Desde su tardío ingreso en la Comunidad, en 1973, Reino Unido ha sido una piedra en el zapato de la organización. Inicialmente había promovido y liderado como alternativa a la CEE una EFTA (Asociación Europea de Libre Comercio) que resultó irrelevante. Cuando en 1961 solicitó su ingreso, el presidente francés Charles De Gaulle, que había sufrido en carne propia el flemático cinismo británico cuando se hallaba exilado en Londres y representaba a la Francia libre, vetó su petición. Sólo cuando el orgulloso y lúcido militar galo se retiró la CEE pudo acusar recibo de la solicitud.
Del 'magnífico aislamiento' a la 'Entente Cordiale', Gran Bretaña ha estado pendiente, de modo constante, de la situación en el continente; vigilante, desconfiada, siempre lista para intervenir ante cualquier amenaza real o imaginaria, primero ante el imperio español, luego contra el expansionismo de Napoleón, más tarde frente al III Reich. En lógico paralelismo, siempre ha sido contemplada con recelo desde el continente, donde nadie ignoraba su extraordinario poder y donde, más recientemente, la arrogante isla es vista con frecuencia como una especie de caballo de Troya de EE UU.
Reino Unido, que no ha asumido el euro y cuyos polìticos coexisten con el 'euroescepticismo' ciudadano sin problemas, alimentándolo de modo inconsciente o deliberado, activó de nuevo la piedra en el zapato europeo durante la reciente reunión de jefes de estado y de Gobierno. Lo hizo, además, en un tema de importancia crucial en el contexto de la crisis económica, retrasando con ello la decisión sobre el nuevo modelo de supervisión del sistema financiero europeo, que deberá ser ahora discutido por los ministros de Economía.
El aspecto supranacional de los nuevos órganos de vigilancia para el sector bancario, las bolsas y los seguros es rechazado por los británicos, pese a que la 'interferencia' se limitaría a los casos en que existan discrepancias entre órganos reguladores nacionales. Con potestad, asimismo, para dirimir situaciones en las que estén implicadas las multinacionales europeas.
Reino Unido rechaza que Bruselas se arrogue competencias sobre cuestiones financieras nacionales, especialmente si una de las consecuencias fuera, como se prevé, la obligación de contribuir a reflotar con dinero del contribuyente isleño a entidades financieras "extranjeras" (continentales) con problemas. Nada nuevo. Los británicos están en la Unión para obtener de ella todo el beneficio posible, no para sacar las castañas del fuego a nadie. Cuando se trata de solidaridad, la isla vuelve a la suya de siempre: que cada palo aguante su vela.
Como consecuencia, se retrasa la toma de decisiones cuando EE UU ha presentado ya su plan, recibido por los media como "una revolución inédita" y que, como veremos en otro momento, no es para tanto. Ni mucho menos. Y ese es el mayor de los riesgos que la Unión Europea afronta en estos momentos: que después de tanto hablar sobre la forma de impedir que se reproduzca el caos económico en que ahora nos hallamos por el abuso de unos y la falta de control de otros las cosas queden, en lo esencial, como estaban.
La urgencia para los gobiernos es devolver la confianza a los mercados y a sus actores principales para que el dinero se ponga de nuevo a trabajar. Entre esa necesidad y la de tranquilizar a los ciudadanos sobre el futuro que les espera está claro cuál es la prioridad. Ni Estados Unidos ni Gran Bretaña, firmes defensores hasta ahora del liberalismo económico más rancio e irresponsable, dan muestras de querer introducir reformas sistémicas que no sean del gusto de los poderosos. Mantener la confianza en que se produzca una reforma radical del sistema (la 'refundación del capitalismo' que proponía el grandilocuente Sarkozy) es totalmente ilusorio.
Ni siquiera la propia UE está segura del alcance que deben tener los órganos de vigilancia. Prueba de ello es que se pretende poner al frente, en la cúspide de esa estructura nueva, al presidente del BCE, Jean-Claude Trichet, que compatibilizaría ambas responsabilidades. De ello sólo cabe deducir que, ni siquiera en sus momentos fundacionales, se pretende dar a esa estructura 'salvadora' la jerarquía que cualquiera esperaría que se le atribuyera.
"Algo debe cambiar para que todo siga igual". La cínica observación del príncipe de Salina en 'El gatopardo' es, sin duda, la guía para esa cohorte de Tartufos postmodernos que puebla la política europea.
P. S. (24-6-2009): Apenas unas horas después de concluir este post el Partido Conservador británico anuncia su propósito de separarse del PPE en la Eurocámara y formar grupo parlamentario propio junto a representantes de ocho países. Entre la distinguida compañía que la gente de Cameron se dará se hallan los eurodiputados del partido Ley y Justicia del polaco Kaczysnki y los del checo Democracia Cívica, de Topolanek.
Este movimiento táctico que marca distancias con el grupo más fuerte del Parlamento Europeo y con el eje francoalemán ha causado sorpresa en Bruselas, pero no tanta como inquietud ante la evidencia de que Reino Unido controlará el cuarto grupo político más numeroso de la Cámara y también uno de los más imprevisibles e indefinibles.
Más madera para la 'deconstrucción' europea.
(*) "Dios y mi derecho", lema que figura (en francés) en el Real Escudo de Armas de Reino Unido.
Continuará.
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