa condición Comisiones Obreras no se sentaría a negociar en ninguna mesa, y tal ausencia conduciría a los trabajadores españoles más concienciados a no considerar legítimo ni vinculante ningún acuerdo que se intentase gestar. La legalización fue aprobada por Suárez en vacaciones de Semana Santa y la conmoción fue considerable, especialmente entre los integrantes de lo que entonces se denominaba el 'bunker', agresivo núcleo de resistencia del franquismo que, en su versión más virulenta, perpetró, en enero de 1977, la Matanza de Atocha, que costó la vida a cinco abogados de CC OO y miembros del PCE.

El acoso terrorista, sin embargo, no era exclusivo de los ultraderechistas radicales. En el inicio de 1977 el presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo, permanecía secuestrado por los GRAPO, que pronto añadirían como rehén al presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, Emilio Villaescusa. Mientras tanto, ETA mantenía su secuencia sistemática de asesinatos, que se acentuaría hasta extremos maniacos tras el referéndum de la Constitución, cuyos resultados en el País Vasco alentaron la escalada de ataques identificada más tarde como 'los años de plomo'.

Adolfo Suárez carecía entonces de otra legitimación que la confianza del Rey, que, para sorpresa general, le había preferido en una terna, elaborada por el Consejo del Reino, a sus rivales Federico Silva Muñoz (democristiano, ex ministro de Obras Públicas) y Gregorio López-Bravo (numerario del Opus Dei y ex ministro de Industria y de Asuntos Exteriores). Suárez también era ex ministro, pero como Secretario Nacional del Movimiento. En principio, no parecía que hubiera otra opción peor para la democracia que un hombre al que se suponía guardián de las esencias del franquismo 'apolítico'. La decisión real tranquilizó a los patrocinadores de un sistema autoritario que ignoraban que serían conducidos por 'uno de los suyos' al harakiri mediante la Ley para la Reforma Política, que inició el odio irreconciliable contra quien acabaría siendo elegido presidente mediante las urnas.

Continuará