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07 abril, 2014

Queremos tanto a Suárez... (III)



Merece la pena escuchar con detenimiento el breve discurso (9 minutos) televisivo en el que Suárez anunció su dimisión. Aunque nada explícito, en él se deslizan ideas que no dejan lugar a dudas acerca del motivo de su renuncia, para evitar “que la democracia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”. Es el discurso de un estadista, consciente de la transcendencia de lo que ha logrado, y también de lo que queda por hacer. Dimite, pero no abandona la política. Si es cierto o no que, como él afirma, la suya es una decisión libre y personal, fruto de una meditación madura, es algo que quizás no lleguemos a saber nunca.

En su libro 'La gran desmemoria. Lo que Suárez olvidó y el Rey prefiere no recordar', la periodista Pilar Urbano no deja lugar a dudas acerca de que fue Don Juan Carlos quien, persuadido por su amigo el general Armada, forzó la dimisión del presidente del Gobierno. Para Suárez, afirma, estaba claro que “el Rey era el alma del 23-F”. Sin embargo, posteriormente, ante la magnitud del escándalo ocasionado, Urbano recoge velas y asegura que “el golpe de Estado se produce no sabiéndolo el Rey”. Parece claro, en definitiva, que somos nosotros, el pueblo, quienes nunca sabremos la verdad. Y también parece claro que la periodista va a lograr un éxito de ventas arrasador, cuyos beneficios irán a parar a las arcas del Opus Dei, que tiene entre sus miembros más dilectos y generosos a la autora.


Si Suárez creía que su anuncio de dimisión del 29 de enero iba a parar el golpe, se equivocaba. Por el contrario, le puso fecha. Los golpistas decidieron escenificarlo precisamente el 23 de febrero, con ocasión de la sesión de investidura de Calvo-Sotelo, su sucesor, en las Cortes, aprovechando el breve lapso de vacío de poder. Finalmente, no hizo acto de presencia la autoridad “militar, por supuesto” que iba a dirigirse a la Cámara y a tomar el codiciado timón (Armada, por supuesto), y el tozudo y visceral Tejero hubo de admitir que el golpe había sido un fiasco y entregarse.


El peso de la 'cruz'
La legislatura 77-81 fue para Suárez un auténtico “via crucis“. Especialmente a partir del 78, tras la aprobación de la Constitución, los partidos de la oposición centran el fuego en su persona, no sólo en su Gobierno, conscientes de que él es el hombre a batir. El PSOE, ansioso por llegar al poder, que soñó alcanzar en las primeras elecciones, no escatima las descalificaciones. Alfonso Guerra le califica como ‘tahúr del Misisipi’ y sugiere, en alusión al golpismo, que si el caballo de Pavía entrase en el Congreso “Suárez se subiría a su grupa”. En AP, Fraga, que tenía un rencor muy personal contra el presidente del Gobierno por haber formado y encabezado UCD, calificaba al partido centrista como un conjunto de “tránsfugas, indefinidos y pactistas”. Solo Carrillo, que le calificaba como "un anticomunista inteligente”, renunció a los ataques personales.


Dentro de la propia UCD el clima no era mucho mejor en algunos casos. El propio jefe del grupo parlamentario centrista, Herrero de Miñón, sentía especial placer en obstaculizar el trámite de los acuerdos del Gobierno, y uno de los lugares comunes entre los ‘chicos de buena familia’, como Calvo-Sotelo o Garrigues incidía en subrayar su déficit académico. El sentimiento de soledad e incomprensión llegó a ser una experiencia cotidiana para Suárez, pero nunca torció el gesto ni dejó de hacer o decir lo que creía necesario. En su discurso de dimisión, sin embargo, hay una crítica recurrente de la 'puñalada trapera', que hoy sigue siendo una tradición aparentemente insoslayable en la política española: “El ataque irracionalmente sistemático, la permanente descalificación de las personas y de cualquier tipo de solución que trata de enfocar los problemas del país no son a mi juicio un arma legítima”, dijo.


Parece claro que Suárez había adquirido un peso político que inquietaba a muchos, no sólo a los involucionistas. Quienes creían que sólo sería una conveniente figura de transición, un puente entre la dictadura y la democracia que desaparecería de la escena una vez cumplida su misión, ignoraban su vocación y su capacidad política. Consciente de su carisma popular, Suárez rechazaba ser una mera anécdota y sus abundantes enemigos temían la posibilidad de su triunfo en una segunda legislatura democrática, pues supondría una consolidación de su figura muy difícil de combatir.


OTAN: definirse... o morir
Por otra parte, Suárez preocupaba mucho a Estados Unidos y a los atlantistas europeos, dato nada insignificante. Su visita a Cuba, la primera de un líder occidental, sorprendió y disgustó. Fidel Castro era un apestado político y su régimen comunista sufría una cuarentena permanente, dictada por EE UU, que el presidente español ignoró. Por si ello fuera poco, su cordialísima acogida a Arafat en su visita a España encendió todas las luces rojas. Si a ello sumamos su ambigüedad respecto a la adhesión de España a la OTAN, que, en cualquier caso, no consideraba urgente y sí debatible en el contexto político nacional, el cuadro resultante es que tampoco a nivel internacional contaba Suárez con apoyo alguno. Para Washington su figura era otro punto negro a sumar a las secuelas preocupantes de la ‘revolución de los claveles' en Portugal, a la presencia de ministros comunistas en el Gobierno francés, y al peso específico notable del comunismo en la Italia de la época. No podía ser.


Aunque Suárez no explicitó nunca con claridad su visión de la política internacional ni el lugar que España debía desempeñar en el contexto de la ‘guerra fría’, lo cierto es que el atlantismo entusiasta manifestado por su ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, le costó el cese. En tanto que el presidente, lógicamente más volcado en la convulsa política interior, consideraba necesaria la integración en la Comunidad Europea, la entrada en la OTAN le parecía una fuente potencial de disenso en un contexto nacional sumamente delicado y complejo. No sabía que ambas cosas iban indisolublemente unidas en el mismo paquete.


Continuará y concluirá en la próxima entrega

05 abril, 2014

Queremos tanto a Suárez... (II)



 
El asesinato por ETA del general Ortín, gobernador militar de Madrid, en enero de 1979, fue escenario de una enorme tensión e indignación. 'El Alcázar' llegó a pedir "la fulminación" del Gobierno. Los involucionistas hablan ya sin tapujos.
Para la derecha franquista y para el estamento militar, que se autoatribuía la función de vigía y garante de los destinos de España, el desmantelamiento de la ‘democracia orgánica’, que Franco había construido contando exclusivamente con su ‘leales', y la legalización del Partido Comunista de España, auténtica ‘bestia negra’ para ellos, es un cataclismo insoportable. Los términos ‘traidor’ y ‘perjuro’ (por traicionar los principios del Movimiento Nacional, a los que había jurado fidelidad) son los más suaves que se aplican a Suárez. El resto es pura escatología tabernaria, que cunde en los cuartos de banderas y en los cenáculos y mentideros de los ‘derrotados’.

Nada impedirá, sin embargo, que en Junio de 1977, apenas un año después de la designación de Suárez por el Rey, se celebren las primeras elecciones legislativas en 43 años de la historia de España. La Unión de Centro Democrático (UCD) de Suárez vence claramente, con 166 diputados; le sigue el PSOE, con 118; el PCE, con 19, demuestra tener más respaldo social que el franquismo residual representado por Alianza Popular (16 escaños), encabezada por Fraga y otros seis ex ministros del Régimen. Otros grupos, que incluyen a los nacionalistas vascos y catalanes y al PSP de Tierno Galván, se reparten los 31 escaños restantes.

 Los resultados permiten al ‘bunker’ constatar hasta qué punto sus deseos y exigencias están alejados de las expectativas de la mayoría sociológica del país. La ultraderecha no logra un solo escaño y los resultados de AP son tan escasos como elocuentes. Los españoles quieren una democracia verosímil y constructiva, y Adolfo Suárez, junto al ‘factor miedo’, les han convencido de que es posible, contra los pronósticos iniciales. Su capacidad de persuasión, de diálogo y de consenso han obrado el ‘milagro’, lo que no impide que proliferen las reticencias y los prejuicios entre las formaciones del nuevo Parlamento, al menos de cara al público, y se radicalice el odio entre quienes le consideran un traidor.

La tarea crucial que se impone de inmediato es la elaboración de una  Constitución democrática. Cuando la redacción del texto concluye, tras un laborioso consenso entre partidos, las iras del ‘bunker’ se centran en el Título VIII, que trata de la organización territorial y consagra el ‘Estado de las autonomías’. Con todo, en lo sucesivo la tensión antidemocrática tendrá dos protagonistas nada naturales: el terrorismo y el golpismo. ETA aprieta el acelerador de los atentados y alza la mira de los mismos, habitualmente centrada en guardias civiles y policías, hacia los militares. Es una clara y deliberada provocación al Ejército, y ‘acabar con el terrorismo’ prescindiendo de los políticos se convierte en la coartada o pretexto fundamental de los militares nostálgicos.

En enero de 1979, tras el asesinato del gobernador militar de Madrid, general Ortín, el diario ‘El Alcázar’, órgano de la Confederación Nacional de Combatientes, pone públicamente voz a las exigencias de los ‘salvapatrias’ oficiales al reclamar la fulminación de ese Gobierno, la constitución de un Gobierno neutral que sea capaz de enderezar el rumbo de la nave y de llevar un mínimo de esperanza al alma de un pueblo que vive atormentado”. Desde ese momento hasta el golpe de 23-F se produce un envalentonamiento progresivo de los militares, que se pronuncian individualmente o mediante colectivos a favor del tristemente célebre ‘golpe de timón’. Los tribunales militares les exoneran sistemáticamente de toda responsabilidad, incluso en un caso tan escandaloso y flagrante como la insubordinación y los insultos del general Arés, de la Guardia Civil, al vicepresidente Gutiérrez Mellado durante una reunión en Cartagena.

La escalada terrorista de ETA, que bate todos sus récords, conduce al aumento de los atentados de la ultraderecha, que en 1980 se saldan con 27 muertes, 16 de ellas en la País Vasco. La espiral está ya desatada y el miedo y la ira se apoderan de los ciudadanos. El caldo de cultivo que conducirá al ‘golpe’ del 23-F alcanza su plena efervescencia. El pretexto para la intervención militar es lograr el fin del terrorismo, pero el objetivo primario, fundamental, es poner fin a la experiencia democrática. Suárez es el hombre a neutralizar y, a finales de 1980, él también lo sabe.

Continuará