04 abril, 2014

Queremos tanto a Suárez... (I)



Julio de1976: Adolfo Suárez presta juramento como presidente del Gobierno ante el Rey, tras ser elegido por éste entre una terna propuesta por el Consejo del Reino, de la que formaban parte también Silva Muñoz y López-Bravo.


Ahora que se han pasado los fastos y la faramalla que han acompañado a la muerte de Adolfo Suárez siento la necesidad de decir algunas cosas que he callado estos días por exceso de indignación. La mentira y la hipocresía me irritan siempre y desde siempre, pero en este caso ha habido tal exceso de ambas que me he sentido bloqueado porque mi respuesta espontánea habría sido una colección de exabruptos tan gratuita como inútil.

En su momento, cuando el ahora ‘beatificado’ ex presidente anunció su dimisión, escribí que llegaría el día en que se le echaría de menos y se reconocería la transcendencia y el valor de su labor. Dada mi falta de afinidad política con lo que Suárez representaba, imagino la perplejidad de muchos, pero nadie me dijo entonces esta boca es mía. En mi condición -asumida seriamente mientras me dejaron- de periodista independiente, me pareció oportuno y coherente escribir lo que escribí, por más que otros lo juzgasen inoportuno e inconveniente, además de no coincidir con mi criterio. Suárez era entonces 'lo peor'.

El tiempo me ha dado sobradamente la razón, pero demasiado sobradamente. Las loas sobrepasan con creces lo previsible y también lo razonable. Suárez tiene el incuestionable mérito de haber sido el único presidente de Gobierno de esta democracia que cumplió lo que prometió, y hacerlo requería entonces un valor y una fortaleza de carácter considerables. Nunca en cuarenta años las circunstancias políticas habían sido tan críticas ni complicadas en este país como bajo su Gobierno.

Existía una crisis económica galopante, con una inflación del 26% en 1977, y un desempleo creciente y aparentemente incontenible. El Régimen no había querido tomar medidas correctoras, ante la delicada sucesión y transición que afrontaba, para no alterar la paz social. El responsable de Economía, Villar-Mir, se había limitado a pedir a los españoles que se 'apretasen' el cinturón. Sólo los Pactos de la Moncloa, que reunieron a partidos, sindicatos y patronal con el Gobierno en busca de compromisos económicos, laborales y políticos, lograron aclarar un poco el horizonte.

Pero antes de esos pactos cruciales fue preciso legalizar al PCE, por simple verosimilitud democrática, pero también porque sin esa condición Comisiones Obreras no se sentaría a negociar en ninguna mesa, y tal ausencia conduciría a los trabajadores españoles más concienciados a no considerar legítimo ni vinculante ningún acuerdo que se intentase gestar. La legalización fue aprobada por Suárez en vacaciones de Semana Santa y la conmoción fue considerable, especialmente entre los integrantes de lo que entonces se denominaba el 'bunker', agresivo núcleo de resistencia del franquismo que, en su versión más virulenta, perpetró, en enero de 1977, la Matanza de Atocha, que costó la vida a cinco abogados de CC OO y miembros del PCE.

El acoso terrorista, sin embargo, no era exclusivo de los ultraderechistas radicales. En el inicio de 1977 el presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo, permanecía secuestrado por los GRAPO, que pronto añadirían como rehén al presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, Emilio Villaescusa. Mientras tanto, ETA mantenía su secuencia sistemática de asesinatos, que se acentuaría hasta extremos maniacos tras el referéndum de la Constitución, cuyos resultados en el País Vasco alentaron la escalada de ataques identificada más tarde como 'los años de plomo'.

Adolfo Suárez carecía entonces de otra legitimación que la confianza del Rey, que, para sorpresa general, le había preferido en una terna, elaborada por el Consejo del Reino, a sus rivales Federico Silva Muñoz (democristiano, ex ministro de Obras Públicas) y Gregorio López-Bravo (numerario del Opus Dei y ex ministro de Industria y de Asuntos Exteriores). Suárez también era ex ministro, pero como Secretario Nacional del Movimiento. En principio, no parecía que hubiera otra opción peor para la democracia que un hombre al que se suponía guardián de las esencias del franquismo 'apolítico'. La decisión real tranquilizó a los patrocinadores de un sistema autoritario que ignoraban que serían conducidos por 'uno de los suyos' al harakiri mediante la Ley para la Reforma Política, que inició el odio irreconciliable contra quien acabaría siendo elegido presidente mediante las urnas.

Continuará 

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