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02 febrero, 2010

La derecha caníbal: Dos paradigmas



Aún no estábamos repuestos de la sorpresa y la repugnancia producida por la expresión soez de la presidenta madrileña respecto a un miembro de su propio partido (cuyo nombre no tiene las narices de decir), cuando el inefable Aznar nos obsequia con el vómito de bilis más virulento que haya lanzado nunca contra el presidente del Gobierno (y no han sido precisamente pocos). "Nunca nadie hizo tanto daño en tan poco tiempo", sentenció el sublime caudillo.

Esperanza Aguirre y José María Aznar se parecen mucho Para empezar, ambos se describen y presentan como "liberales", término que, en su caso -como en el del austriaco Georg Haider-, debe ser puesto en cuarentena. Se trata de un "liberalismo" que, lejos de poner énfasis en las libertades individuales y colectivas, lo pone sobre la libertad de mercado y de empresa y es firme creyente en la desregulación, caiga quien caiga. Y todos sabemos por reciente experiencia que los que caen en la ruina, en el embargo, en el desempleo se cuentan por millones. En resumen, lejos de ser liberales genuinos son ultraconservadores disfrazados de Raymond Aron.

"Hemos tenido la suerte de poderle dar un puesto a Izquierda Unida quitándoselo al hijoputa, ¿eh?" Eso le dijo Esperanza Aguirre a su leal 'segundo', Ignacio González, ignorantes ambos de la proximidad de un micrófono abierto que propaló la insidia en directo. Que Aguirre, creyéndose en la intimidad, insulte a Gallardón (ella lo niega, claro) en términos tan gruesos es grave, pero no lo es tanto como la jactancia de haber entregado a IU un puesto que correspondía al PP.

Por menos que eso Manuel Cobo, 'número dos' de Gallardón, ha sido suspendido por un año de militancia, lo que los 'aguirristas' consideran -muy satisfechos- que conlleva su no presentación a las próximas elecciones. Sin embargo, no cabe esperar un castigo equiparable para Esperanza Aguirre. Según el PP, la diferencia es que Cobo formuló sus declaraciones ofensivas públicamente con deliberación, mientras Aguirre creía estar hablando en privado. Pocas disquisiciones exculpatorias alcanzan tal nivel de hipocresía.

Y a propósito, los lenguaraces líderes del PP sólo parecen mostrar su naturaleza auténtica cuando se consideran fuera de cobertura. Baste recordar que Rajoy describió como un "coñazo" su asistencia al desfile de la fiesta nacional en 2008, un año después de exhibir una banderita de España en el mismo acto, como afirmando -gratuitamente- un patriotismo que sólo él y su partido pretendían defender..

Otra de las cosas que asemejan a Aznar y a Aguirre es su encarnizamiento feroz con sus "enemigos". Para 'doña espe' el enemigo está dentro y es un "hijoputa". Su odio es tal que prefiere entregar un puesto a la oposición antes que se lo lleve un partidario de su enemigo 'innombrable'. Para Aznar, sin embargo -y pese a estar él teóricamente fuera de la política-, la obsesión sigue siendo Rodríguez Zapatero, al que gusta de atribuir un contubernio de marcado carácter surrealista para hacer fracasar sus propósitos electorales en 2004. Nunca admitirá que atribuir falsamente a ETA los atentados del 11-M fue la causa de la derrota del PP.

¿Realmente "nunca nadie hizo tanto daño en tan poco tiempo" como Zapatero? Veamos:

-19 de marzo de 2003: Se inicia la ilegal guerra de Irak con participación española, sin la aprobación de la ONU ni pruebas -pese a las exhaustivas inspecciones previas- de que Sadam dispusiera de armas de destrucción masiva, contra lo que afirmaban los invasores.

-16 de mayo de 2003: Los atentados suicidas de Casablanca incluyen singularmente el ataque a la Casa de España en la ciudad, que se salda con veinte muertes.

-11 de marzo de 2004: Los atentados del 11-M en Madrid causan 190 muertos.

-12 y 13 de marzo de 2004: El Gobierno Aznar sostiene primero y no descarta más tarde la autoría de ETA, pese a los indicios y evidencias en contra.

-14 de marzo de 2004: El PP, contra todos los pronósticos previos, pierde las elecciones al movilizar el voto de la izquierda con su actitud ante los atentados.

Juzguen ustedes mismos. Todo un récord lamentable en sólo 360 días.

Está claro que Aznar y Aguirre salen más favorecidos cuando callan, incluso en la intimidad, en la que el primero decía acostumbrar a hablar en catalán y la segunda exhibe impúdicamente el pelo de la dehesa con su lenguaje de rapaza poligonera.

28 julio, 2009

La crisis no es sólo económica (III)

Es indiscutible que el neoliberalismo surgido en los años 70 de la mano de Thatcher, Reagan y la 'Escuela de Chicago', al que prefiero calificar como 'ultraliberalismo', está en el origen de la grave crisis económica presente. En aquellos años se impuso el criterio de que las medidas de regulación y control establecidas a partir de la gran depresión que siguió al 'crack' de 1929 estaban limitando las posibilidades de crecimiento económico; que los estados debían renunciar a su papel subsidiario y desviar los fondos destinados a fines sociales a obras públicas y estímulos específicos a determinados sectores industriales para generar riqueza; que el capital se 'autorregulaba', sin supervisión alguna. como consecuencia del libre juego económico.

Hoy podemos constatar dramáticamente hasta qué punto ese modelo está en el origen del fracaso sistémico al que asistimos impotentes. Y la gran e irónica paradoja es que los estados, a los que se quería lejos de la gestión económica y mirando hacia otra parte, han debido acudir en ayuda del sistema financiero inyectándole cantidades ingentes de dinero para impedir que el conjunto del sistema económico capitalista se hundiera en la miseria.

La incidencia que esa sangría tendrá en la elaboración de los presupuestos futuros y las dificultades previsibles para financiar el déficit generado está aún lejos de mostrarse en todas sus graves consecuencias, pero en Estados Unidos, epicentro del seísmo económico, el hundimiento de varios estados de la unión, singularmente la otrora paradigmática California, habla con elocuencia insuperable de la magnitud y gravedad de una crisis que no acaba de tocar fondo.

Pese a todo lo dicho el discurso ultraliberal se mantiene arrogantemente en todos sus términos. Incluso, aunque minoritarios, hay teóricos que consideran un gran error la intervención estatal para reducir las consecuencias de la crisis. La arrogancia en este caso no tiene su origen tanto en algún tipo de seguridad teórica que haga indiscutibles los dogmas ultraliberales como en la evidencia de que la política rechaza expresamente toda posibilidad de atacar al mal en su viciada raíz. En la confrontación Economía versus Política, incluso en esta grave crisis, la economía -es decir, el capital- exhibe y utiliza todo su poder de coacción sin complejos, exigiendo incluso el sacrificio de los últimos vestigios del Estado de Bienestar.

Parece muy singular que sean precisamente los políticos más conservadores los que promuevan y apoyen las políticas ultraliberales, pero la contradicción es sólo aparente. Lo cierto es que, políticamente, el liberalismo clásico murió hace mucho tiempo. Quienes ahora se autotitulan 'liberales' no muestran ni tienen interés alguno por las libertades y los derechos de los ciudadanos. Su idea de la libertad es, en muchos casos, extremadamente peligrosa pues se funda en lo que se ha denominado con discutible fundamento pero máxima eficacia expresiva 'Darwinismo Social'.

El descubridor de la evolución de las especies por selección natural es completamente ajeno a lo que se ha denominado históricamente darwinismo social. Charles Darwin era una persona compasiva y, en lo que se refiere a las relaciones humanas, partidario de la conciliación frente a la agresión. Eso no fue obstáculo para que a finales del siglo XIX y principios del XX el principio de la selección natural fuese trasladado a las más diversas visiones sociales, tan opuestas y enfrentadas como el marxismo y el fascismo.

Si al materialismo dialéctico de Marx el darwinismo le pareció una confirmación muy oportuna del carácter científico de su doctrina y más específicamente de lógica de la lucha de clases, el nacional-socialismo alemán apoyó su filosofía histórica y su razón de ser en la pureza de la raza, en la necesidad social de la eugenesia y en la esterilización o eliminación física de cuantos fueran ajenos a los parámetros raciales a privilegiar, que eran descritos como 'untermenschen' (infrahumanos).

Ya se tratase de alumbrar a la historia 'el hombre nuevo' o 'el superhombre' la teoría de Darwin, que explicaba la evolución y la supervivencia de las especies en razón a la lucha y a la adaptación al medio, tuvo un extraordinario éxito en los terrenos de la política y de la economía. En cuanto al campo capitalista y ultraliberal, alguien llegó a decir en su día que el típico multimillonario estadounidense era un ejemplo paradigmático de éxito evolutivo del más apto. Por su parte, el pope máximo del ultraliberismo, Milton Friedman, en su ensayo "En defensa de la especulación desestabilizadora" (1960) llega a sostener que el providencial darwinismo social se encargaría de eliminar a los especuladores más nefastos.

Raramente se verá en estos días a quienes se autodenominan liberales aludir directamente al darwinismo social. Son conscientes de que es una teoría polivalente y con connotaciones históricas muy negativas que prefieren eludir, pero lo cierto es que es entre ellos donde se ha instalado, tras su periplo por diversas utopías, esta interesada e impropia manipulación sociológica, política y económica de la teoría de Darwin. Como si el conjunto de las sociedades humanas respondiera a una ley evolutiva natural son ellos los que defienden el individualismo frente a lo colectivo y la omnímoda independencia de la economía contra toda consideración de carácter social.

Esa es la 'filosofía' que impera. Esa es la praxis que ha conducido a Occidente y a buena parte del mundo a la gravísima crisis que actualmente se desarrolla y que probablemente marcará las décadas sucesivas.

Nadie debería ignorarlo. Estamos ante la ley de la selva. No hay principios, sólo fines. Y estos son de una naturaleza profundamente egoísta e inmoral. Nada bueno ni sólido puede construirse sobre esa base.

Foto: Herbert Spencer, primer enunciador del darwinismo social.

Continuará

22 julio, 2009

La crisis no es sólo económica (II)

El fin de las ideologías e incluso el fin de la historia en su dimensión dialéctica han sido adelantados con infundada precocidad por 'pensadores' estadounidenses. El sociólogo Daniel Bell enunció nada menos que en 1960 el fin de las ideologías. Lo hizo a la vista de los signos que se registraban en la sociedad estadounidense, que nunca fue precisamente un ejemplo de ideologización, en el sentido de que todo debate político era sustituido por la enunciación de metas pragmáticas y que estas se limitaban al orden material, en forma de crecimiento y bienestar.

La polémica y la desautorización no se hicieron esperar, aunque tal planteamiento tuvo mucho éxito en algunos lugares marginales, entre ellos España, donde el ensayista y ministro.de Obras Públicas Gonzalo Fernández de la Mora se erigió durante algunos años en el tótem teórico del régimen franquista a través de la adaptación que hizo de las tesis de Bell bajo el título 'El crepúsculo de las ideologías' (1965). La teoría fúnebre sobre las ideologías, que tanto odiaban el dictador y quienes le rodeaban, le venía a la dictadura como anillo al dedo. El franquismo aparecía, desde ese punto de vista sesgado, como el colmo de la modernidad política y Franco era el profeta y precursor providencial que había salvado al país de la debacle ideológica.

Bell pasó prontamente al olvido, bajo el peso de las evidencias que aportaron en sentido contrario las luchas por los derechos civiles, los movimientos de contestación a la guerra de Vietnam y la sublevación universitaria de la mano de la juventud del 'baby boom' en su propio país. En Europa, el mayo francés, las protestas antimilitaristas y antinucleares en Alemania y Gran Bretaña y la hiperpolitización italiana fueron un mentís no menos contundente a la teoría.

Ciertamente, como decía Bell, las corrientes ideológicas covencionales estaban perdiendo capacidad de movilización, pero eran sustituidas por formas de rechazo de la realidad más radicales y con una inquietante capacidad de autoorganización, creatividad y virulencia.

Cuando a finales de los 80 el mundo del 'socialismo real' (impropiamente calificado como comunista) se derrumba como un castillo de naipes bajo el peso de sus propios errores y de un estancamiento económico extraordinario, otro estadounidense, Francis Fukuyama, ex asesor de Reagan, se precipita a anunciar el fin de la historia, o, lo que es lo mismo, el triunfo irreversible de la democracia liberal frente a todas las alternativas que se le habían opuesto históricamente. A partir de ahí, en teoría, el mundo estaba abocado a una era de tranquilidad y florecimiento económico sin precedentes.

La realidad se encargó bien pronto de desmentir a Fukuyama, del mismo modo que antes lo hizo con Bell. La visceral explosión del fundamentalismo islámico, la ebullición de los pequeños nacionalismos que fragmentaron a Europa aún más de lo que estaba o la emergencia de 'soluciones' social-populistas en América Latina no deja lugar a dudas acerca de la magnitud del error. Eso, por no hablar de la peculiar 'reconversión' de China, que merecería un capítulo aparte.

A Occidente le pierde su pueril convicción de que es el centro y el motor del mundo, su tendencia a trasladar todas las realidades a la escala de las suyas propias y la voluntad de contagiar a todas las culturas del planeta con su 'perfección' liberal-democrática, que no resiste el más mínimo examen, como lo prueba la presente crisis en lo económico y la pauperización del sufragio universal en lo político.

En definitiva, los diagnósticos de Bell y Fukuyama sólo tienen validez -y ésta es parcial- en Occidente y ello, lejos de constituir un signo positivo, conlleva un diagnóstico muy negativo de la cultura occidental, tanto más cuanto todo se mueve y es contemplado ya en un contexto global, planetario.

No puede ejercer como guía universal, por grandes que sean su empeño y su poder, quien atraviesa una crisis de esterilidad intelectual, ideológica y moral tan grave como la que se detecta en el mundo occidental. Especialmente si se tiene en cuenta que dicha crisis es en gran medida artificial, pues parte del silenciamiento deliberado de quienes podrían protagonizar la contestación y la disidencia, y que tal censura -de neta raiz antidemocrática- ya no es practicada por los estados -salvo excepciones puntuales- sino por los grandes complejos multimediáticos que sirven acríticamente a la máquinaria económica, de la que ya forman parte esencial.

Al enterrar virtualmente a las ideologías y a la historia, al primar los intereses del poder económico sobre los de los ciudadanos y al condenar al silencio a toda voz discordante el sistema pone de manifiesto su propia decadencia, su debilidad. La crisis no es sólo económica, no. Su profundidad es mucho mayor y más grave porque su auténtico carácter, previo al caos creado por la avaricia de las minorías, es cultural, moral y político.

Occidente no tiene nada que ofrecer al mundo para fundamentar su voluntad de liderazgo. A partir de una profunda crisis de identidad y de una decadencia no asumidas; en base a la propuesta de principios y valores en los que no se cree y que no se practican ni siquiera a nivel doméstico, no se puede cimentar ningún sueño, ninguna esperanza digna de ser propuesta a todos.

Si no se rectifica -y es harto improbable que se haga-, estaremos en el principio del fin, suponiendo que no nos encontremos ya ahí.

Continuará.

Foto: Francis Fukuyama, autor de 'El fin de la historia y el último hombre'.

19 julio, 2009

La crisis no es sólo económica (I)

La economía no es una ciencia; la sociología, tampoco; la filosofía, aún menos. Ninguna de tales disciplinas ha podido establecer nunca leyes de validez universal basadas en pruebas incontestables. La razón es simple: las dos primeras tratan de realidades vinculadas al imprevisible y supuestamente errático comportamiento humano, basado en percepciones e intereses subjetivos. La filosofía, por su parte, intenta establecer leyes y verdades sin los instrumentos precisos para su demostrabilidad. El conocimiento empírico y la herencia cultural conforman generalmente el laberinto filosófico, que ha generado millones de páginas a la mayor gloria de la impotencia intelectual.

Con frecuencia las tres frágiles disciplinas se asocian para intentar generar una concepción general del mundo, del hombre y de la historia cuya síntesis deviene ideología. Su fundamento es básicamente voluntarista y su aspiración es llegar a legitimarse 'científicamente' en la práctica a través de su aplicación política. Sin embargo la acción política, descrita como "el arte de lo posible", es la consecuencia última de un pragmatismo nada objetivo en la medida en que se basa en la conciliación de contrarios y en la mera voluntad.

Cuando Adam Smith trata de establecer su idea-motor en el sentido de que la economía se rige por un supuesto orden natural que tiende a su propio bien y por ende al de todos hace un hallazgo crucial para su justificación que denomina "la mano invisible" (¿Dios acaso?). Cuando la sociología tropieza con algo que no cuadra en sus planteamientos lo denomina 'serendipia', termino que se puede traducir como 'azar', pura chiripa. En cuanto a la filosofía, cabría hablar de su autodestrucción por reducción al absurdo, fragmentada en decenas de escuelas entre lo 'post' y lo 'neo', que más que hacer afirmaciones aventuran hipótesis y propuestas. Postmodernidad, pensamiento único o pensamiento débil son algunos de sus deleznables frutos más recientes.

El sofisma ha sustituido al silogismo; la improvisación y el fragmentarismo secuestran el lugar que antes ocupaba el discurso lógico y orgánico; el axioma (verdad supuestamente evidente que no precisa demostración) impera sobre la duda metódica. En la medida en que al liberalismo económico y a la democracia formal les falta ahora su opuesto tradicional, el materialismo dialéctico (base del llamado comunismo), ya no hace falta tener razón o fingir tenerla. Basta con disponer de los medios precisos para que el discurso del poder se extienda como única alternativa. Y el poder (me refiero al económico, fáctico por excelencia) monopoliza esos medios en nuestras sociedades hasta el punto de convertir todo discurso alternativo en una anédota que roza la inexistencia.

La grave crisis económica que está barriendo el mundo ha puesto en evidencia, mucho más allá de lo esperado y esperable, la inanidad filosófica, moral e ideológica de la cultura hasta ahora denominada judeo-cristiana, sostenedora teóricamente de valores humanos y de principios que en realidad no defiende, nunca ha defendido a la hora de la verdad. El discurso ultraliberal, de cuya falacia la propia crisis es la mayor y más incontestable evidencia, se mantiene impune y arrogante en todas las tribunas y rige en gran medida la economía mientras los gobiernos, con fondos públicos y generando deficits hipotecadores del futuro, intentan -inútilmente hasta ahora- sellar las vías de agua generadas por la irresponsabilidad de los defensores de la autorregulación mágica del mercado, de la providencial "mano invisible" que finalmente resulta ser el Estado o, lo que es lo mismo, el conjunto de los ciudadanos, víctimas por partida doble de la avaricia de unos y de la inibición de otros.

Históricamente estamos ante la mayor evidencia de fracaso del liberalismo económico. Políticamente y socialmente, por cruel paradoja, nos hallamos también ante la mayor demostración de impotencia que se recuerde. Los defraudados e inermes ciudadanos se sienten indefensos mientras los gestores del sistema no arriesgan una fecha para la superación de la crisis pero piden la reducción a la nada de los derechos sociolaborales conquistados con sangre, sudor y lágrimas por tantas generaciones.

Los señores, confiados en la domesticación 'irreversible' de las masas de la mano de un crecimiento demográfico bajo cero, no sólo están liquidando todo rastro de la sociedad del bienestar sino que también ponen en peligro, sin escrúpulo alguno, la paz social.

Si esta crisis sigue prolongándose y profundizándose podríamos volver a las convulsiones sociales de los años 30, que siguieron, como las llamas a la chispa, al primer precedente serio de esta crisis sistémica: el crack del 29. ¿Quién quiere tal pesadilla? ¿Es esto una conspiración o simplemente una conjura circunstancial de necios?

Ilustración: Adam Smith.

Continuará.