29 octubre, 2008

Refundar la democracia (VI)


El Estado no es la solución, es el problema.
Ronald Reagan

Mediocre actor de cine y televisión, el 40º presidente de Estados Unidos pasó los primeros cincuenta años de su vida sosteniendo posiciones demócratas y votando esa opción hasta que en los 60 cambió bruscamente. Se dice que tal cambio obedeció a la 'tibia' (?) posición del Partido Demócrata frente al comunismo. Otros lo atribuyen a que entró en contacto con Milton Friedman y éste le 'convirtió'. Sin embargo, probablemente fue la poderosa General Electric quien mayor influjo ejerció en ese cambio.

Tras haber presidido el sindicato de actores SAG (Screen Actors Guild) y denunciado a sus compañeros de profesión de ideas izquierdistas ante el hediondo Comité de Actividades Antiamericanas, Reagan fue contratado como imagen y portavoz de la multinacional (1958-1962). Ahí desarrolló, a plena satisfacción de la empresa, las dotes que le llevarían años más tarde a ser conocido como 'El Gran Comunicador'. Ya en 1964 aparece abiertamente como miembro relevante del Partido Republicano y hace una intensa campaña en apoyo del candidato de su partido, Barry Goldwater.

Hasta qué punto Reagan fue, fundamentalmente, un actor-portavoz toda su vida y no un político genuino es algo difícil de determinar. Lo que está claro es que se tomó muy en serio su papel, hasta el punto de que sólo dos años después de ser elegido gobernador de California en 1966, lo que a cualquier otro actor mediocre -Schwarzenegger, por ejemplo- le hubiera bastado, ya compite, aunque sin éxito, por la nominación republicana a la presidencia. Volverá a intentarlo estérilmente en 1976 frente a Gerald Ford y lo conseguirá finalmente en 1980, con 69 años, lo que le convertirá en el presidente más anciano que ha gobernado Estados Unidos.

Tras dos mandatos del malhadado Jimmy Carter, Reagan aparece como una opción de cambio ante una situación que se caracteriza por el desánimo y la frustración, acentuada en el terreno internacional por el triunfo del sandinismo en Nicaragua y la 'crisis de los rehenes' en Irán, que concluye precisamente el día que Reagan llega a la presidencia. En lo económico, tras la crisis del petróleo, la estanflación ha sentado sus reales y el desempleo se ha convertido en una endemia. Pero el 'salvador' está en la poltrona de la Casa Blanca y la historia va a cambiar.

Reagan llega a la presidencia como profeta del neoliberalismo, patriota, ferviente anticomunista y defensor de los derechos de los estados federados frente al 'exceso de poder' del estado federal. De inmediato elimina el control de precios del petróleo como primer gesto de cara a la reactivación de la economía estancada. La Reserva Federal reduce considerablemente la emisión de dinero para frenar la inflación de dos dígitos que imperaba, lo que logra prontamente, pero al coste de una fuerte recesión en 1981 y 1982. Su política económica, insipirada fuertemente en el monetarismo y ultraliberalismo de Friedman, es bautizada sarcásticamente en esos años como 'Reaganomía'.

El caso es que, por los azares propios de la dinámica económica (la caída de los precios del petróleo, por ejemplo), por las medidas adoptadas o por ambas cosas, la reactivación se produce finalmente en 1983. Para ello, además de lo ya mencionado, Reagan arbitró medidas muy populares entre la clase media, como un drástico recorte de los impuestos, con otras claramente impopulares entre los depauperados, como la reducción del gasto en políticas sociales. Milton Friedman, bendecido con el Nobel en 1976, aplaude entusiasmado. En realidad se aplaude, inmodestamente, a sí mismo.

La aplicación de los principios monetaristas y libertarios (*) de Friedman había fracasado estrepitosamente en el Chile de Pinochet, donde Friedman fue presentado como un profeta por los 'Chicago Boys' que integraban el equipo económico del dictador. Su práctica en la Gran Bretaña de Thatcher se abandonó prontamente, aunque la 'dama de hierro' nunca dejó de ser "una liberal del siglo XIX", como el propio Friedman la calificó. Y esa es precisamente la clave del cambio que se produce a partir de los años 80 en la política económica de todos los países: el retorno al XIX, al capitalismo descontrolado, depredador y salvaje.

Thatcher y Reagan fueron, precisamente, la más acabada expresión política de ese retorno, combinando un discurso ultraliberal en lo económico con otro ultraconservador en lo político. El suyo fue en realidad un papel de representación y defensa de los intereses del más obvio y menos democrático de los poderes: el económico. Y, por supuesto, fueron elegidos y reelegidos por la mayoría de los ciudadanos, que certificaron de este modo su inconsciente conformidad con un modelo económico que hoy, casi treinta años después de su imposición y casi ochenta después del 'crack' del 29, vuelve a caerse en pedazos arrastrando consigo a las sociedades que los soportan a un sima de consecuencias imprevisibles, pero en cualquier caso trágicas para decenas de millones de personas en todo el mundo.

La estúpida fe en la autorregulación del libre mercado se ha pulverizado y sus más fervientes defensores hablan ahora de refundar el capitalismo mientras movilizan un volumen inédito de fondos públicos para sostenerlo (inútilmente hasta la fecha) mientras tanto. ¿Se puede tener alguna confianza en la retórica de los políticos corresponsables de esta catástrofe?

Es es la cuestión. La cuestión, antes que económica, es política. Son gobiernos presuntamente democráticos los que lo han desregulado todo y se han inhibido de todo, serviles y sumisos a los intereses de un capitalismo salvaje y antisocial, regido por la más extrema codicia y una falta de escrúpulos que en la mayor parte de los casos es pura y dura delincuencia de guante blanco.

Conquistas sociales arrancadas a lo largo de siglos por los más humildes con sangre sudor y lágrimas en beneficio de la inmensa mayoría han sido inmoladas ante el sediento Moloch de oro. Todo lo que es bueno para el capital es bueno para la sociedad, se decía. El mercado libre se autorregula, se argumentaba. La flexibilidad en el empleo genera más empleo, se mentía. Así hemos llegado hasta aquí, ante un cataclismo económico de proporciones inéditas y alcance global en el que los estados están intentando cerrar con un chorro gigantesco de fondos públicos las vías de aguas del 'Titanic' de los opulentos.

Sería un error gravísimo diagnosticar que la culpa de este desastre es únicamente de los amos del dinero. Quienes deben vigilar y controlar las consecuencias de la conspiración de la avaricia, en nombre de los ciudadanos a los que representan, se han revelado como cómplices de ella. Aunque contemplado desde un punto de vista radicalmente distinto al empleado por Reagan, nunca ha quedado tan meridianamente claro que "el Estado no es la solución, es el problema".

No hay que refundar el capitalismo, como dice querer Sarkozy. Hay que fundar la democracia, profundizar en ella de modo que nunca más sea posible que quienes dicen representar al 'pueblo soberano' lo traicionen impunemente y acaben vaciando las arcas del Estado a beneficio de sus auténticos señores y patrocinadores. Esa pseudodemocracia no nos sirve. Nunca lo ha hecho y pensar que va a ahorrarnos futuros sobresaltos y sacrificios es algo más que absolutamente ilusorio. Es estúpido.

(*) Dentro de la anómala taxonomía política estadounidense, que califica como 'liberal' a la gente izquierda, se autodenominan 'libertarios' (libertarians) quienes quieren la total inhibición del Estado en la economía, la enseñanza, la sanidad... a mayor beneficio de la iniciativa privada. De hecho es la línea más radical del ultraliberalismo y el neoconservadurismo. Nada que ver con el libertarismo histórico, de raiz anarquista. Quienes siguen reivindicando esa ideología en Estados Unidos se ven obligados a calificarse como 'left libertarians'.

Imagen: Ronald Reagan saluda a Milton Friedman, su 'Pigmalion' económico.

Continuará.

24 octubre, 2008

Refundar la democracia (V)

Quienes insisten en afirmar que la política y la economía son y deben ser cosas ajenas e independientes entre sí para declarar, como consecuencia de ello, la soberanía del mercado, basada en su 'sabiduría' innata, están negando evidencias históricas mayores. En el capítulo anterior, aunque sin especial detenimiento, se ha aludido al papel decisivo que tuvieron las guerras -las napoleónicas en Europa y la de secesión en Estados Unidos- en el enriquecimiento de los míticos Rothschild o del no menos mítico JP Morgan.

Toda guerra es una decisión política. En ocasiones existe en su origen un móvil económico, pero no suele ser el principal. Para los financieros, en cualquier caso, lo normal es que sean un gran negocio, especialmente si patrocinan al vencedor. Estados Unidos llegó al cénit de su crecimiento y expansión a raiz de su participación en las dos guerras mundiales, que situaron su máquina productiva en máximos históricos, con una participación excepcional de las mujeres en el mundo laboral.

Cuando ambas conflagraciones concluyeron, el país, que inicialmente había vacilado en participar, resultó el auténtico beneficiario de las brutales masacres. A diferencia del resto de los contendientes la devastación no le había alcanzado. Sus infraestructuras estaban intactas y su economía lista para seguir creciendo sobre la destrucción generada. El imperio estadounidense brillaba sobre todo el planeta y sólo tenía un competidor político: la Unión Soviética, que económicamente se hallaba en una situación mucho peor y a la que la implicación en la carrera de armamentos y en la espacial, unida a una gestión muy torpe a nivel de política económica acabarían por hundir en las cuatro décadas siguientes.

No hay regla sin excepción y hay guerras que se pagan caras, aunque no se participe en ellas directamente. Basta con apoyar a uno de los contendientes. Eso fue lo que sucedió en el conflicto bélico conocido como del Yom Kippur (día de la expiación, fiesta sagrada judía), cuando Egipto y Siria -los grandes perdedores, despojados y humillados de la guerra de los Seis Días (1.967)- atacaron por sorpresa a Israel. La sorpresa fue genuina porque la inteligencia judía descartaba un ataque en coincidencia con el Ramadán musulmán. Y el resultado, tras apenas veinte días de choques armados, fue el previsible: la derrota de los atacantes, con el apoyo evidente de Estados Unidos y la solidaridad de gran parte de las democracias occidentales.

Lo que siguió a la derrota de los islámicos fue una guerra económica con el principal recurso a su alcance como arma: el petróleo. Los países árabes exportadores acordaron no vender su oro negro a Estados Unidos y al resto de los países 'pro-sionistas'. La esperanza de poder contar con el suministro del resto de los países de la OPEP se vio frustrada ante la decisión de éstos de aprovechar la circunstancia para subir el precio del petróleo hasta un nivel menos 'ridículo' que el vigente, impuesto por 'Las siete hermanas', multinacionales -en su mayor parte estadonunidenses- que actuaban coordinadamente como 'cartel'.

Aunque obviamente el cambio afectó a todo el mundo, especialmente para Estados Unidos el aumento extraordinario de los precios del petróleo supuso un golpe mortal, dado que se inscribió en un cuadro caótico previo que va desde un serio 'crash' brusátil, que se extiende de enero de 1973 a diciembre de 1974, hasta una inflación descontrolada, y está marcado a fuego en lo político por el 'caso Watergate', fiasco traumático de las 'virtudes democráticas' que, según una tradición tan falsa como legendaria, adornan a la 'tierra de los libres'. La nación del 'easy money' y de las oportunidades despierta abruptamente de su sueño y se estremece ante un panorama en el que su prosperidad ya no está convenientemente garantizada.

Previamente, en 1.971, Estados Unidos había abandonado el compromiso de Bretton Woods, que convertía al dólar en moneda de referencia internacional y la vinculaba al patrón oro, y había puesto la divisa en flotación, decisión rápidamente seguida por el resto de las monedas. El fin de Bretton Woods sólo era el principio de una revisión radical del paradigma keynesiano y de los principios del 'New Deal'. De la mano de la crisis del petróleo y de sus devastadoras consecuencias económicas regresa y se fortalece el discurso ultraliberal.

La derrota de Keynes y sus teorías intervencionistas, que Von Hayek no pudo consumar en su agrio debate de los años 50, llegará de la mano de Milton Friedman, mejor comunicador que economista, que vende precisamente el discurso que los dueños del dinero insisten en promocionar. En el horizonte ya se perfilan las figuras del actor Ronald Reagan y de la 'dama de hierro' Margaret Thatcher.

La era de los charlatanes está a punto de empezar.

Imagen: John Maynard Keynes.

Continuará.

21 octubre, 2008

Refundar la democracia (IV)

Dejadme emitir y controlar el dinero y no me importará quién haga las leyes.
Mayer Amschel Rothschild (1744-1812)


La profética afirmación del fundador de la larga, próspera y legendaria dinastía de banqueros Rothschild -primera banca internacional de la historia- ilustra nítidamente el drama inaugural de la democracia, la raíz que la convertiría en su caricatura (la llamada 'democracia formal'), mucho más manejable que una auténtica democracia. La frase se cita expresamente en el documental 'El dinero como deuda', cuya visión insisto en recomendar a quienes sigan esta serie (está en la entrega II). En él se subraya y se explica que son los bancos quienes realmente crean el dinero (y lo controlan), en base a las deudas que con ellos contraen los ciudadanos, las corporaciones e incluso -paradójicamente- el propio Estado, que es quien materialmente lo acuña y emite. El sueño de Mayer Amschel Rothschild es una realidad. Y una pesadilla.

Cuatro siglos antes del nacimiento de Cristo, cuando la cultura judeo-cristiana que hoy impera en el mundo no podía ni presagiarse, un filósofo griego tenía muy claro lo que sería una auténtica democracia. Aristóteles, en 'La Política', establece que "en una democracia los pobres tendrán más poder que los ricos porque son más y la voluntad de la mayoría es suprema". He ahí enunciada, en síntesis, la utopia democrática, una forma de gobierno que ha llenado los sueños de innumerables generaciones a lo largo de la historia.

No hay dos utopías más antitéticas que la democrática y la capitalista. Eso es algo que los demócratas genuinos tienden a ignorar, pero no los financieros, que por sí o por potencia interpuesta abortan todo intento de gobierno del pueblo -o para el pueblo- allí donde se produce. Insistiré aún: asegurar el propósito de 'refundar el captalismo' desde el poder político 'democrático' de curso 'legal' no es otra cosa que un cínico sarcasmo propio de un mistificador oportunista como Nicolas Sarkozy.

Pero volvamos a los Rothschild y a su portentoso destino. Lo primero que aprendió el habilidoso fundador de la dinastía fue la conveniencia de acercarse al poder político. Su proximidad a Guillermo I, príncipe de Hessen-Kassel, uno de los aristócratas más ricos y uno de los prestamistas más importantes de Europa, le proporcionó conocimientos impagables y buenas oportunidades de negocio. Lo segundo que aprendió fue la importancia de disponer de información privilegiada, de la que disfrutó mediante el soborno del responsable de los correos, el príncipe de Thurn y Taxis (1). Cuando, a través de los cinco hijos varones de Mayer, la banca Rothschild se internacionalizó estableció un sistema de correo rápido y seguro, que servía no sólo para transportar dinero sino también información a mayor velocidad que el parsimonioso correo de la época (2).

Las guerras fueron el gran negocio de los Rothschild en una Europa en permamente conflicto y los hijos de Mayer (Amschel en Frankfurt, Salomón en Viena, Nathan en Londres, Kalmann en Nápoles y James en París) las financiaron sin reparar en el beneficiario. Mientras James prestaba dinero a Napoleón, Nathan financiaba la empresa bélica de Wellington, que combatía a aquél en España. La banca internacional no sólo no tiene patria, sino que también carece de debilidades políticas. Su única apuesta permanente es por al máximo beneficio y el máximo poder. Ese es su único credo.

La larga saga de los generalmente longevos Rothschild es el paradigma de la evolución del capitalismo financiero internacional y ha devenido casi una leyenda en la que resulta difícil discernir lo cierto de lo falso, dada la inclinación familiar al secreto (3). Hay quien estima que pese a mantener una apariencia sólida pero modesta, a través de pequeños bancos, son ellos quienes controlan el oro del mundo y que su mano se oculta tras instituciones financieras estadounidenses como Morgan, Rockefeller o Warburg, enriquecidos a raiz de la guerra de secesión americana (1861-1865). Siempre las guerras.

El conjunto de la banca vive un periodo de esplendor extraordinario en coincidencia con las aventuras coloniales europeas y la gran vitalidad y expansión de la economía de Estados Unidos, donde al final victorioso de la I guerra mundial sucede un periodo de extraordinaria euforia. Pero el 'crack' de 1929 no deja lugar a dudas de que algo está mal -muy mal- en un sistema económico basado en el crecimiento descontrolado y la especulación desbocada. Entonces, como ha ocurrido ahora, el índice bursátil había crecido hasta un nivel extraordinario e irreal justo antes de que se precipitara al abismo vertiginosamente (4).

La trágica consecuencia fue una prolongada depresión económica que afectó en mayor medida a los ciudadanos más modestos, en especial trabajadores y pequeños propietarios agrícolas. El Estado hubo de atajar la catástrofe y prevenir su repetición mediante un conjunto de medidas intervencionistas (el New Deal, patrocinado por Franklin D. Roosevelt). Posteriormente, en la Conferencia de Bretton Woods (1944), se sientan las bases del nuevo orden económico internacional, basado en el dólar, y apoyado en dos instituciones cuyo papel en la presente crisis está siendo muy cuestionado: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.

Los estados intervienen en la economía y, aunque no sin conflictos ni suspicacias, la confianza se restablece en gran medida. El poder financiero se da por satisfecho, pero ¿es preciso subrayar que sólo lo hace de modo provisional? Subrayémoslo entonces.

(1) Una anécdota revela la naturaleza de la relación de estos dos personajes: El príncipe de Thurn y Taxis visita a Rothschild y lo encuentra trabajando. "Tráigase una silla", le dice el banquero. "Soy el príncipe de Thurn y Taxis", responde ofendido el aristócrata. "Entonces traiga dos", le replica el banquero. Parece sacado de Groucho Marx, ¿verdad? Sin duda es humor judío, pero teñido en este caso de sarcástica arrogancia.
(2) Se cuenta que un agente de confianza de Nathan Rothschild, desplazado a la zona de Waterloo para seguir la batalla, reventó caballos y cruzó el canal a toda velocidad para llegar a la Bolsa de Londres un día antes de que se conocieran oficialmente las noticias de la derrota de Napoleón. Allí procedió a vender a toda prisa acciones de su patrón, lo que llevó a los presentes a la idea de que el derrotado había sido Wellington y a imitar su vértigo vendedor. Para Nathan fue un día inolvidable, pues sus agentes encubiertos compraron a la baja todas las acciones; las propias y las ajenas, que eran las que realmente interesaban.
(3) La más reciente aparición de un miembro de la saga ha sido, sin embargo, rutilante y significativa. Edmond de Rothschild se hizo en 2005 con la propiedad del diario francés Liberation, refugio hasta entonces de las ideas que tuvieron su hora en mayo del 68. El sarcasmo no puede ser más cruel.
(4) Sólo en 1954, 25 años después, las acciones recuperaron el valor que tenían inmediatamente antes del 'crack'.

Imagen: Mayer Amschel Rothschild, el fundador de la dinastía.

19 octubre, 2008

Refundar la democracia (III)


En un tiempo de engaño universal decir la verdad se convierte en un acto revolucionario.
George Orwell

Más allá de la obviedad de que la palabra democracia significa desde su origen "Gobierno (kratos) del pueblo (demos)" y que tal cosa no existe ni ha existido sobre la faz de la tierra (salvo circunstancialmente y en comunidades muy pequeñas) hay otra obviedad incuestionable: no se puede refundar lo que no existe más que como idea. El capitalismo y su hegemonía son un hecho, la democracia en cuyo nombre alguien dice querer 'refundar el capitalismo' es una ficción. Las falsas democracias que vivimos son la obra del poder económico y no al revés. Esa es la cuestión clave: la política carece de la autonomía y la legitimidad necesarias para esa tarea.

La 'democracia' que tenemos es la que conviene a los poderosos: una falsificación. Ciertamente, todas las consituciones 'democráticas' del mundo se refieren, para legitimarse, a la auténtica y desconocida democracia. Enumeran toda una serie de derechos y deberes ideales que las leyes posteriores -junto con las omisiones y abusos habituales- convierten en papel mojado.

Eso es lo que se llama 'democracia formal', algo que yo, sarcásticamente, acostumbro a calificar como 'democracia teatral', en la medida en que la representación política de los ciudadanos es suplantada por una escenificación (representación también, pero en un sentido muy diferente) destinada a mantener la ficción de que es el pueblo el que decide más allá de toda evidencia palpable.

Las sedicentes democracias que habitamos son el producto de un momento histórico crucial (segunda mitad del siglo XVIII) en el que la creciente consolidación de la clase burguesa -producto del auge de la industria, el comercio y la actividad financiera- exige el fin del absolutismo monárquico y de los privilegios políticos y económicos de una aristocracia putrefacta y parasitaria, que yugula su libertad para expresarse, actuar y enriquecerse.

La revolución francesa es el paradigma. Y no cabe negar que existía una intelectualidad burguesa honesta e idealista, que en gran medida ayudó a iluminar el país y el mundo con la luz de la razón y la libertad. Pero detrás y junto a ella latía, simplemente, el deseo de la nueva clase de tomar el poder, todo el poder. El hecho de que no mucho más tarde llegase Napoleón no es en absoluto contradictorio, sino coherente con los planteamientos burgueses.

La tendencia jacobina que se impone en un momento dado del convulso proceso revolucionario es radicalmente contraria a los intereses de la nueva clase en expansión. El establecimiento de precios máximos para los productos de primera necesidad y la nacionalización de algunas industrias le exasperan, mientras que la vigilancia y presión que los jacobinos ejercen sobre los diputados conservadores para que no se altere el espíritu revolucionario original frustra sus propósitos. El caos se instala y da aliento a los partidarios del antiguo régimen absolutista, pero también a quienes quieren ir más allá, hacia el socialismo (Babeuf).

Paradójicamente, Napoleón Bonaparte, el general corso que pone orden, se autocorona emperador tras haber pasado por el Directorio y el Consulado de la república. Su ambición territorial y su talento militar poseen la virtud de catalizar el ánimo de todos los franceses y congelar la ebullición política precedente. Él, además, tiene la habilidad de mantener en lo esencial la letra de algunas de las conquistas del periodo revolucionario: la igualdad de todos ante la ley, la negativa de los privilegios clericales, la libertad de expresión y las libertades individuales.

Irónico, pero cierto. De la mano de un emperador pequeño burgués, la gran burguesía francesa ahuyenta sus fantasmas, se consolida y se enriquece.

¿Y la democracia? Puede esperar. Aquella democracia que el jacobino Maximilien Robespierre había enunciado en términos de "es un estado en el que el pueblo soberano, quiado por unas leyes que son obra suya, hace por sí mismo todo lo que puede hacer, y mediante delegados todo lo que no puede hacer por sí mismo" podía esperar. De hecho sigue haciéndolo dos siglos después y por las mismas razones.

Imagen: Jean-Jacques Rousseau

Continuará.


18 octubre, 2008

Refundar la democracia (II)

Antes de entrar en el meollo del tema creo necesario aportar algunos materiales que ilustran -del modo más ameno posible- hasta qué punto son indecentes y arriesgadas las prácticas financieras usuales y también en qué medida es gravísima la responsabilidad de los gobiernos en la crisis económica que está sacudiendo el mundo.

El primero es un impagable documental, 'El dinero como deuda', que explica, con claridad y capacidad de síntesis, lo que es actualmente el dinero, cómo nace (también por ende cómo escasea, tal que ahora con la crisis de liquidez) y hasta qué punto es una 'realidad' virtual. Los datos que aporta son de importancia esencial para comprender a fondo lo que está sucediendo. Deja claro, por otra parte, hasta qué punto 'la refundación del capitalismo' no es otra cosa que una gratuidad retórica de Sarkozy: un imposible absoluto sin un previo consenso político, que a estas alturas de la historia debería ser global.

El dinero es deuda



El segundo vídeo ilustra, con genuino humor negro británico, el intríngulis de las hipotecas 'subprime', ese tocomocho cuyo predecible fracaso inició la crisis generalizada de confianza que es la causa del terremoto económico que vivimos.




Finalmente, Leopoldo Abadía desarrolla en su blog la historia de la que, en honor a los beneficiarios (primeras víctimas en realidad) de las hipotecas 'subprime', denomina 'la crisis NINJA', a partir de las iniciales que definían su situación: No Income, No Job, no Assets (sin ingresos, sin trabajo, sin bienes). Para mayor comodidad, ofrece un PDF que puede leerse cómodamente offline o imprimirlo para mayor comodidad aún.(son 50 folios)

Sé que es bastante tarea, pero hay un fin de semana por delante y tenéis la oportunidad de disfrutar el derecho a estar informado (clave para ejercer responsablemente la ciudadanía), ese derecho que niegan los mass media en una conspiración de silencio que les califica mejor que cualquier adjetivo conocido. Ellos, como los gobiernos, comparten responsabilidades en esta debacle que parece imparable.

Continuará.

16 octubre, 2008

Refundar la democracia (I)

Anoche, mientras Nicolas Sarkozy anunciaba pomposamente el propósito comunitario de llevar a la conciencia del mundo -y más específicamente de EE UU- la necesidad de 'refundar' el capitalismo, el índice Dow Jones de la bolsa estaodunidense experimentaba su mayor caída en más de dos décadas. Ciertamente, los mercados bursátiles no son la medida de todas las cosas, pero el perfil 'psico-emocional' que delatan sí es el espejo exacto de una situación netamente patológica.



Las bolsas -todas- son el termómetro de la desconfianza desatada en un sistema económico basado esencialmente en la especulación. La consideración del 'cuadro médico' (*) del paciente (índice Fibonacci del Dow Jones) evidencia que está pasando de un euforia enloquecida a una depresión profunda.

Esa gráfica muestra un crecimiento sistemático desde 2003 hasta comienzos de 2008. El incremento roza los 6.000 puntos y a nadie se le oculta que no responde en absoluto a los índices de crecimiento de la economía real ni a expectativas razonables de que éste se produzca. Se trata de especulación pura y dura, un fenómeno que duda levemente cuando se produce el fiasco de las hipotecas 'subprime' para emprender a continuación una disparatada escalada, tanto más paradójica cuanto la crisis de liquidez era ya una evidencia.

Los mercados bursátiles nos muestran la cara más descarnada y repulsiva de ese capitalismo que Sarkozy dice querer 'refundar', como si el egoísmo, la codicia, el fraude y la falta de escrúpulos que imperan en la jungla desregulada fueran modificables mediante una delicada intervención en el genoma de la avaricia.

Hay un hecho que parece escapárseles a nuestro cínicos y desprejuiciados políticos, cómplices objetivos de la debacle que se está desarrollando: no se puede corregir la naturaleza antisocial del capitalismo sin proceder antes a una corrección más viable, lógica y urgente: refundar (auténticamente) la democracia.

Cuando los gobiernos representan en mayor medida los intereses de la minoría opulenta que los de los ciudadanos cuya voluntad secuestran; cuando la representación de la pluralidad social y política de los estados se reduce artificialmente a Gobierno y Oposición (con frecuencia intercambiables); cuando es el erario público el que acude masivamente en ayuda de un sistema financiero -que en muchos casos debería ser denunciable de oficio- a costa del bienestar social presente y futuro lo que hay que refundar es esa sedicente democracia.

De otro modo, tras algunos años o décadas volverá a ocurrir lo mismo que ahora sucede y volverán a pagar justos por pecadores. Estamos ante un fraude recurrente e intolerable.

(*) Índice no actualizado.

Continuará