24 octubre, 2008

Refundar la democracia (V)

Quienes insisten en afirmar que la política y la economía son y deben ser cosas ajenas e independientes entre sí para declarar, como consecuencia de ello, la soberanía del mercado, basada en su 'sabiduría' innata, están negando evidencias históricas mayores. En el capítulo anterior, aunque sin especial detenimiento, se ha aludido al papel decisivo que tuvieron las guerras -las napoleónicas en Europa y la de secesión en Estados Unidos- en el enriquecimiento de los míticos Rothschild o del no menos mítico JP Morgan.

Toda guerra es una decisión política. En ocasiones existe en su origen un móvil económico, pero no suele ser el principal. Para los financieros, en cualquier caso, lo normal es que sean un gran negocio, especialmente si patrocinan al vencedor. Estados Unidos llegó al cénit de su crecimiento y expansión a raiz de su participación en las dos guerras mundiales, que situaron su máquina productiva en máximos históricos, con una participación excepcional de las mujeres en el mundo laboral.

Cuando ambas conflagraciones concluyeron, el país, que inicialmente había vacilado en participar, resultó el auténtico beneficiario de las brutales masacres. A diferencia del resto de los contendientes la devastación no le había alcanzado. Sus infraestructuras estaban intactas y su economía lista para seguir creciendo sobre la destrucción generada. El imperio estadounidense brillaba sobre todo el planeta y sólo tenía un competidor político: la Unión Soviética, que económicamente se hallaba en una situación mucho peor y a la que la implicación en la carrera de armamentos y en la espacial, unida a una gestión muy torpe a nivel de política económica acabarían por hundir en las cuatro décadas siguientes.

No hay regla sin excepción y hay guerras que se pagan caras, aunque no se participe en ellas directamente. Basta con apoyar a uno de los contendientes. Eso fue lo que sucedió en el conflicto bélico conocido como del Yom Kippur (día de la expiación, fiesta sagrada judía), cuando Egipto y Siria -los grandes perdedores, despojados y humillados de la guerra de los Seis Días (1.967)- atacaron por sorpresa a Israel. La sorpresa fue genuina porque la inteligencia judía descartaba un ataque en coincidencia con el Ramadán musulmán. Y el resultado, tras apenas veinte días de choques armados, fue el previsible: la derrota de los atacantes, con el apoyo evidente de Estados Unidos y la solidaridad de gran parte de las democracias occidentales.

Lo que siguió a la derrota de los islámicos fue una guerra económica con el principal recurso a su alcance como arma: el petróleo. Los países árabes exportadores acordaron no vender su oro negro a Estados Unidos y al resto de los países 'pro-sionistas'. La esperanza de poder contar con el suministro del resto de los países de la OPEP se vio frustrada ante la decisión de éstos de aprovechar la circunstancia para subir el precio del petróleo hasta un nivel menos 'ridículo' que el vigente, impuesto por 'Las siete hermanas', multinacionales -en su mayor parte estadonunidenses- que actuaban coordinadamente como 'cartel'.

Aunque obviamente el cambio afectó a todo el mundo, especialmente para Estados Unidos el aumento extraordinario de los precios del petróleo supuso un golpe mortal, dado que se inscribió en un cuadro caótico previo que va desde un serio 'crash' brusátil, que se extiende de enero de 1973 a diciembre de 1974, hasta una inflación descontrolada, y está marcado a fuego en lo político por el 'caso Watergate', fiasco traumático de las 'virtudes democráticas' que, según una tradición tan falsa como legendaria, adornan a la 'tierra de los libres'. La nación del 'easy money' y de las oportunidades despierta abruptamente de su sueño y se estremece ante un panorama en el que su prosperidad ya no está convenientemente garantizada.

Previamente, en 1.971, Estados Unidos había abandonado el compromiso de Bretton Woods, que convertía al dólar en moneda de referencia internacional y la vinculaba al patrón oro, y había puesto la divisa en flotación, decisión rápidamente seguida por el resto de las monedas. El fin de Bretton Woods sólo era el principio de una revisión radical del paradigma keynesiano y de los principios del 'New Deal'. De la mano de la crisis del petróleo y de sus devastadoras consecuencias económicas regresa y se fortalece el discurso ultraliberal.

La derrota de Keynes y sus teorías intervencionistas, que Von Hayek no pudo consumar en su agrio debate de los años 50, llegará de la mano de Milton Friedman, mejor comunicador que economista, que vende precisamente el discurso que los dueños del dinero insisten en promocionar. En el horizonte ya se perfilan las figuras del actor Ronald Reagan y de la 'dama de hierro' Margaret Thatcher.

La era de los charlatanes está a punto de empezar.

Imagen: John Maynard Keynes.

Continuará.

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