27 octubre, 2004

¿Es Barroso de confianza?


Cuando la UE, con generales parabienes, se decantó por Durao Barroso como sustituto de Prodi al frente de la Comisión Europea yo me quedé bastante perplejo, pero como una controlada perplejidad y un escepticismo casi militante forman parte ya inalienable de mi forma de contemplar la realidad decidí no adelantar los augurios que se me ocurrían. Esperemos y veamos, me dije.

Había motivos sobrados para la perplejidad. Barroso, que se dice de centro derecha, es en realidad un espécimen muy conservador, en la línea neocons estadounidense, concomitante no pocas veces con la ultraderecha: una especie de Aznar pasado por el fado. Más sutil, más inteligente, más hábil y seguramente más ambicioso que nuestro cejijunto ex líder, pero igualmente empecinado e inflexible. Y llegado el caso, inimitablemente servil.

De entrada, una persona que ha evolucionado desde el radicalismo izquierdista de su juventud (perteneció al maoísta MRPP) hasta el siempre frágil límite con el autoritarismo a mi me enciende todas las alarmas. Este tipo de conversos son un peligro público. Están y han estado en la política no por convicción ideológica alguna, sino por pura y dura ambición y representan con frecuencia lo peor entre los profesionales del poder. Que ya es decir.

El primer ministro portugués fue el satisfechísimo, incluso radiante, anfitrión del contubernio de las Azores, el muñidor de la inmortal fotografía en la que el hombro derecho de Aznar aparece cubierto por la mano izquierda de Bush, en un gesto que, más que amistoso, parece indicar “ya lo tengo, este hombre es mío”. También fue el indignado lidercillo que más alto gritó contra Rodríguez Zapatero cuando éste anunció la retirada de las tropas españolas de Irak.

Que tal alcahuete pro estadounidense fuera a regir la Unión Europea en los momentos más transcendentales de su historia me parecía inconcebible, pero recordé que cuando Adolfo Suárez fue designado presidente del Gobierno tuve la misma sensación. Algunas cartas que ignoro se están jugando bajo la mesa, me dije. Seguramente han seducido al vanidoso y ambicioso primer ministro portugués para quitarle a Bush uno de sus peones europeos y Barroso va a acabar siendo un europeísta convencido, al menos tan convencido como lo está de cualquier cosa que le convenga.

Ahora veo claramente que me engañaba. La cabra siempre tira al monte. Y la ‘cabrada’ (renuncio expresamente al aumentativo) que se escenificó ayer en Estrasburgo no tiene parangón. Su jugada de farol, sosteniendo hasta el último momento al patético troglodita Buttiglione frente al rechazo casi general de los grupos de la Cámara europea, es una muestra de arrogancia y empecinamiento más que inquietante. ¿Se puede conducir a buen puerto la Unión Europea estando al timón este personaje?

Sé que es maximalista lo que voy a decir, pero la cuestión ahora no debería residir tanto en que Barroso reconstruya un Consejo que pueda ser aprobado por el Parlamento Europeo, sino en que ponga su cargo a disposición o en que la Cámara le retire la confianza. Lo que este políglota portugués ha demostrado es que, salvo por su don de lenguas, no está a la altura del cargo que se le ha encomendado. No lo está en absoluto.

Que vuelva a la universidad de Georgetown, por la que pasó como profesor en su momento, y desgrane junto con Aznar el rosario de sus nostalgias de un tiempo en que tres imperios de la Edad Moderna y uno de la Edad Contemporánea se reunieron en un archipiélago atlántico para contemplar el futuro ilusorio de un mundo de nuevo a sus pies.

P.S.: Por cierto, un sobresaliente para Borrell, que ha sostenido sin desmayo la dignidad del Parlamento Europeo, una institución que hasta ahora se ha considerado 'simbólica' y que debe dejar de serlo si la Unión Europea quiere alcanzar la credibilidad que aún se le discute.

10 octubre, 2004

Un poco de filosofía


Probablemente es Kierkegaard quien, desde el existencialismo, elabora la primera expresión filosófica de la angustia postmoderna. Su obsesión por la necesidad de encontrar algo en que creer, “por lo que vivir y morir”, implica la confesión de que ese 'algo' ya no existe. Nietzsche lo expresa de modo más brutal: “Dios ha muerto”, asegura. Marx responde a ambos convirtiendo el ateismo en un dogma necesariamente previo a la elaboración de una alternativa de fe por la que vivir y morir, como pedía el filósofo danés: la emancipación y luego el dominio de la inmensa mayor parte de la humanidad, es decir, la clase obrera, los desposeídos, los explotados, los ignorados.

Pero aproximadamente en los mismos momentos en que Marx enuncia el nuevo pensamiento fuerte frente al que lo había sido hasta entonces desde Tomás de Aquino (el cristianismo idealista, por decirlo de alguna manera) surgen poderosas líneas de replanteamiento de las verdades asumidas No proponen soluciones -al contrario que el marxismo-, sino que generan preguntas totalmente nuevas y extraordinariamente incitadoras e inquietantes. Freud analiza la psique (alma) humana y apunta no sólo a su complejidad insondable sino también a sus falacias esenciales. De Saussure y sus seguidores hacen algo parecido con el lenguaje, materia vertebral de la condición humana cuya estructura profunda es desvelada al tiempo que se pone de relieve su sustancia básica, el signo, que nunca había sido objeto de atención.

Así surge lo que se ha dado en llamar postmodernidad, denominación probablemente destinada en el futuro a sustituir como referencia a lo que venimos llamando con simplista obviedad “Edad Contemporánea”.

El marxismo, el psicoanálisis y el estructuralismo dinamitan el edificio milenario basado en las “certezas” acerca de Dios y del más allá, lo que no quiere decir en absoluto que se trate de una coalición de fuerzas cómplices porque el psicoanálisis y el estructuralismo no son ideologías, sino instrumentos de reflexión y análisis sobre la condición humana y la realidad social. No proponen ningún credo ni solución definitiva sino que generan preguntas y críticas a las que tampoco el marxismo escapa indemne, especialmente en su praxis como ejercicio del poder (el leninismo en todas su variedades, traición práctica esencial al propio marxismo).

En ningún país se ha producido un reflexión filosófica tan profunda, densa, intensa y proliferante sobre la postmodernidad como en Francia. Y no es casual. Parece evidente que el país que dio nacimiento a la idea de democracia, a partir de la afirmación de la libertad de pensamiento, el laicismo expreso y la soberanía de la voluntad popular, y que asistió desconcertado e impotente a la explosión -incoherente y estéril pero expresiva-, de Mayo del 68, que contestaba la irrealidad profunda de la llamada “democracia formal”, está especialmente llamado a la tarea y dotado para ella.

Barthes, Lacan, Sartre (discutiblemente), Foucault, Althusser, Deleuze, Lyotard, Baudrillard, Derrida... son algunos de los nombres estelares de lo que en su día, a falta de una definición resumidora, que ellos mismos habrían contestado, se denominó “nueva filosofía”. Este artículo iba a ser dedicado, desde la primera línea, a Jacques Derrida, con ocasión de su muerte, pero era preciso situar al filósofo fallecido en el contexto del que ha surgido y con el que, como intelectual infatigable, ha interactuado permanentemente.

Hay quien dice que Derrida prefigura e incluso pronuncia la sentencia de muerte de la filosofía, pero tal afirmación sólo es sostenible -interesadamente- desde el punto de vista de la filosofía tradicional, empeñada aún en ignorar la revolución de la conciencia que ha supuesto la irrupción del materialismo dialéctico, el psicoanálisis y el estructuralismo. Ya no se puede filosofar sin tener en cuenta esos instrumentos de análisis del individuo y de la sociedad, ni ignorando la sociedad de consumo, el imperio de los media o la globalización. Sólo el pensamiento reaccionario y mercenario se empeña en ello. Derrida lo tenía claro.

La principal aportación de este judío francés nacido en Argelia, como Althusser, es la teoría de la deconstrucción (en lo sucesivo desconstrucción, que es como deberíamos llamarlo en castellano). Consiste básicamente en la utilización de los nuevos instrumentos -primordialmente el estructuralismo-, para poner al desnudo los pilares que soportan realmente el edificio, falsamente sólido, verosímil y valioso, del discurso. Y se entiende por discurso toda forma de comunicación: política, jurídica, literaria, plástica y, por supuesto, filosófica. El propósito último es saber -objetivo original de la filosofía-, y lo que finalmente pone en evidencia la desconstrucción es las innumerables razones que tenemos para coleccionar dudas en lugar de certidumbres.

El análisis desconstructivo se ha revelado sumamente útil para desmontar y desmitificar realidades, obras, afirmaciones que otrora hubieran sido inabordables o simple sujeto de un análisis superficial, formal. La falacia, el artificio y el secreto origen de los discursos quedan evidenciados, con sus groseras vísceras al aire. Cabe la discusión, por supuesto, en la medida en que no se admiten ya verdades absolutas. Y también cabría preguntarse -muchos lo hacen- si es de alguna utilidad este ingrato ejercicio de lucidez. La respuesta es sí. Aproximarse en la mayor medida posible a la verdad nunca es inútil, aunque pueda ser doloroso e incluso insoportable, como parecen indicar la locura o el suicidio que devoraron a algunos de los intelectuales franceses arriba mencionados.

La tragedia del filósofo postmoderno procede de la conciencia de que la cultura occidental ha perdido definitivamente la inocencia, pero hace como si no fuera así. Los media insisten en sostener el tinglado de la vieja farsa, dando verosimilitud a un sistema que, a su vez, se empeña en fingir que defiende los mismos antiguos valores que traiciona de modo sistemático. El intelectual que se niega a ser asimilado por el sistema farsante o no existe o es convertido, de cara a la sociedad, en una caricatura de sí mismo mediante la simplificación y la reducción al absurdo. Hay goulags en el occidente democrático tan eficaces o más que los que creó el régimen soviético. Son más sutiles pero no menos virulentos.

Derrida es autor de una obra ingente, casi inabarcable, fruto de sus incansables pesquisas sobre todo tipo de realidades. Él mismo admitió que en su pensamiento y en la forma de exponerlo incurre ocasionalmente en contradicciones, con las que no tenía inconveniente en coexistir, según aseguraba. La contradicción y la ausencia de dogmatismo son inevitables cuando el esfuerzo no se dirige tanto a obtener respuestas universalmente válidas como a formular las preguntas necesarias para conocer lo real en la mayor medida posible, sin poder, o al menos sin atreverse, a formular certezas supuestamente incuestionables.

Pese a todo Jacques Derrida, militante de extrema izquierda en su juventud, no ha renunciado en ningún momento a pronunciarse sobre las contingencias cotidianas del convulso mundo que le tocó vivir. Sus opiniones eran solicitadas y valoradas como argumentos de autoridad, con interés y respeto. Quien en el momento más inadecuado (1993), cuando se cantaba la muerte del comunismo y con él la del corpus teórico del que nació, afirmó, utilizando para ello todo un libro ("Espectros de Marx"), que el marxismo no sólo estaba vivo sino que había conformado el mundo en que vivimos, concentraba en torno a sí un lógico e inevitable interés. “Podemos estar a favor o en contra, pero no sin Marx” era su tesis. Reivindicaba de ese modo la vigencia de una filosofía y una ideología (no la de una política rusa, china o cubana) cuyas exequias prematuras ya habían sido apresuradamente celebradas.

Del mismo modo, el judío Derrida -frente al entusiasmo neosionista del también judío B. H. Levy- arremetía contra la política del estado de Israel y la postura del sionismo que lo apoya. Para él el estado de Israel no sólo es una entidad abusiva y opresora sino que además traiciona en la práctica la esencia del judaísmo e incluso del sionismo. Derrida reivindicaba además, frente a las manipulaciones interesadas, el derecho a criticar la política israelí sin que ello pudiera ser entendido como anti-israelismo, antisionismo y menos aún antisemitismo.

Tal vez esa sea la función principal del intelectual, junto a su trabajo académico: decir aquello por lo que los poderosos del mundo pagarían -y de hecho pagan- para que no sea dicho.

06 octubre, 2004

ETA, hacia su final


Cuando se produjeron las detenciones en Francia que han conducido a la práctica decapitación de ETA no pude evitar dos sensaciones casi simultáneas: la primera, de lógica alegría, pues situar fuera de la circulación a quienes siguen empeñados en hacer política con la violencia como único instrumento e intervenir la mayor parte de su arsenal es algo digno de ser celebrado. La segunda, sin embargo, fue de temor.

Es una triste tradición que la banda terrorista responda a los golpes recibidos del modo más inmediato y contundente posible, en un esfuerzo por demostrar fortaleza y operatividad. Uno de los más imborrables ejemplos de esa práctica fue el secuestro y asesinato del joven concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco en respuesta a la liberación del funcionario de prisiones Ortega Lara. Ahí precisamente inició ETA su progresivo declive.

Por eso es el temor. No sólo por conocer las irracionales rutinas de quienes pretenden liberar por las armas a un País Vasco que, a su vez, quiere liberarse de ellos, sino porque no hay nada más temible, por potencialmente brutal, que el estertor de la bestia.

En ese contexto causa especial alivio que sigan produciéndose detenciones como las que la pasada madrugada se han realizado en Guipúzcoa y Navarra. Los cinco detenidos sólo esperaban órdenes para actuar. Nadie sabe si ya hay un sucesor de la ‘real pareja’ formada por ‘Antza’ y ‘Anboto’, pero si lo hay o existe un equipo suplente de los dos monarcas sin corona de ETA, las órdenes podrían no haber tardado mucho en llegar a los detenidos, si no lo han hecho ya, a ellos o a otros.

Todo indica que el golpe recibido por la banda ha sido muy severo y lo ha sido tanto más cuanto la debilidad de ETA es evidente. Pero los restos de la debacle intentarán responder tan pronto como les sea posible. Lamentablemente, no dejará de haber quien pueda y esté dispuesto a cumplir las amenazas que la dirección ahora decapitada formuló recientemente, en una aparente reactivación que seguramente tenía como objetivo, según su costumbre, matando, incidir en las elecciones autonómicas en el País Vasco.

En cualquier caso, hay indicios de que tal vez no está muy lejano el día en que la pesadilla concluya. Ese día todos -pero muy especialmente los vascos- seremos más libres. Será una libertad muy cara, conquistada a base de sangre, sudor y lágrimas, pero será.

04 octubre, 2004

El PP en la encrucijada

Nada nuevo bajo el sol. El congreso del PP se ha desarrollado como ajustado a un férreo y previsible guión destinado a sostener la pretendida polivalencia de un partido que se dice de centro-derecha pero tiende sus redes en un amplio -y en realidad irreconciliable- espectro que abarca desde la ultraderecha hasta un teórico centro liberal-progresista. Demasiado.

Si Rajoy pretendía proyectar una nueva imagen del partido, cosa muy dudosa porque parece saber muy bien dónde se encuentra, Acebes, Aznar y la visión de un renqueante pero irreductible Fraga le han arruinado la puesta en escena con tonos sepia de foto antigua y azul mahón de prietas-las-filas.

El congreso ha sido más bien una catarsis, un ejercicio colectivo de exorcización de fantasmas y temores y de autoafirmación sobre confusas esencias. Nunca tanto como ahora se ha puesto de manifiesto que el Partido Popular, más que una opción ideológica definida. es un instrumento destinado a ejercer el poder desde una idea de España y del propio poder susceptibles de variar levemente en matices según quién esté al frente, pero que bebe fundamentalmente en las fuentes remotas del reaccionarismo autoritario.

Para un partido de estas características no tener el poder equivale, por definición, a estar en crisis. Es el ejercicio del poder lo que logra conciliar y equilibrar su diversidad. Seguir al jefe y silenciar toda crítica es fácil cuando hay para todos, pero cuando no es así el debate sobre cómo volver a gobernar puede llegar a ser bastante bronco y esterilizador. Rajoy es un hábil pastelero, ¿pero lo es tanto como para neutralizar las tendencias centrífugas de las que el propio congreso ha sido clara expresión?

La experiencia ha demostrado que en este rutinario, escéptico y no poco apático país un Gobierno sólo pierde el poder cuando, como se dice vulgarmente, ‘la caga’. Así ocurrió en el caso del PSOE felipista. Así ha vuelto a suceder con el PP, aunque en su caso la demoledora pestilencia inundó el panorama a sólo 72 horas de la jornada electoral en forma de insostenible mentira sobre la autoría de los atentados del 11-M. Fue esa mendacidad indecente y radicalmente antidemocrática la que movilizó a los abstencionistas de izquierda y causó la derrota del PP, pese a que éste mantuvo prácticamente los mismos votos que le habían dado la mayoría absoluta.

El “algo hemos debido hacer mal” de Ruiz-Gallardón y su demanda de un “cambio de estilo” es notoriamente insuficiente como autocrítica, pese a lo cual ha causado un profundo malestar entre los partidarios del sostenella y no enmendalla, que han hecho 'lo correcto', que no han cometido 'ningún error', que tienen 'las manos limpias' y nunca han utilizado la 'cal viva', que aseguran que Acebes “es el mejor”... y echan la culpa de la derrota al empedrado, o sea, a la SER, como el PSOE se la echaba en su momento a “El Mundo”.

Con estos mimbres todo indica que al cesto del PP le queda una larga travesía del desierto a la espera de que el Gobierno del PSOE ‘la cague’. Tanto más cuanto prospere la línea bronca Aznar-Acebes, empecinada en darle leña al mono hasta que cante “Montañas nevadas”. En las próximas elecciones podrían encontrarse con la sorpresa de que una parte de sus votantes opta por apoyar a Zapatero para liberarle tanto de su ‘dependencia’ -tan subrayada por el PP- del chantaje nacionalista como de la feroz presión del primer partido de la oposición.

Ellos sabrán. Digo yo (?).