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12 agosto, 2009

La crisis no es sólo económica (y IV)

El neoliberalismo darwinista impera sin apenas oposición en lo económico, pero no tanto -por ahora- en lo político. Incluso en ciertas opciones de derecha (de centro-derecha especialmente) disgusta e inquieta la prepotencia del poder económico y la conciencia de impunidad que prevalece en su filosofía.

La actual crisis ha puesto de manifiesto con mayor nitidez que nunca la absoluta indiferencia del capital financiero respecto a las consecuencias sociales y políticas de sus actos. Egoísmo, irresponsabilidad e insolidaridad son las palabras que mejor definen la postura de los poderosos de las finanzas antes y durante la crisis. El hecho de que planeen pagar enormes emolumentos a sus ejecutivos, pese a la reducción de los beneficios y a la restricción del crédito que han puesto en práctica, evidencia de modo incuestionable su falta de escrúpulos.

Los gobiernos, conscientes de que es el gran capital quien tiene la clave de la reactivación económica, se declaran tácitamente impotentes para someterlo a control y mucho más para plantear que su actividad tenga una dimensión más social. Todo lo que creen poder hacer es intentar, con escaso éxito hasta la fecha, estimular o desestimular determinadas actividades. Y por supuesto, tender una red de seguridad, tejida de inyecciones de dinero y regalías fiscales, bajo los funambulistas más aventureros.

Esta crisis está siendo para los poderosos la prueba de carga de la estructura sociopolítica vigente. Y están satisfechísimos porque, frente a los augurios caóticos, resiste. Los estados cooperan, aún contraviniendo los principios ultraliberales del darwinismo social que sostienen como sagrados los beneficiarios de dicha cooperación. Los sindicatos, sabedores de su disminuida representatividad, dan una muestra definitiva de su ineficacia, moderando hasta lo ridículo su discurso y centrando sus demandas en la obvia defensa del empleo, a sabiendas de que sólo pueden esperar el apoyo del Gobierno, no en absoluto el de la patronal.

En el terreno de la izquierda política, si exceptuamos a los partidos de raíz marxista, muy minoritarios, el discurso político ante la crisis es prácticamente inexistente. En la otrora poderosa socialdemocracia no sólo no surgen críticas de fondo ante la catástrofe económica generada por la codicia criminal, sino que ni siquiera hay análisis dignos de mención si exceptuamos el realizado por el casi octogenario Michel Rocard en un artículo publicado por ‘Le Monde’ a raíz de las elecciones europeas.

Rocard, ex primer ministro bajo Mitterrand y ex secretario general del PSF, realiza un lúcido repaso a los orígenes y el desarrollo de la crisis económica para centrarse finalmente en una variable político-económica raramente mencionada y que marca profundamente las últimas décadas: la connivencia de las clases medias con la economía especulativa. Ese cambio, que se plasma en el hecho de que extensos grupos sociales confíen más en la inversión gananciosa en los mercados bursátiles que en los rendimientos de su propio trabajo, es crucial desde el punto de vista de Rocard. El enorme potencial humano de equilibrio y progreso que han constituido tradicionalmente las clases medias se ha hecho conservador y ultraliberal, lo que dificulta radicalmente el apoyo a cualquier fórmula que intente atajar la crisis en profundidad.

“La socialdemocracia –escribe Rocard- explica desde hace medio siglo que los mercados no son autorregulables, que es preciso regular economía y finanza y luchar fiscalmente contra las desigualdades. Los hechos, y esta crisis, le dan la razón trágicamente. Y sin embargo acaba de perder en todas partes las elecciones, masivamente. Votando conservador, por las fuerzas que nos han conducido a la crisis, los electores han mostrado su adhesión al modelo del capitalismo financiero. El resultado apenas permite esperar un tratamiento político serio de la actual anemia económica. ¿Cuántas crisis serán precisas para convencer a los pueblos? En cualquier caso, el mecanismo de su repetición parece desencadenado”.

Se puede decir más alto, pero no más claro. Resulta difícil creer que los partidos socialistas europeos querrían o podrían poner en marcha políticas de control y regulación económica si tuvieran el poder. Y ello no sólo por falta de voluntad, sino porque, más allá y más acá de la defección de las clases medias, la gran variable histórica viene dada por la globalización, que impide u obstruye la aplicación de ‘soluciones nacionales’, condenando sobre todas las cosas dos: el proteccionismo y el intervencionismo.

He ahí, esquemáticamente, la tragedia. Los ciudadanos de todo el mundo estamos a merced de un sistema que actúa, a nivel global, con total libertad e impunidad; que se inhibe de las consecuencias sociales y políticas de sus actividades –frecuentemente delincuenciales-; que sólo cree en el máximo beneficio y en la ley del más fuerte y que sólo rinde cuentas ante la junta de accionistas.

Nunca ha existido nada tan parecido a un Gobierno Mundial en la sombra y nunca la civilización judeocristiana se ha mostrado tan estéril en la generación de respuestas o alternativas. Estamos bajo el imperio del ‘darwinismo’ social, económico y político y el mundo se parece cada vez más a la pesadilla que H. G. Wells describe en ‘La máquina del tiempo’: ingenuos Eloi viven una existencia pacífica y aparentemente feliz ignorando el acecho nocturno de los siniestros Morlock hasta que cae la noche.

La antiutopía ya está aquí.
Foto: Michel Rocard.

22 julio, 2009

La crisis no es sólo económica (II)

El fin de las ideologías e incluso el fin de la historia en su dimensión dialéctica han sido adelantados con infundada precocidad por 'pensadores' estadounidenses. El sociólogo Daniel Bell enunció nada menos que en 1960 el fin de las ideologías. Lo hizo a la vista de los signos que se registraban en la sociedad estadounidense, que nunca fue precisamente un ejemplo de ideologización, en el sentido de que todo debate político era sustituido por la enunciación de metas pragmáticas y que estas se limitaban al orden material, en forma de crecimiento y bienestar.

La polémica y la desautorización no se hicieron esperar, aunque tal planteamiento tuvo mucho éxito en algunos lugares marginales, entre ellos España, donde el ensayista y ministro.de Obras Públicas Gonzalo Fernández de la Mora se erigió durante algunos años en el tótem teórico del régimen franquista a través de la adaptación que hizo de las tesis de Bell bajo el título 'El crepúsculo de las ideologías' (1965). La teoría fúnebre sobre las ideologías, que tanto odiaban el dictador y quienes le rodeaban, le venía a la dictadura como anillo al dedo. El franquismo aparecía, desde ese punto de vista sesgado, como el colmo de la modernidad política y Franco era el profeta y precursor providencial que había salvado al país de la debacle ideológica.

Bell pasó prontamente al olvido, bajo el peso de las evidencias que aportaron en sentido contrario las luchas por los derechos civiles, los movimientos de contestación a la guerra de Vietnam y la sublevación universitaria de la mano de la juventud del 'baby boom' en su propio país. En Europa, el mayo francés, las protestas antimilitaristas y antinucleares en Alemania y Gran Bretaña y la hiperpolitización italiana fueron un mentís no menos contundente a la teoría.

Ciertamente, como decía Bell, las corrientes ideológicas covencionales estaban perdiendo capacidad de movilización, pero eran sustituidas por formas de rechazo de la realidad más radicales y con una inquietante capacidad de autoorganización, creatividad y virulencia.

Cuando a finales de los 80 el mundo del 'socialismo real' (impropiamente calificado como comunista) se derrumba como un castillo de naipes bajo el peso de sus propios errores y de un estancamiento económico extraordinario, otro estadounidense, Francis Fukuyama, ex asesor de Reagan, se precipita a anunciar el fin de la historia, o, lo que es lo mismo, el triunfo irreversible de la democracia liberal frente a todas las alternativas que se le habían opuesto históricamente. A partir de ahí, en teoría, el mundo estaba abocado a una era de tranquilidad y florecimiento económico sin precedentes.

La realidad se encargó bien pronto de desmentir a Fukuyama, del mismo modo que antes lo hizo con Bell. La visceral explosión del fundamentalismo islámico, la ebullición de los pequeños nacionalismos que fragmentaron a Europa aún más de lo que estaba o la emergencia de 'soluciones' social-populistas en América Latina no deja lugar a dudas acerca de la magnitud del error. Eso, por no hablar de la peculiar 'reconversión' de China, que merecería un capítulo aparte.

A Occidente le pierde su pueril convicción de que es el centro y el motor del mundo, su tendencia a trasladar todas las realidades a la escala de las suyas propias y la voluntad de contagiar a todas las culturas del planeta con su 'perfección' liberal-democrática, que no resiste el más mínimo examen, como lo prueba la presente crisis en lo económico y la pauperización del sufragio universal en lo político.

En definitiva, los diagnósticos de Bell y Fukuyama sólo tienen validez -y ésta es parcial- en Occidente y ello, lejos de constituir un signo positivo, conlleva un diagnóstico muy negativo de la cultura occidental, tanto más cuanto todo se mueve y es contemplado ya en un contexto global, planetario.

No puede ejercer como guía universal, por grandes que sean su empeño y su poder, quien atraviesa una crisis de esterilidad intelectual, ideológica y moral tan grave como la que se detecta en el mundo occidental. Especialmente si se tiene en cuenta que dicha crisis es en gran medida artificial, pues parte del silenciamiento deliberado de quienes podrían protagonizar la contestación y la disidencia, y que tal censura -de neta raiz antidemocrática- ya no es practicada por los estados -salvo excepciones puntuales- sino por los grandes complejos multimediáticos que sirven acríticamente a la máquinaria económica, de la que ya forman parte esencial.

Al enterrar virtualmente a las ideologías y a la historia, al primar los intereses del poder económico sobre los de los ciudadanos y al condenar al silencio a toda voz discordante el sistema pone de manifiesto su propia decadencia, su debilidad. La crisis no es sólo económica, no. Su profundidad es mucho mayor y más grave porque su auténtico carácter, previo al caos creado por la avaricia de las minorías, es cultural, moral y político.

Occidente no tiene nada que ofrecer al mundo para fundamentar su voluntad de liderazgo. A partir de una profunda crisis de identidad y de una decadencia no asumidas; en base a la propuesta de principios y valores en los que no se cree y que no se practican ni siquiera a nivel doméstico, no se puede cimentar ningún sueño, ninguna esperanza digna de ser propuesta a todos.

Si no se rectifica -y es harto improbable que se haga-, estaremos en el principio del fin, suponiendo que no nos encontremos ya ahí.

Continuará.

Foto: Francis Fukuyama, autor de 'El fin de la historia y el último hombre'.

19 julio, 2009

La crisis no es sólo económica (I)

La economía no es una ciencia; la sociología, tampoco; la filosofía, aún menos. Ninguna de tales disciplinas ha podido establecer nunca leyes de validez universal basadas en pruebas incontestables. La razón es simple: las dos primeras tratan de realidades vinculadas al imprevisible y supuestamente errático comportamiento humano, basado en percepciones e intereses subjetivos. La filosofía, por su parte, intenta establecer leyes y verdades sin los instrumentos precisos para su demostrabilidad. El conocimiento empírico y la herencia cultural conforman generalmente el laberinto filosófico, que ha generado millones de páginas a la mayor gloria de la impotencia intelectual.

Con frecuencia las tres frágiles disciplinas se asocian para intentar generar una concepción general del mundo, del hombre y de la historia cuya síntesis deviene ideología. Su fundamento es básicamente voluntarista y su aspiración es llegar a legitimarse 'científicamente' en la práctica a través de su aplicación política. Sin embargo la acción política, descrita como "el arte de lo posible", es la consecuencia última de un pragmatismo nada objetivo en la medida en que se basa en la conciliación de contrarios y en la mera voluntad.

Cuando Adam Smith trata de establecer su idea-motor en el sentido de que la economía se rige por un supuesto orden natural que tiende a su propio bien y por ende al de todos hace un hallazgo crucial para su justificación que denomina "la mano invisible" (¿Dios acaso?). Cuando la sociología tropieza con algo que no cuadra en sus planteamientos lo denomina 'serendipia', termino que se puede traducir como 'azar', pura chiripa. En cuanto a la filosofía, cabría hablar de su autodestrucción por reducción al absurdo, fragmentada en decenas de escuelas entre lo 'post' y lo 'neo', que más que hacer afirmaciones aventuran hipótesis y propuestas. Postmodernidad, pensamiento único o pensamiento débil son algunos de sus deleznables frutos más recientes.

El sofisma ha sustituido al silogismo; la improvisación y el fragmentarismo secuestran el lugar que antes ocupaba el discurso lógico y orgánico; el axioma (verdad supuestamente evidente que no precisa demostración) impera sobre la duda metódica. En la medida en que al liberalismo económico y a la democracia formal les falta ahora su opuesto tradicional, el materialismo dialéctico (base del llamado comunismo), ya no hace falta tener razón o fingir tenerla. Basta con disponer de los medios precisos para que el discurso del poder se extienda como única alternativa. Y el poder (me refiero al económico, fáctico por excelencia) monopoliza esos medios en nuestras sociedades hasta el punto de convertir todo discurso alternativo en una anédota que roza la inexistencia.

La grave crisis económica que está barriendo el mundo ha puesto en evidencia, mucho más allá de lo esperado y esperable, la inanidad filosófica, moral e ideológica de la cultura hasta ahora denominada judeo-cristiana, sostenedora teóricamente de valores humanos y de principios que en realidad no defiende, nunca ha defendido a la hora de la verdad. El discurso ultraliberal, de cuya falacia la propia crisis es la mayor y más incontestable evidencia, se mantiene impune y arrogante en todas las tribunas y rige en gran medida la economía mientras los gobiernos, con fondos públicos y generando deficits hipotecadores del futuro, intentan -inútilmente hasta ahora- sellar las vías de agua generadas por la irresponsabilidad de los defensores de la autorregulación mágica del mercado, de la providencial "mano invisible" que finalmente resulta ser el Estado o, lo que es lo mismo, el conjunto de los ciudadanos, víctimas por partida doble de la avaricia de unos y de la inibición de otros.

Históricamente estamos ante la mayor evidencia de fracaso del liberalismo económico. Políticamente y socialmente, por cruel paradoja, nos hallamos también ante la mayor demostración de impotencia que se recuerde. Los defraudados e inermes ciudadanos se sienten indefensos mientras los gestores del sistema no arriesgan una fecha para la superación de la crisis pero piden la reducción a la nada de los derechos sociolaborales conquistados con sangre, sudor y lágrimas por tantas generaciones.

Los señores, confiados en la domesticación 'irreversible' de las masas de la mano de un crecimiento demográfico bajo cero, no sólo están liquidando todo rastro de la sociedad del bienestar sino que también ponen en peligro, sin escrúpulo alguno, la paz social.

Si esta crisis sigue prolongándose y profundizándose podríamos volver a las convulsiones sociales de los años 30, que siguieron, como las llamas a la chispa, al primer precedente serio de esta crisis sistémica: el crack del 29. ¿Quién quiere tal pesadilla? ¿Es esto una conspiración o simplemente una conjura circunstancial de necios?

Ilustración: Adam Smith.

Continuará.

23 junio, 2009

La 'deconstrucción' europea (III): "Dieu et mon droit" (*)

Desde su tardío ingreso en la Comunidad, en 1973, Reino Unido ha sido una piedra en el zapato de la organización. Inicialmente había promovido y liderado como alternativa a la CEE una EFTA (Asociación Europea de Libre Comercio) que resultó irrelevante. Cuando en 1961 solicitó su ingreso, el presidente francés Charles De Gaulle, que había sufrido en carne propia el flemático cinismo británico cuando se hallaba exilado en Londres y representaba a la Francia libre, vetó su petición. Sólo cuando el orgulloso y lúcido militar galo se retiró la CEE pudo acusar recibo de la solicitud.

Del 'magnífico aislamiento' a la 'Entente Cordiale', Gran Bretaña ha estado pendiente, de modo constante, de la situación en el continente; vigilante, desconfiada, siempre lista para intervenir ante cualquier amenaza real o imaginaria, primero ante el imperio español, luego contra el expansionismo de Napoleón, más tarde frente al III Reich. En lógico paralelismo, siempre ha sido contemplada con recelo desde el continente, donde nadie ignoraba su extraordinario poder y donde, más recientemente, la arrogante isla es vista con frecuencia como una especie de caballo de Troya de EE UU.

Reino Unido, que no ha asumido el euro y cuyos polìticos coexisten con el 'euroescepticismo' ciudadano sin problemas, alimentándolo de modo inconsciente o deliberado, activó de nuevo la piedra en el zapato europeo durante la reciente reunión de jefes de estado y de Gobierno. Lo hizo, además, en un tema de importancia crucial en el contexto de la crisis económica, retrasando con ello la decisión sobre el nuevo modelo de supervisión del sistema financiero europeo, que deberá ser ahora discutido por los ministros de Economía.

El aspecto supranacional de los nuevos órganos de vigilancia para el sector bancario, las bolsas y los seguros es rechazado por los británicos, pese a que la 'interferencia' se limitaría a los casos en que existan discrepancias entre órganos reguladores nacionales. Con potestad, asimismo, para dirimir situaciones en las que estén implicadas las multinacionales europeas.

Reino Unido rechaza que Bruselas se arrogue competencias sobre cuestiones financieras nacionales, especialmente si una de las consecuencias fuera, como se prevé, la obligación de contribuir a reflotar con dinero del contribuyente isleño a entidades financieras "extranjeras" (continentales) con problemas. Nada nuevo. Los británicos están en la Unión para obtener de ella todo el beneficio posible, no para sacar las castañas del fuego a nadie. Cuando se trata de solidaridad, la isla vuelve a la suya de siempre: que cada palo aguante su vela.

Como consecuencia, se retrasa la toma de decisiones cuando EE UU ha presentado ya su plan, recibido por los media como "una revolución inédita" y que, como veremos en otro momento, no es para tanto. Ni mucho menos. Y ese es el mayor de los riesgos que la Unión Europea afronta en estos momentos: que después de tanto hablar sobre la forma de impedir que se reproduzca el caos económico en que ahora nos hallamos por el abuso de unos y la falta de control de otros las cosas queden, en lo esencial, como estaban.

La urgencia para los gobiernos es devolver la confianza a los mercados y a sus actores principales para que el dinero se ponga de nuevo a trabajar. Entre esa necesidad y la de tranquilizar a los ciudadanos sobre el futuro que les espera está claro cuál es la prioridad. Ni Estados Unidos ni Gran Bretaña, firmes defensores hasta ahora del liberalismo económico más rancio e irresponsable, dan muestras de querer introducir reformas sistémicas que no sean del gusto de los poderosos. Mantener la confianza en que se produzca una reforma radical del sistema (la 'refundación del capitalismo' que proponía el grandilocuente Sarkozy) es totalmente ilusorio.

Ni siquiera la propia UE está segura del alcance que deben tener los órganos de vigilancia. Prueba de ello es que se pretende poner al frente, en la cúspide de esa estructura nueva, al presidente del BCE, Jean-Claude Trichet, que compatibilizaría ambas responsabilidades. De ello sólo cabe deducir que, ni siquiera en sus momentos fundacionales, se pretende dar a esa estructura 'salvadora' la jerarquía que cualquiera esperaría que se le atribuyera.

"Algo debe cambiar para que todo siga igual". La cínica observación del príncipe de Salina en 'El gatopardo' es, sin duda, la guía para esa cohorte de Tartufos postmodernos que puebla la política europea.

P. S. (24-6-2009): Apenas unas horas después de concluir este post el Partido Conservador británico anuncia su propósito de separarse del PPE en la Eurocámara y formar grupo parlamentario propio junto a representantes de ocho países. Entre la distinguida compañía que la gente de Cameron se dará se hallan los eurodiputados del partido Ley y Justicia del polaco Kaczysnki y los del checo Democracia Cívica, de Topolanek.

Este movimiento táctico que marca distancias con el grupo más fuerte del Parlamento Europeo y con el eje francoalemán ha causado sorpresa en Bruselas, pero no tanta como inquietud ante la evidencia de que Reino Unido controlará el cuarto grupo político más numeroso de la Cámara y también uno de los más imprevisibles e indefinibles.

Más madera para la 'deconstrucción' europea.


(*) "Dios y mi derecho", lema que figura (en francés) en el Real Escudo de Armas de Reino Unido.

Continuará.


18 junio, 2009

La 'deconstrucción' europea (I): ¿Dónde está la izquierda?

Probablemente sobre los resultados de la pasadas elecciones europeas se han hecho ya todos los análisis que cabía esperar, especialmente en lo que respecta a la tradicional lectura partidista de los datos. El nuevo récord de absentismo ante las urnas no ha merecido, a los ojos de los analistas, ninguna consideración especial. Comicios europeos y abstención son ya, desgraciadamente, conceptos casi sinónimos. El hecho de que la indiferencia crezca se estima -interesadamente- como algo coyuntural, cuando no anecdótico.

Con la misma frivolidad se renuncia a hacer una prospectiva a la luz de las nuevas evidencias. La pregunta "a dónde va Europa" y la inquietud por el rumbo que está tomando lo que se denomina "la construcción europea" están ausentes en los medios de comunicación y no hay nada más revelador que esa ausencia, que no es en absoluto casual.

En ciertos países europeos, entre los que se hayan algunos de los socios más recientes de la UE, toda consulta que no alcanza el 50% de participación es declarada nula. ¿Exceso de escrúpulo o lógica demográficamente democrática? Sobre esta cuestión tal vez haya tantas matizaciones como opinantes, pero es un hecho cada vez más 'normal' e inquietante que el llamado sufragio universal está dejando de serlo, o, lo que es lo mismo, que la democracia está perdiendo credibilidad hasta el límite de 'virtualizarse', ya que su principal instrumento de legitimación (el voto) no alcanza un 'quorum' suficiente. Este es un hecho que no puede ser despachado frívolamente. Es significativo y merece ser estudiado.

El mero análisis partidista de los resultados de las pasadas elecciones europeas nos muestra un espectro ideológico europeo en el que es abrumadoramente hegemónica la derecha en sus más diversas e incluso variopintas versiones, desde el PPE, supuesto centro derecha democristiano, hasta la ultraderecha más rancia y xenófoba, pariente frecuentemente indisimulado del fascismo, pasando por los 'liberales' postmodernos y los populistas teóricamente ambiguos pero prácticamente ultraconservadores y demagógicos.

La socialdemocracia 'light' se bate en retirada y lo que podríamos llamar 'izquierda real' limita su presencia a lo meramente simbólico. Parece paradójico que esto suceda en medio de una crisis económica global sin precedentes. Tradicionalmente los ciudadanos se han dado gobiernos de izquierda (valga la expresión convencional) en las situaciones de crisis económica, hasta el punto de que llegó a ser asumido como algo 'de libro' que la izquierda está para gestionar las crisis, dada su mayor sensibilidad ante las implicaciones sociales, mientras que es misión de la derecha gestionar la prosperidad en favor y con la colaboración del capital.

El problema parece ser que, ante las dimensiones de la actual crisis económica, pocos creen que la izquierda 'irreal' pueda hacer alguna contribución útil para reducir sus efectos y aún menos para su superación. Los gobiernos, los economistas, los industriales y financieros, con la ayuda de los medios de comunicación social, han llevado a los ciudadanos a la convicción de que no se puede tomar otra actitud que la que cabe ante una sucesión de fenómenos sísmicos o de huracanes: esperar, protegerse (cada cual como pueda, si puede) y rezar.

No cabía esperar, dados los precedentes, que los partidos socialdemócratas o sus gobiernos allá donde los hay (España, por ejemplo) tomasen la crisis global como punto de apoyo para formular una crítica radical a un sistema económico abusivo hasta lo delincuente, irresponsable y fracasado. Del mismo modo que no cabe cuestionar la democracia, por muy irreal que se esté tornando, es totalmente descartable que alguien comprometido con el sistema señale al capitalismo como responsable criminal del 'crash' sistémico y exija su sustitución. El capitalismo liberal y la democracia formal son padre e hija y la hija es ciegamente sumisa al padre.

El panorama político que han dejado esta elecciones invita a preguntarse si es la construcción europea hacia lo que caminamos o la meta es la 'deconstrucción'. El mapa político de la UE que queda tras estos comicios se parece demasiado a la Italia de Berlusconi, un modelo cuya generalización es absolutamente indeseable.

Continuará.

19 mayo, 2009

Por la vigilancia del mercado

El pasado miércoles, 13 de mayo, la Comisión Europea impuso una multa de 1.000 millones de euros a Intel, la poderosa empresa estadounidense fabricante de procesadores que durante décadas ha dominado el mercado de los ordenadores asociando su progreso al de los sistemas operativos de Microsoft. Concluía así un dilatado proceso de nueve años que tiene su origen en el contencioso planteado por la competencia del gigante, AMD (Advanced Micro Devices), por abuso de posición dominante. La multa es considerable, la mayor impuesta hasta ahora por la Comisión Europea, pero quien debe pagarla ha amortizado más que sobradamente esa cantidad a lo largo de los nueve años transcurridos, convirtiendo el coste que supone la sanción en irrisorio.

Las prácticas monopolísticas de Intel consistían fundamentalmente en la oferta de fuertes descuentos a los fabricantes de material informático más relevantes. Y el objetivo está meridianamente claro: sacar del camino a su competidor, aún a costa de reducir sensiblemente los propios beneficios. Nada nuevo, por cierto. La práctica del 'dumping', teóricamente prohibida y condenada en todo el mundo, es sumamente frecuente, aunque raramente alcanza los niveles y la transcendencia que se registran en el floreciente mercado informático. Ya en 2004 Bruselas había impuesto al gigante del software Microsoft una primera multa de 497 millones, seguida en 2007 por otra de 280. Para la empresa del 'filantrópico' Bill Gates el abuso es algo más que una práctica frecuente; constituye toda una filosofía.

El capital tiende por naturaleza al monopolio, previa eliminación de toda competencia, y ese impulso debe ser férreamento vigilado y corregido por los estados si pretenden -y deberían hacerlo- defender los intereses de los ciudadanos en tanto que consumidores y, asimismo, garantizar su propia independencia frente al creciente poder de las grandes corporaciones multinacionales. El problema principal reside en la globalización de la economía. Resulta inútil que un solo país (o sólo la UE) mantenga firmes posturas antimonopolísticas si otros son cómplices de quienes abusan por sistema de su posición de dominio en un determinado mercado.

Durante los últimos años, regidos por la bajo tantos puntos de vista abyecta administración Bush, Estados Unidos ha ignorado sistemáticamente las maniobras sucias de sus grandes corporaciones y trusts y ello ha redundado en un imprudente aumento del nivel de indefensión de los consumidores y también, en muchos casos, de las empresas de segundo nivel, cuya emergencia se ha visto frecuentemente frustrada. Ahora parece que Obama quiere poner fin al imperio de la ley de la selva. El pasado día 11 su ministerio de Justicia ha derogado el documento que regía la normativa sobre competencia durante la 'era Bush', concebido precisamente para dificultar la posibilidad de que el Gobierno se interfiriera.

Es un primer paso para poner orden y ofrecer unas garantías mínimas en un marco de incertidumbres que sobrepasa ampliamente las fronteras de Estados Unidos y que es de transcendecia crucial en el contexto de la profunda crisis económica que está sacudiendo las estructuras económicas en todo el mundo. El mito ultraliberal de la autorregulación o autocorrección de los mercados nunca se ha parecido más a un cuento para idiotas contado por depredadores sin escrupulos que ahora mismo. El castillo de naipes del crecimiento permanente se ha venido abajo justamente a causa de la culposa inhibición de quienes tienen la obligación de regular y corregir las consecuencias de la codicia enfermiza que padecen los grandes actores de esa conflagración permanente que tiene el mercado internacional como escenario.

Son muchos, por no decir todos, los sectores económicos que deben ser sometidos al escrutinio sistemático de los gobiernos. La banca, la energía o las telecomunicaciones, especialmente. Pero es de vital importancia frustar las fuertes tendencias monopolísticas que se registran en el expansivo sector informático (tanto en el software como en el hardware). La informática se ha instalado en el corazón del sistema y en la vida cotidiana de las gentes y a nadie se le ocultan los riesgos implícitos en la concentración de poder, que, en gran medida, ya es un hecho.

De no hacerlo así, se estará abriendo la puerta a las más indeseables utopías. Google, por ejemplo, tiene ya en sus manos un poder históricamente inédito y su voracidad es cualquier cosa menos tranquilizadora.

27 diciembre, 2008

La economía virtual (y IV): Cuando para la música

Advertencia. Quien no haya visto detenidamente el documental "El dinero es deuda" ( el dinero como deuda, en traducción literal) no va a entender gran cosa de lo que se argumenta a continuación o creera que está ante una serie de afirmaciones gratuitas. Por ello reitero encarecidamente su esclarecedora contemplación.

La revelación de que el dinero lo generan los bancos y de que su 'creación' se hace en base a las deudas que con ellos contraen los clientes privados, corporativos y públicos (gobiernos incluidos) seguramente es un revelación casi insoportable -por su falta de lógica- para cuantos hemos vivido en la ignorancia de esa realidad, que es en sí misma una amenaza permanente a la estabilidad económica y al bienestar general. El hecho de que el denominado sistema bancario de reserva fraccional haya permitido la creación de dinero con un ratio de nueve a uno -superado de modo considerable en los tiempos más recientes- nos dice, sin lugar a dudas, que la economía virtual lleva consigo la semilla del colapso y la ruina a plazo más o menos largo.

En el documental al que nos referimos alguien (A. Gause) compara el sistema de reserva fraccional con el juego de 'las sillas musicales', en el que mientras suena la música no hay perdedores. Así es, pero a una escala gigantesca y extraordinariamente injusta. En este juego de la economía virtual son miles de millones los danzantes y centenares las sillas. Éstas, además, están ocupadas en su mayoría, desde el principio del juego, por quienes ejecutan la música. Cuando la partitura llega a su fin, como ocurre en estos momentos, es el caos. En esos (estos) momentos es posible percibir que todos nos hallamos inmersos en un gigantesco fraude piramidal como víctimas de él, un fraude de escala planetaria que los gobiernos no han sabido o querido (sí han podido, sin embargo) prever y evitar.

El vídeo 'El dinero es deuda' nos señala el auténtico talón de Aquiles del 'esquema Ponzi' legal (que no legítimo) en vigor a escala global. Más allá del absurdo consistente en que el dinero que se crea sea deuda, es decir un futurible, una virtualidad, y también más allá del hecho de que si todas las deudas se pagasen en un momento dado el propio sistema se autodestruiría, hay algo que escapa a la virtualidad, una contigencia real y operativa en todo momento. Hablamos del gigantesco desfase que se crea a largo plazo entre el conjunto del dinero creado mediante la deuda y el conjunto del dinero debido (principal más intereses). El dinero de los intereses pertenece a la economía real, no lo crean los bancos a través de la deuda sino que procede de los salarios o beneficios de los deudores. Dado que su pago está dividido y aplazado y que su montante supera con mucho al de la deuda, la falta de liquidez monetaria en el conjunto del sistema está llamando permanentemente a la puerta.

Las señales de alarma no han faltado desde los años 80, expresadas mediante una sucesión de crashes sintomáticos que lejos de moderar la especulación la han acentuado. El gráfico siguiente es muy elocuente al respecto (pulsar para ampliar):


En este otro gráfico (pulsar para ampliar) es posible seguir con detalle la evolución del índice Dow Jones entre junio de 2007 (crisis de las subprime ) y octubre de 2008.




¿Cabe alguna explicación lógica para la escalada de 2.500 puntos que tiene lugar en poco más de un trimestre, entre el verano y el otoño de 2007? No, es un puro delirio. A no ser que... Sí, a no ser que quienes han estado poniendo la música, los dueños de la partitura, hayan decidido que es el momento de pararla. Ellos tienen la capacidad necesaria para orquestar un crescendo extraordinario como ese para realizar por última vez beneficios gigantescos y deshacerse con la mayor rapidez posible del papel sobrevalorado. A partir de ahí el índice se desploma prácticamente en vertical en el verano de 2008.

En una situación 'normal' e ideal (inexistente) las cotizaciones en bolsa de las acciones deberían estar directamente relacionadas con las ganancias de las empresas, o al menos con su previsión de beneficios, que a su vez condicionarían los de los inversores. Lejos de ser así, los mercados bursátiles no tienen más que una relación remota (virtual, una vez más) con la rentabilidad del capital productivo (o sea, con el valor real). La ley del valor está ausente de los mercados bursátiles y la diferencia entre los beneficios reales de las empresas y el valor teórico de las acciones ha llegado a alcanzar una dimensión de irrealidad inédita en toda la historia del capitalismo.

Esta crisis, a partir de los parámetros dados, era inevitable y su profundidad será tanto más grave y duradera cuanto más tarde en establecerse una relación más realista entre la economía real y la virtual. Dado que el caos financiero no ha terminado de extender sus secuelas al tejido productivo y al empleo es muy probable que nos hallemos ante una depresión de largo recorrido y consecuencias sociales y políticas muy azarosas.

Debemos revisar la idea de que nos hallamos ante una de las crisis cíclicas del capitalismo. El propio acortamiento de los cíclos críticos evidencia que esta es una crisis esencial del sistema, una evidencia incontestable de su insostenibilidad, que es permanente, no circunstancial. La idea del crecimiento constante y acelerado, en la que se basa el conjunto del sistema, es pura y simplemente suicida y la globalizacion acentúa los riesgos inherentes a la imposibilidad de controlarlo todo eficazmente -aunque algunos se digan capaces de hacerlo-, para el bien común, mediante la virtualización de la economía y las politiquillas monetaristas.

Es el trabajo, la producción lo que construye la auténtica riqueza, no la especulación, que la multiplica artificialmente hasta destruirla. Si nada se modifica, cuando la economía se reactive asistiremos a la evidencia de que el capital global se ha concentrado en menos manos aún de las que ya lo estaba y constataremos una acentuación dramática del principio tácito de que el enriquecimiento extraordinario de una ínfima minoría se fundamenta y alimenta en las carencias, en muchos casos esenciales, de una creciente mayoría. Dejaremos así, en algún momento, de situarnos pasivamente ante un fraude intolerable para hallarnos ante un 'casus belli' ineludible.

¿No basta ya de engaños? ¿No son suficientes las pesadillas?

21 diciembre, 2008

La economía virtual (III): Recapitulación



Tras casi una semana de involuntario silencio (1), retomo esta serie sobre la economía virtual con el propósito de que no sea tan larga como he llegado a temer. La razón es que buena parte de la argumentación que podría utilizar ya ha sido al menos indicada en las siete entregas de la serie 'Refundar la democracia', cuya relectura recomiendo a modo de recapitulación previa a algunas conclusiones no explicitadas en dicha serie.

En especial, la consideración (o reconsideración, si ese es el caso) del documental 'El dinero como deuda' es de importancia primordial para comprender el resto de esta serie sobre la economía virtual. La obra del excelente pintor y artista gráfico canadiense Paul Grignon es de tal transcendencia que ya tiene numerosas versiones en diversas lenguas, realizadas por espontáneos entusiastas, y está dando la vuelta al mundo.

El éxito de 'Money as debt' (web del autor) tiene una razón muy simple: por primera vez la teoría (y práctica) monetaria vigente, cuyo conocimiento en detalle, como el propio Grignon subraya, está vedado a la mayoría de la población mundial, es explicada en toda su cruel simplicidad. La virtualidad del dinero -la inexistencia material de la mayor parte de él- queda al descubierto. Algunos pueden pensar que el documental no es otra cosa que un bulo más de internet, pero no es así. Se trata de una información de la que todos debemos disponer para conocer a fondo el mundo en que vivimos y el origen de una fenomenología que, pese a parecer ajena y distante de nuestra vidas, las condiciona hasta más allá de lo tolerable.

'El dinero como deuda', con un planteamiento eminentemente didáctico y ameno, nos da pistas abundantes acerca del origen de la crisis económica que sacude al mundo y está produciendo día tras días indeseables secuelas sociales. El fraude a largo plazo está en la propia esencia de la economía virtual, en la medida en que parte de la idea utópica de un crecimiento permanente que se basa en el aumento, asimismo constante, de la deuda. Cuando colapsa el subyacente esquema Ponzi 'mejorado' los daminificados se cuentan por millones, ya lo sean por vía directa o por causa del desvío de fondos de los estados a fines no sólo impropios sino también escandalosamente contradictorios con la libertad de mercado que sus beneficiarios habituales siguen reclamando, incluso ahora, con inefable cinismo.

Foto: Paul Grignon

1) Nuevamente he sufrido un incomprensible siniestro informático. Mi ordenador Acer Aspire M3610, comprado en junio, se niega a arrancar. Afortunadamente está en garantía, aunque nunca sé si eso significa algo.


Continuará.

15 diciembre, 2008

Economía virtual (II): Madoff, por ejemplo


Bernard Madoff tiene una biografía de éxito típicamente americana, una historia de progreso personal construido desde la nada en la 'tierra de las oportunidades'. Según su propio relato, en 1960, con 22 años, inició su empresa, 'Bernard L. Madoff Investment Securities', con un capital de 5.000 dólares obtenido trabajando como socorrista e instalador de sistemas de riego. A los 50 años no sólo era multimillonario, sino que además era reconocido como uno de los pilares de Wall Street. Nunca terminó la carrera de Derecho, pero ¿qué falta le hacía cuando contaba con la confianza de una legión de gente que le entregaba lo que más quería: su dinero?

Ex presidente de NASDAQ, el mayor mercado bursátil de Estados Unidos, se le identifica con la revolucionaria informatización de las transacciones, que democratizó y abarató la participación en la Bolsa. De ahí al estatus de gurú de las finanzas no hay distancias. Madoff era un mito incontestable, un tótem intocable. Tal vez él haya sido la primera víctima de su credibilidad generalizada.

No es verosímil que durante casi medio siglo haya mantenido un fraude en el que pagaba a los que reclamaban sus beneficios con los ingresos que le proporcionaban los nuevos clientes. Lo más probable es que en algún momento su negocio familiar, basado en ofrecer altos rendimientos, se hundió y él emprendió una trágica huída hacia delante, con la esperanza de que la situación mejorase. Nadie lo sabe. Nadie puede afirmar con certeza casi nada en relación con un fraude estimado por él mismo en 50.000 millones de dólares, un importe superior al agujero generado por Lehman Brothers, otro paradigma de la solidez y la confianza que había funcionado sin problemas desde 1850.

"Era todo una gran mentira, un gigantesco esquema Ponzi". Eso es lo que habría declarado el propio Madoff a algunos colaboradores. El hombre que empezó con 5.000 dólares su negocio había recibido en las últimas semanas peticiones de reintegro de sus clientes por un importe de 7.000 millones de dólares. Todo lo que tenía disponible era un capital entre 200 y 300 millones con el que -dijo- pensaba resarcir a "algunos empleados seleccionados. familia y amigos". Su castillo de naipes se derrumbó.

Durante muchos años el funcionamiento de 'Bernard L. Madoff Investment Securities' había despertado suspicacias en medios financieros. Su resistencia frente a las alternativas de un mercado volátil e inestable, que hacía tambalearse a otros ocasionalmente, era algo "demasiado bonito para ser cierto, y por tanto tiempo". El hecho de que su gestión no fuese auditada por ninguna empresa importante, sino por una oscura y pequeña firma, aumentaba las dudas.

Una inspección realizada en 1992 no encontró nada sospechoso (al menos esa es la 'verdad oficial') y aquello frenó posibles iniciativas de control posteriores. Madoff no sólo contaba con su carisma, comunmente aceptado en Wall Street. Además tenía el apoyo de la poderosa e influyente comunidad judía, a la que Madoff pertenece, algunos de cuyos intereses y filantropías estaban vinculadas a las inversiones que -supuestamente- gestionaba. Ahora esa comunidad se halla entre los más afectados por el fraude.

El fiasco ha dejado boquiabierto y petrificado a un país que carece de la sana costumbre de preguntarse quién es quién, por qué pasa lo que pasa o cómo es posible que su sueño dorado evolucione hacia la pesadilla y los grandes hombres de ayer aparezcan como los grandes bellacos de hoy. Su reacción es emocional y la conclusión a la que llegan es que todo apesta. Un corolario muy peligroso en un país con innumerables conflictos aplazados y poseído por una creciente desesperanza.

El tinglado de Madoff ha colapsado como consecuencia de la desconfianza generada por una crisis económica que no acaba de tocar fondo y cuyas heridas se están restañando en gran medida con el dinero que debería ser destinado a iniciativas públicas. Todo indica que, fundamentalmente, han sido las dudas más que razonables que generan los 'hedge funds' las que han provocado que el feo trasero de Bernard Madoff quede al descubierto, cosa que seguramente no habría sucedido en ausencia de crisis.

En cualquier caso deberíamos preguntarnos cuántas corporaciones financieras, bancos y fondos del mundo están en condiciones de soportar sin tambalearse la retirada por parte de sus clientes de 7.000 millones de dólares (no digamos los 50.000 que forman el 'agujero' de Madoff) en unas pocas semanas.

Hablaremos del esquema Ponzi a nivel global en la próxima entrega. En la economía virtual no hay nada más virtual que el dinero.

Continuará.

14 diciembre, 2008

Economía virtual (I): El imperio de los 'Scrooges'

Desde que se inició la virulenta crisis económica que vivimos diariamente en forma de sorpresa, sobresalto y desgracia se oye mucho hablar de la economía real. Se supone que se alude así a la economía productiva, que vincula -de modo directo y más o menos transparente- trabajo con salario, beneficio con ventas y demanda con oferta.

La 'otra economía', que es la piedra de escándalo y la fuente de todas las desconfianzas y temores, raramente recibe un apellido, tal vez porque ninguno de los posibles la define de modo suficiente. Sin embargo, lo opuesto a lo real -además de lo irreal- es lo virtual. Y ese, el de virtual, debería ser el calificativo que definiera el conjunto de prácticas de la economía financiera especulativa y el espíritu que las preside.

La economía virtual no tiene nada que ver con un producto material (salvo si hablamos específicamente de especulación inmobiliaria) y si algo tiene que ver con el trabajo es muy poco y de modo indirecto. En cuanto al cumplimiento de la ley de la oferta y la demanda, sólo por remotas similitudes se pude hablar de ello. La demanda, en concreto, no obedece a la necesidad o el deseo de adquirir un bien determinado, sino a la expectativa de dar al capital propio una rentabilidad que se duda lograr por otros medios.

La economía real es productiva, genera bienes y servicios, puestos de trabajo y estabilidad social. La economía virtual es especulativa y parasitaria. Su única contribución socialmente positiva es la que hace a la capitalización de las empresas, pero a cambio éstas se encuentran con frecuencia injustificable y perniciosa a merced de maniobras que redundan en su perjuicio.

El modo en que esta crisis está manifestando sus consecuencias nefastas en la economía real, llevando a la quiebra a empresas teóricamente sólidas y forzando a otras a revisar sus previsiones de beneficios y la dimensión de sus plantillas, no deja lugar a dudas acerca de la pésima incidencia que la locura codiciosa de la economía virtual tiene sobre la real. Las caídas en bolsa de muchas empresas no tienen otra razón de ser que las dos enfermedades fundamentales que caracterizan a quienes actúan en los mercados financieros: la codicia y el temor.

Que la patología de una legión de pusilánimes y patéticos 'Scrooges' (1) condicione el rumbo de la economía mundial lo dice todo acerca del propio carácter patológico de un capitalismo incapaz de controlar sus pulsiones antisociales, pero empeñado en controlar todo lo demás, incluidos los estados en los que ejerce su insolidaria labor, disfrazado de providencial filántropo.

Sin duda han oído hablar (o leído acerca) de Bernard Madoff. La brutal crisis que sacude al mundo, y que se ha caracterizado por la ausencia de culpables personales en primer plano, tiene finalmente el nombre y el rostro de un villano. Pero que nadie se engañe. Los Madoff son una selecta multitud y su filosofía es un paradigma. De él partiremos en la próxima entrega.

Continuará.


(1) Por Ebenezer Scrooge, personaje avaro y misántropo de 'Cuento de Navidad', de Charles Dickens.

Ilustración: En la versión inglesa de 'El Pato Donald', el personaje que en la adaptación española se dio en llamar 'Tio Gilito' se llama en realidad Scrooge.

02 noviembre, 2008

Refundar la democracia (y VII)


Más de dos siglos después de la 'revolución democrática' la especie humana ha experimentado, en todos los terrenos, el mayor cambio de toda su historia. A las postas y diligencias tiradas por caballos las han sustituido los viajes espaciales y el correo electrónico; ordenadores y robots industriales hacen el trabajo que ocuparía muchísimas horas a centenares de miles de personas; los resultados de unas elecciones generales son conocidos apenas cuatro horas después del cierre de los colegios; el analfabetismo ha desaparecido... ¿pero qué ha cambiado en la forma de entender e implementar la democracia en esos siglos?

Nada. Por el contrario, desde entonces, en nombre de las mayorías, se ha hecho todo lo posible para reducir el lógico pluripartidismo a un bipartidismo mutilatorio, una representación política y social manifiestamente imperfecta. Las inmensas minorías están condenadas a la abstención o al voto útil. No se sienten representadas en esta ficción democrática porque no lo están. ¿Pero alguien se siente realmente representado?

Los gobiernos, a lo largo de sus años de mandato, toman -o pueden tomar- impunemente decisiones contrarias a la voluntad de la mayoría e incluso traicionar el compromiso contraído con sus propios votantes a través de los enunciados del programa electoral. ¿Qué pueden hacer los ciudadanos contrarios a que su país entre en una guerra ilegal e injusta para evitarlo? Manifestarse, como hace tres siglos.

Los ciudadanos no cuentan más que como votantes y contribuyentes; su participación en los asuntos públicos, en las cuestiones que les conciernen y afectan personalmente, es prácticamente igual a cero. La razón es tan simple como triste. Esto no es una democracia, sino una partitocracia, un sistema regido por quienes dicen representar la voluntad popular y lo que realmente hacen es suplantarla y manipularla.

No sólo no cabe, a partir de esas bases, refundar el capitalismo; ni siquiera cabe reformarlo seriamente. No pueden hacer tal cosa quienes no son, en lo esencial, más que sus fieles servidores. Quienes dicen planteárselo desde la democracia formal no hacen otra cosa que mentir, como de costumbre.

Lo único que les preocupa ahora es, por un lado inyectar el dinero necesario para que la macroeconomía pueda volver a funcionar y por otro lado, ofrecer garantías a la economía real de ahorradores y pequeños inversores para que no saquen su dinero de donde lo tienen porque ése si sería el desastre total del sistema. Las inyecciones se hacen con dinero público, con dinero nuestro, hipotecando el futuro del país por años, arriesgando su bienestar (el nuestro, de todos y cada uno).

Juzgue cada cual acerca de la utilidad y moralidad de un sistema económico (el capitalista) capaz de crear un caos como el presente y de un sistema pseudodemocrático, incapaz de evitarlo mediante los legítimos controles que todo estado democrático verosímil debería implementar e igualmente incapaz de ir ahora a la raiz del problema para evitar que, tarde o temprano, se reproduzca la debacle.

Excede a mis propósitos -y seguramente también a mi capacidad- alargar esta serie, de por sí bastante extensa- intentando enunciar los principios sobre los que debería fundarse la democracia del siglo XXI. Espero que lo escrito sirva, al menos, como reflexión acerca del imperfecto "de dónde venimos" y de toma de postura respecto al impredecible "dónde vamos", que en esta hora nos concierne más que nunca. ¿Podemos inhibirnos ante la permanencia de un sistema obsoleto, imperfecto, injusto y fracasado?

Claro que podemos. Esa -la alienación- es la materia con la que se han estado constuyendo los estériles sueños humanos desde el principio de la historia. Pero son el entendimiento y la libertad los que hacen a la persona y la diferencian de los animales. Quienes se niegan a ejercer libremente su entendimiento y su libertad en beneficio propio y de los demás condenan a la humanidad a actuar como meros animales productores y consumidores; muy rentables por ambos motivos, los más rentables de la creación, pero indignos de llamarse ciudadanos.

Concluyo con unas citas, con el mismo propósito de invitar a la reflexión:

El hombre es, por naturaleza, un animal político.
Aristóteles (322 a. de C.)


La Justicia sólo existirá donde aquellos que no están afectados por la injusticia estén llenos de la misma indignación que quienes la padecen.
Platón (347 a. de C.)

Renunciar a la propia libertad es renunciar a la propia dignidad, a los propios derechos humanos e incluso a los propios deberes.
Jean Jacques Rousseau

Mientras el pueblo no se preocupe de ejercer su libertad, aquellos que quieren tiranizarlo lo harán. Porque los tiranos son activos y ardientes y se dedicarán en nombre de cualquier dios, religioso o no, a encadenar a los durmientes.
Voltaire

Los establecimientos bancarios son más peligrosos que los ejércitos permanentes.
Thomas Jefferson (*)

La subversión de las instituciones establecidas es meramente una consecuencia de la previa subversión de las opiniones establecidas.
John Stuart Mill

Democracia es una gran palabra cuya historia permanece inédita, porque esa historia todavía tiene que ser iniciada.
Walt Whitman

La cura para los males de la democracia es más democracia.
H. L. Mencken

Ser demócrata sería actuar reconociendo que nunca vivimos en una sociedad suficientemente democrática.
Jacques Derrida

Lo que tenemos ahora es democracia sin ciudadanos. Ninguno está en el lado público. Todos los consumidores están en el lado de las empresas. Y los burócratas de la Administración no creen que el Gobierno pertenece al pueblo.
Ralph Nader

(*) Jefferson, uno de los padres fundadores, era contrario a que la nación se dotase de un ejército permanente por temor a la instauración de una dictadura. Por el contrario defendía que los ciudadanos tuvieran armas para que, en el caso de que se impusiera una tiranía, pudieran defender sus derechos. La segunda enmienda de la Constitución estadounidense obedece a ese temor, aunque hoy sirve a quienes dan más miedo. En cambio, el peligro de la banca (mayor, según Jefferson), no motivó ningún gesto constitucional parecido.

Imagen: Terminales de un centro de proceso de datos lectorales. La informática acelera el proceso de recuento, pero no -todavía- las posibilidades de participación ciudadana en el gobierno de la 'polis'.


29 octubre, 2008

Refundar la democracia (VI)


El Estado no es la solución, es el problema.
Ronald Reagan

Mediocre actor de cine y televisión, el 40º presidente de Estados Unidos pasó los primeros cincuenta años de su vida sosteniendo posiciones demócratas y votando esa opción hasta que en los 60 cambió bruscamente. Se dice que tal cambio obedeció a la 'tibia' (?) posición del Partido Demócrata frente al comunismo. Otros lo atribuyen a que entró en contacto con Milton Friedman y éste le 'convirtió'. Sin embargo, probablemente fue la poderosa General Electric quien mayor influjo ejerció en ese cambio.

Tras haber presidido el sindicato de actores SAG (Screen Actors Guild) y denunciado a sus compañeros de profesión de ideas izquierdistas ante el hediondo Comité de Actividades Antiamericanas, Reagan fue contratado como imagen y portavoz de la multinacional (1958-1962). Ahí desarrolló, a plena satisfacción de la empresa, las dotes que le llevarían años más tarde a ser conocido como 'El Gran Comunicador'. Ya en 1964 aparece abiertamente como miembro relevante del Partido Republicano y hace una intensa campaña en apoyo del candidato de su partido, Barry Goldwater.

Hasta qué punto Reagan fue, fundamentalmente, un actor-portavoz toda su vida y no un político genuino es algo difícil de determinar. Lo que está claro es que se tomó muy en serio su papel, hasta el punto de que sólo dos años después de ser elegido gobernador de California en 1966, lo que a cualquier otro actor mediocre -Schwarzenegger, por ejemplo- le hubiera bastado, ya compite, aunque sin éxito, por la nominación republicana a la presidencia. Volverá a intentarlo estérilmente en 1976 frente a Gerald Ford y lo conseguirá finalmente en 1980, con 69 años, lo que le convertirá en el presidente más anciano que ha gobernado Estados Unidos.

Tras dos mandatos del malhadado Jimmy Carter, Reagan aparece como una opción de cambio ante una situación que se caracteriza por el desánimo y la frustración, acentuada en el terreno internacional por el triunfo del sandinismo en Nicaragua y la 'crisis de los rehenes' en Irán, que concluye precisamente el día que Reagan llega a la presidencia. En lo económico, tras la crisis del petróleo, la estanflación ha sentado sus reales y el desempleo se ha convertido en una endemia. Pero el 'salvador' está en la poltrona de la Casa Blanca y la historia va a cambiar.

Reagan llega a la presidencia como profeta del neoliberalismo, patriota, ferviente anticomunista y defensor de los derechos de los estados federados frente al 'exceso de poder' del estado federal. De inmediato elimina el control de precios del petróleo como primer gesto de cara a la reactivación de la economía estancada. La Reserva Federal reduce considerablemente la emisión de dinero para frenar la inflación de dos dígitos que imperaba, lo que logra prontamente, pero al coste de una fuerte recesión en 1981 y 1982. Su política económica, insipirada fuertemente en el monetarismo y ultraliberalismo de Friedman, es bautizada sarcásticamente en esos años como 'Reaganomía'.

El caso es que, por los azares propios de la dinámica económica (la caída de los precios del petróleo, por ejemplo), por las medidas adoptadas o por ambas cosas, la reactivación se produce finalmente en 1983. Para ello, además de lo ya mencionado, Reagan arbitró medidas muy populares entre la clase media, como un drástico recorte de los impuestos, con otras claramente impopulares entre los depauperados, como la reducción del gasto en políticas sociales. Milton Friedman, bendecido con el Nobel en 1976, aplaude entusiasmado. En realidad se aplaude, inmodestamente, a sí mismo.

La aplicación de los principios monetaristas y libertarios (*) de Friedman había fracasado estrepitosamente en el Chile de Pinochet, donde Friedman fue presentado como un profeta por los 'Chicago Boys' que integraban el equipo económico del dictador. Su práctica en la Gran Bretaña de Thatcher se abandonó prontamente, aunque la 'dama de hierro' nunca dejó de ser "una liberal del siglo XIX", como el propio Friedman la calificó. Y esa es precisamente la clave del cambio que se produce a partir de los años 80 en la política económica de todos los países: el retorno al XIX, al capitalismo descontrolado, depredador y salvaje.

Thatcher y Reagan fueron, precisamente, la más acabada expresión política de ese retorno, combinando un discurso ultraliberal en lo económico con otro ultraconservador en lo político. El suyo fue en realidad un papel de representación y defensa de los intereses del más obvio y menos democrático de los poderes: el económico. Y, por supuesto, fueron elegidos y reelegidos por la mayoría de los ciudadanos, que certificaron de este modo su inconsciente conformidad con un modelo económico que hoy, casi treinta años después de su imposición y casi ochenta después del 'crack' del 29, vuelve a caerse en pedazos arrastrando consigo a las sociedades que los soportan a un sima de consecuencias imprevisibles, pero en cualquier caso trágicas para decenas de millones de personas en todo el mundo.

La estúpida fe en la autorregulación del libre mercado se ha pulverizado y sus más fervientes defensores hablan ahora de refundar el capitalismo mientras movilizan un volumen inédito de fondos públicos para sostenerlo (inútilmente hasta la fecha) mientras tanto. ¿Se puede tener alguna confianza en la retórica de los políticos corresponsables de esta catástrofe?

Es es la cuestión. La cuestión, antes que económica, es política. Son gobiernos presuntamente democráticos los que lo han desregulado todo y se han inhibido de todo, serviles y sumisos a los intereses de un capitalismo salvaje y antisocial, regido por la más extrema codicia y una falta de escrúpulos que en la mayor parte de los casos es pura y dura delincuencia de guante blanco.

Conquistas sociales arrancadas a lo largo de siglos por los más humildes con sangre sudor y lágrimas en beneficio de la inmensa mayoría han sido inmoladas ante el sediento Moloch de oro. Todo lo que es bueno para el capital es bueno para la sociedad, se decía. El mercado libre se autorregula, se argumentaba. La flexibilidad en el empleo genera más empleo, se mentía. Así hemos llegado hasta aquí, ante un cataclismo económico de proporciones inéditas y alcance global en el que los estados están intentando cerrar con un chorro gigantesco de fondos públicos las vías de aguas del 'Titanic' de los opulentos.

Sería un error gravísimo diagnosticar que la culpa de este desastre es únicamente de los amos del dinero. Quienes deben vigilar y controlar las consecuencias de la conspiración de la avaricia, en nombre de los ciudadanos a los que representan, se han revelado como cómplices de ella. Aunque contemplado desde un punto de vista radicalmente distinto al empleado por Reagan, nunca ha quedado tan meridianamente claro que "el Estado no es la solución, es el problema".

No hay que refundar el capitalismo, como dice querer Sarkozy. Hay que fundar la democracia, profundizar en ella de modo que nunca más sea posible que quienes dicen representar al 'pueblo soberano' lo traicionen impunemente y acaben vaciando las arcas del Estado a beneficio de sus auténticos señores y patrocinadores. Esa pseudodemocracia no nos sirve. Nunca lo ha hecho y pensar que va a ahorrarnos futuros sobresaltos y sacrificios es algo más que absolutamente ilusorio. Es estúpido.

(*) Dentro de la anómala taxonomía política estadounidense, que califica como 'liberal' a la gente izquierda, se autodenominan 'libertarios' (libertarians) quienes quieren la total inhibición del Estado en la economía, la enseñanza, la sanidad... a mayor beneficio de la iniciativa privada. De hecho es la línea más radical del ultraliberalismo y el neoconservadurismo. Nada que ver con el libertarismo histórico, de raiz anarquista. Quienes siguen reivindicando esa ideología en Estados Unidos se ven obligados a calificarse como 'left libertarians'.

Imagen: Ronald Reagan saluda a Milton Friedman, su 'Pigmalion' económico.

Continuará.

24 octubre, 2008

Refundar la democracia (V)

Quienes insisten en afirmar que la política y la economía son y deben ser cosas ajenas e independientes entre sí para declarar, como consecuencia de ello, la soberanía del mercado, basada en su 'sabiduría' innata, están negando evidencias históricas mayores. En el capítulo anterior, aunque sin especial detenimiento, se ha aludido al papel decisivo que tuvieron las guerras -las napoleónicas en Europa y la de secesión en Estados Unidos- en el enriquecimiento de los míticos Rothschild o del no menos mítico JP Morgan.

Toda guerra es una decisión política. En ocasiones existe en su origen un móvil económico, pero no suele ser el principal. Para los financieros, en cualquier caso, lo normal es que sean un gran negocio, especialmente si patrocinan al vencedor. Estados Unidos llegó al cénit de su crecimiento y expansión a raiz de su participación en las dos guerras mundiales, que situaron su máquina productiva en máximos históricos, con una participación excepcional de las mujeres en el mundo laboral.

Cuando ambas conflagraciones concluyeron, el país, que inicialmente había vacilado en participar, resultó el auténtico beneficiario de las brutales masacres. A diferencia del resto de los contendientes la devastación no le había alcanzado. Sus infraestructuras estaban intactas y su economía lista para seguir creciendo sobre la destrucción generada. El imperio estadounidense brillaba sobre todo el planeta y sólo tenía un competidor político: la Unión Soviética, que económicamente se hallaba en una situación mucho peor y a la que la implicación en la carrera de armamentos y en la espacial, unida a una gestión muy torpe a nivel de política económica acabarían por hundir en las cuatro décadas siguientes.

No hay regla sin excepción y hay guerras que se pagan caras, aunque no se participe en ellas directamente. Basta con apoyar a uno de los contendientes. Eso fue lo que sucedió en el conflicto bélico conocido como del Yom Kippur (día de la expiación, fiesta sagrada judía), cuando Egipto y Siria -los grandes perdedores, despojados y humillados de la guerra de los Seis Días (1.967)- atacaron por sorpresa a Israel. La sorpresa fue genuina porque la inteligencia judía descartaba un ataque en coincidencia con el Ramadán musulmán. Y el resultado, tras apenas veinte días de choques armados, fue el previsible: la derrota de los atacantes, con el apoyo evidente de Estados Unidos y la solidaridad de gran parte de las democracias occidentales.

Lo que siguió a la derrota de los islámicos fue una guerra económica con el principal recurso a su alcance como arma: el petróleo. Los países árabes exportadores acordaron no vender su oro negro a Estados Unidos y al resto de los países 'pro-sionistas'. La esperanza de poder contar con el suministro del resto de los países de la OPEP se vio frustrada ante la decisión de éstos de aprovechar la circunstancia para subir el precio del petróleo hasta un nivel menos 'ridículo' que el vigente, impuesto por 'Las siete hermanas', multinacionales -en su mayor parte estadonunidenses- que actuaban coordinadamente como 'cartel'.

Aunque obviamente el cambio afectó a todo el mundo, especialmente para Estados Unidos el aumento extraordinario de los precios del petróleo supuso un golpe mortal, dado que se inscribió en un cuadro caótico previo que va desde un serio 'crash' brusátil, que se extiende de enero de 1973 a diciembre de 1974, hasta una inflación descontrolada, y está marcado a fuego en lo político por el 'caso Watergate', fiasco traumático de las 'virtudes democráticas' que, según una tradición tan falsa como legendaria, adornan a la 'tierra de los libres'. La nación del 'easy money' y de las oportunidades despierta abruptamente de su sueño y se estremece ante un panorama en el que su prosperidad ya no está convenientemente garantizada.

Previamente, en 1.971, Estados Unidos había abandonado el compromiso de Bretton Woods, que convertía al dólar en moneda de referencia internacional y la vinculaba al patrón oro, y había puesto la divisa en flotación, decisión rápidamente seguida por el resto de las monedas. El fin de Bretton Woods sólo era el principio de una revisión radical del paradigma keynesiano y de los principios del 'New Deal'. De la mano de la crisis del petróleo y de sus devastadoras consecuencias económicas regresa y se fortalece el discurso ultraliberal.

La derrota de Keynes y sus teorías intervencionistas, que Von Hayek no pudo consumar en su agrio debate de los años 50, llegará de la mano de Milton Friedman, mejor comunicador que economista, que vende precisamente el discurso que los dueños del dinero insisten en promocionar. En el horizonte ya se perfilan las figuras del actor Ronald Reagan y de la 'dama de hierro' Margaret Thatcher.

La era de los charlatanes está a punto de empezar.

Imagen: John Maynard Keynes.

Continuará.

21 octubre, 2008

Refundar la democracia (IV)

Dejadme emitir y controlar el dinero y no me importará quién haga las leyes.
Mayer Amschel Rothschild (1744-1812)


La profética afirmación del fundador de la larga, próspera y legendaria dinastía de banqueros Rothschild -primera banca internacional de la historia- ilustra nítidamente el drama inaugural de la democracia, la raíz que la convertiría en su caricatura (la llamada 'democracia formal'), mucho más manejable que una auténtica democracia. La frase se cita expresamente en el documental 'El dinero como deuda', cuya visión insisto en recomendar a quienes sigan esta serie (está en la entrega II). En él se subraya y se explica que son los bancos quienes realmente crean el dinero (y lo controlan), en base a las deudas que con ellos contraen los ciudadanos, las corporaciones e incluso -paradójicamente- el propio Estado, que es quien materialmente lo acuña y emite. El sueño de Mayer Amschel Rothschild es una realidad. Y una pesadilla.

Cuatro siglos antes del nacimiento de Cristo, cuando la cultura judeo-cristiana que hoy impera en el mundo no podía ni presagiarse, un filósofo griego tenía muy claro lo que sería una auténtica democracia. Aristóteles, en 'La Política', establece que "en una democracia los pobres tendrán más poder que los ricos porque son más y la voluntad de la mayoría es suprema". He ahí enunciada, en síntesis, la utopia democrática, una forma de gobierno que ha llenado los sueños de innumerables generaciones a lo largo de la historia.

No hay dos utopías más antitéticas que la democrática y la capitalista. Eso es algo que los demócratas genuinos tienden a ignorar, pero no los financieros, que por sí o por potencia interpuesta abortan todo intento de gobierno del pueblo -o para el pueblo- allí donde se produce. Insistiré aún: asegurar el propósito de 'refundar el captalismo' desde el poder político 'democrático' de curso 'legal' no es otra cosa que un cínico sarcasmo propio de un mistificador oportunista como Nicolas Sarkozy.

Pero volvamos a los Rothschild y a su portentoso destino. Lo primero que aprendió el habilidoso fundador de la dinastía fue la conveniencia de acercarse al poder político. Su proximidad a Guillermo I, príncipe de Hessen-Kassel, uno de los aristócratas más ricos y uno de los prestamistas más importantes de Europa, le proporcionó conocimientos impagables y buenas oportunidades de negocio. Lo segundo que aprendió fue la importancia de disponer de información privilegiada, de la que disfrutó mediante el soborno del responsable de los correos, el príncipe de Thurn y Taxis (1). Cuando, a través de los cinco hijos varones de Mayer, la banca Rothschild se internacionalizó estableció un sistema de correo rápido y seguro, que servía no sólo para transportar dinero sino también información a mayor velocidad que el parsimonioso correo de la época (2).

Las guerras fueron el gran negocio de los Rothschild en una Europa en permamente conflicto y los hijos de Mayer (Amschel en Frankfurt, Salomón en Viena, Nathan en Londres, Kalmann en Nápoles y James en París) las financiaron sin reparar en el beneficiario. Mientras James prestaba dinero a Napoleón, Nathan financiaba la empresa bélica de Wellington, que combatía a aquél en España. La banca internacional no sólo no tiene patria, sino que también carece de debilidades políticas. Su única apuesta permanente es por al máximo beneficio y el máximo poder. Ese es su único credo.

La larga saga de los generalmente longevos Rothschild es el paradigma de la evolución del capitalismo financiero internacional y ha devenido casi una leyenda en la que resulta difícil discernir lo cierto de lo falso, dada la inclinación familiar al secreto (3). Hay quien estima que pese a mantener una apariencia sólida pero modesta, a través de pequeños bancos, son ellos quienes controlan el oro del mundo y que su mano se oculta tras instituciones financieras estadounidenses como Morgan, Rockefeller o Warburg, enriquecidos a raiz de la guerra de secesión americana (1861-1865). Siempre las guerras.

El conjunto de la banca vive un periodo de esplendor extraordinario en coincidencia con las aventuras coloniales europeas y la gran vitalidad y expansión de la economía de Estados Unidos, donde al final victorioso de la I guerra mundial sucede un periodo de extraordinaria euforia. Pero el 'crack' de 1929 no deja lugar a dudas de que algo está mal -muy mal- en un sistema económico basado en el crecimiento descontrolado y la especulación desbocada. Entonces, como ha ocurrido ahora, el índice bursátil había crecido hasta un nivel extraordinario e irreal justo antes de que se precipitara al abismo vertiginosamente (4).

La trágica consecuencia fue una prolongada depresión económica que afectó en mayor medida a los ciudadanos más modestos, en especial trabajadores y pequeños propietarios agrícolas. El Estado hubo de atajar la catástrofe y prevenir su repetición mediante un conjunto de medidas intervencionistas (el New Deal, patrocinado por Franklin D. Roosevelt). Posteriormente, en la Conferencia de Bretton Woods (1944), se sientan las bases del nuevo orden económico internacional, basado en el dólar, y apoyado en dos instituciones cuyo papel en la presente crisis está siendo muy cuestionado: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.

Los estados intervienen en la economía y, aunque no sin conflictos ni suspicacias, la confianza se restablece en gran medida. El poder financiero se da por satisfecho, pero ¿es preciso subrayar que sólo lo hace de modo provisional? Subrayémoslo entonces.

(1) Una anécdota revela la naturaleza de la relación de estos dos personajes: El príncipe de Thurn y Taxis visita a Rothschild y lo encuentra trabajando. "Tráigase una silla", le dice el banquero. "Soy el príncipe de Thurn y Taxis", responde ofendido el aristócrata. "Entonces traiga dos", le replica el banquero. Parece sacado de Groucho Marx, ¿verdad? Sin duda es humor judío, pero teñido en este caso de sarcástica arrogancia.
(2) Se cuenta que un agente de confianza de Nathan Rothschild, desplazado a la zona de Waterloo para seguir la batalla, reventó caballos y cruzó el canal a toda velocidad para llegar a la Bolsa de Londres un día antes de que se conocieran oficialmente las noticias de la derrota de Napoleón. Allí procedió a vender a toda prisa acciones de su patrón, lo que llevó a los presentes a la idea de que el derrotado había sido Wellington y a imitar su vértigo vendedor. Para Nathan fue un día inolvidable, pues sus agentes encubiertos compraron a la baja todas las acciones; las propias y las ajenas, que eran las que realmente interesaban.
(3) La más reciente aparición de un miembro de la saga ha sido, sin embargo, rutilante y significativa. Edmond de Rothschild se hizo en 2005 con la propiedad del diario francés Liberation, refugio hasta entonces de las ideas que tuvieron su hora en mayo del 68. El sarcasmo no puede ser más cruel.
(4) Sólo en 1954, 25 años después, las acciones recuperaron el valor que tenían inmediatamente antes del 'crack'.

Imagen: Mayer Amschel Rothschild, el fundador de la dinastía.

19 octubre, 2008

Refundar la democracia (III)


En un tiempo de engaño universal decir la verdad se convierte en un acto revolucionario.
George Orwell

Más allá de la obviedad de que la palabra democracia significa desde su origen "Gobierno (kratos) del pueblo (demos)" y que tal cosa no existe ni ha existido sobre la faz de la tierra (salvo circunstancialmente y en comunidades muy pequeñas) hay otra obviedad incuestionable: no se puede refundar lo que no existe más que como idea. El capitalismo y su hegemonía son un hecho, la democracia en cuyo nombre alguien dice querer 'refundar el capitalismo' es una ficción. Las falsas democracias que vivimos son la obra del poder económico y no al revés. Esa es la cuestión clave: la política carece de la autonomía y la legitimidad necesarias para esa tarea.

La 'democracia' que tenemos es la que conviene a los poderosos: una falsificación. Ciertamente, todas las consituciones 'democráticas' del mundo se refieren, para legitimarse, a la auténtica y desconocida democracia. Enumeran toda una serie de derechos y deberes ideales que las leyes posteriores -junto con las omisiones y abusos habituales- convierten en papel mojado.

Eso es lo que se llama 'democracia formal', algo que yo, sarcásticamente, acostumbro a calificar como 'democracia teatral', en la medida en que la representación política de los ciudadanos es suplantada por una escenificación (representación también, pero en un sentido muy diferente) destinada a mantener la ficción de que es el pueblo el que decide más allá de toda evidencia palpable.

Las sedicentes democracias que habitamos son el producto de un momento histórico crucial (segunda mitad del siglo XVIII) en el que la creciente consolidación de la clase burguesa -producto del auge de la industria, el comercio y la actividad financiera- exige el fin del absolutismo monárquico y de los privilegios políticos y económicos de una aristocracia putrefacta y parasitaria, que yugula su libertad para expresarse, actuar y enriquecerse.

La revolución francesa es el paradigma. Y no cabe negar que existía una intelectualidad burguesa honesta e idealista, que en gran medida ayudó a iluminar el país y el mundo con la luz de la razón y la libertad. Pero detrás y junto a ella latía, simplemente, el deseo de la nueva clase de tomar el poder, todo el poder. El hecho de que no mucho más tarde llegase Napoleón no es en absoluto contradictorio, sino coherente con los planteamientos burgueses.

La tendencia jacobina que se impone en un momento dado del convulso proceso revolucionario es radicalmente contraria a los intereses de la nueva clase en expansión. El establecimiento de precios máximos para los productos de primera necesidad y la nacionalización de algunas industrias le exasperan, mientras que la vigilancia y presión que los jacobinos ejercen sobre los diputados conservadores para que no se altere el espíritu revolucionario original frustra sus propósitos. El caos se instala y da aliento a los partidarios del antiguo régimen absolutista, pero también a quienes quieren ir más allá, hacia el socialismo (Babeuf).

Paradójicamente, Napoleón Bonaparte, el general corso que pone orden, se autocorona emperador tras haber pasado por el Directorio y el Consulado de la república. Su ambición territorial y su talento militar poseen la virtud de catalizar el ánimo de todos los franceses y congelar la ebullición política precedente. Él, además, tiene la habilidad de mantener en lo esencial la letra de algunas de las conquistas del periodo revolucionario: la igualdad de todos ante la ley, la negativa de los privilegios clericales, la libertad de expresión y las libertades individuales.

Irónico, pero cierto. De la mano de un emperador pequeño burgués, la gran burguesía francesa ahuyenta sus fantasmas, se consolida y se enriquece.

¿Y la democracia? Puede esperar. Aquella democracia que el jacobino Maximilien Robespierre había enunciado en términos de "es un estado en el que el pueblo soberano, quiado por unas leyes que son obra suya, hace por sí mismo todo lo que puede hacer, y mediante delegados todo lo que no puede hacer por sí mismo" podía esperar. De hecho sigue haciéndolo dos siglos después y por las mismas razones.

Imagen: Jean-Jacques Rousseau

Continuará.