10 octubre, 2004

Un poco de filosofía


Probablemente es Kierkegaard quien, desde el existencialismo, elabora la primera expresión filosófica de la angustia postmoderna. Su obsesión por la necesidad de encontrar algo en que creer, “por lo que vivir y morir”, implica la confesión de que ese 'algo' ya no existe. Nietzsche lo expresa de modo más brutal: “Dios ha muerto”, asegura. Marx responde a ambos convirtiendo el ateismo en un dogma necesariamente previo a la elaboración de una alternativa de fe por la que vivir y morir, como pedía el filósofo danés: la emancipación y luego el dominio de la inmensa mayor parte de la humanidad, es decir, la clase obrera, los desposeídos, los explotados, los ignorados.

Pero aproximadamente en los mismos momentos en que Marx enuncia el nuevo pensamiento fuerte frente al que lo había sido hasta entonces desde Tomás de Aquino (el cristianismo idealista, por decirlo de alguna manera) surgen poderosas líneas de replanteamiento de las verdades asumidas No proponen soluciones -al contrario que el marxismo-, sino que generan preguntas totalmente nuevas y extraordinariamente incitadoras e inquietantes. Freud analiza la psique (alma) humana y apunta no sólo a su complejidad insondable sino también a sus falacias esenciales. De Saussure y sus seguidores hacen algo parecido con el lenguaje, materia vertebral de la condición humana cuya estructura profunda es desvelada al tiempo que se pone de relieve su sustancia básica, el signo, que nunca había sido objeto de atención.

Así surge lo que se ha dado en llamar postmodernidad, denominación probablemente destinada en el futuro a sustituir como referencia a lo que venimos llamando con simplista obviedad “Edad Contemporánea”.

El marxismo, el psicoanálisis y el estructuralismo dinamitan el edificio milenario basado en las “certezas” acerca de Dios y del más allá, lo que no quiere decir en absoluto que se trate de una coalición de fuerzas cómplices porque el psicoanálisis y el estructuralismo no son ideologías, sino instrumentos de reflexión y análisis sobre la condición humana y la realidad social. No proponen ningún credo ni solución definitiva sino que generan preguntas y críticas a las que tampoco el marxismo escapa indemne, especialmente en su praxis como ejercicio del poder (el leninismo en todas su variedades, traición práctica esencial al propio marxismo).

En ningún país se ha producido un reflexión filosófica tan profunda, densa, intensa y proliferante sobre la postmodernidad como en Francia. Y no es casual. Parece evidente que el país que dio nacimiento a la idea de democracia, a partir de la afirmación de la libertad de pensamiento, el laicismo expreso y la soberanía de la voluntad popular, y que asistió desconcertado e impotente a la explosión -incoherente y estéril pero expresiva-, de Mayo del 68, que contestaba la irrealidad profunda de la llamada “democracia formal”, está especialmente llamado a la tarea y dotado para ella.

Barthes, Lacan, Sartre (discutiblemente), Foucault, Althusser, Deleuze, Lyotard, Baudrillard, Derrida... son algunos de los nombres estelares de lo que en su día, a falta de una definición resumidora, que ellos mismos habrían contestado, se denominó “nueva filosofía”. Este artículo iba a ser dedicado, desde la primera línea, a Jacques Derrida, con ocasión de su muerte, pero era preciso situar al filósofo fallecido en el contexto del que ha surgido y con el que, como intelectual infatigable, ha interactuado permanentemente.

Hay quien dice que Derrida prefigura e incluso pronuncia la sentencia de muerte de la filosofía, pero tal afirmación sólo es sostenible -interesadamente- desde el punto de vista de la filosofía tradicional, empeñada aún en ignorar la revolución de la conciencia que ha supuesto la irrupción del materialismo dialéctico, el psicoanálisis y el estructuralismo. Ya no se puede filosofar sin tener en cuenta esos instrumentos de análisis del individuo y de la sociedad, ni ignorando la sociedad de consumo, el imperio de los media o la globalización. Sólo el pensamiento reaccionario y mercenario se empeña en ello. Derrida lo tenía claro.

La principal aportación de este judío francés nacido en Argelia, como Althusser, es la teoría de la deconstrucción (en lo sucesivo desconstrucción, que es como deberíamos llamarlo en castellano). Consiste básicamente en la utilización de los nuevos instrumentos -primordialmente el estructuralismo-, para poner al desnudo los pilares que soportan realmente el edificio, falsamente sólido, verosímil y valioso, del discurso. Y se entiende por discurso toda forma de comunicación: política, jurídica, literaria, plástica y, por supuesto, filosófica. El propósito último es saber -objetivo original de la filosofía-, y lo que finalmente pone en evidencia la desconstrucción es las innumerables razones que tenemos para coleccionar dudas en lugar de certidumbres.

El análisis desconstructivo se ha revelado sumamente útil para desmontar y desmitificar realidades, obras, afirmaciones que otrora hubieran sido inabordables o simple sujeto de un análisis superficial, formal. La falacia, el artificio y el secreto origen de los discursos quedan evidenciados, con sus groseras vísceras al aire. Cabe la discusión, por supuesto, en la medida en que no se admiten ya verdades absolutas. Y también cabría preguntarse -muchos lo hacen- si es de alguna utilidad este ingrato ejercicio de lucidez. La respuesta es sí. Aproximarse en la mayor medida posible a la verdad nunca es inútil, aunque pueda ser doloroso e incluso insoportable, como parecen indicar la locura o el suicidio que devoraron a algunos de los intelectuales franceses arriba mencionados.

La tragedia del filósofo postmoderno procede de la conciencia de que la cultura occidental ha perdido definitivamente la inocencia, pero hace como si no fuera así. Los media insisten en sostener el tinglado de la vieja farsa, dando verosimilitud a un sistema que, a su vez, se empeña en fingir que defiende los mismos antiguos valores que traiciona de modo sistemático. El intelectual que se niega a ser asimilado por el sistema farsante o no existe o es convertido, de cara a la sociedad, en una caricatura de sí mismo mediante la simplificación y la reducción al absurdo. Hay goulags en el occidente democrático tan eficaces o más que los que creó el régimen soviético. Son más sutiles pero no menos virulentos.

Derrida es autor de una obra ingente, casi inabarcable, fruto de sus incansables pesquisas sobre todo tipo de realidades. Él mismo admitió que en su pensamiento y en la forma de exponerlo incurre ocasionalmente en contradicciones, con las que no tenía inconveniente en coexistir, según aseguraba. La contradicción y la ausencia de dogmatismo son inevitables cuando el esfuerzo no se dirige tanto a obtener respuestas universalmente válidas como a formular las preguntas necesarias para conocer lo real en la mayor medida posible, sin poder, o al menos sin atreverse, a formular certezas supuestamente incuestionables.

Pese a todo Jacques Derrida, militante de extrema izquierda en su juventud, no ha renunciado en ningún momento a pronunciarse sobre las contingencias cotidianas del convulso mundo que le tocó vivir. Sus opiniones eran solicitadas y valoradas como argumentos de autoridad, con interés y respeto. Quien en el momento más inadecuado (1993), cuando se cantaba la muerte del comunismo y con él la del corpus teórico del que nació, afirmó, utilizando para ello todo un libro ("Espectros de Marx"), que el marxismo no sólo estaba vivo sino que había conformado el mundo en que vivimos, concentraba en torno a sí un lógico e inevitable interés. “Podemos estar a favor o en contra, pero no sin Marx” era su tesis. Reivindicaba de ese modo la vigencia de una filosofía y una ideología (no la de una política rusa, china o cubana) cuyas exequias prematuras ya habían sido apresuradamente celebradas.

Del mismo modo, el judío Derrida -frente al entusiasmo neosionista del también judío B. H. Levy- arremetía contra la política del estado de Israel y la postura del sionismo que lo apoya. Para él el estado de Israel no sólo es una entidad abusiva y opresora sino que además traiciona en la práctica la esencia del judaísmo e incluso del sionismo. Derrida reivindicaba además, frente a las manipulaciones interesadas, el derecho a criticar la política israelí sin que ello pudiera ser entendido como anti-israelismo, antisionismo y menos aún antisemitismo.

Tal vez esa sea la función principal del intelectual, junto a su trabajo académico: decir aquello por lo que los poderosos del mundo pagarían -y de hecho pagan- para que no sea dicho.

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