Tras los resultados de la elecciones europeas cualquier cosa era previsible menos un cambio -o simplemente una reconsideración seria- del rumbo de la 'construcción europea'. Aún así, las conclusiones que pueden extraerse de la reunión de los jefes de Estado y de Gobierno clebrada en Bruselas los días 18 y 19 sorprenden en cierta medida por la consolidación de cierto inmovilismo. Tal postura, impropia en principio de circunstancias tan críticas como las que la comunidad vive a nivel económico, tal vez intenta dar confianza a todos. Otra cosa será si lo consigue o no.
He aquí un ejemplo incuestionable de inmovilismo: todo indica que Durao Barroso será reelegido presidente de la Comisión Europea. El PPE, que le apoya incondicionalmente, no tiene mayoría absoluta en el Parlamento, que debe ratificar o rechazar al candidato, pero no parece probable un acuerdo sobre un nombre alternativo. Y en cualquier caso, entre dos males, el menor: mejor Durao Barroso que Tony Blair, cuyo nombre se ha barajado como alternativa. Ambos son proamericanos reconocidos, pero Blair se ensució las manos excesivamente en Irak como para ser ahora otra cosa que un cadáver político, exquisito pero escasamente presentable.
El conservador portugués es un pragmático, posibilista y pastelero, condiciones bastante convenientes para moverse en el proceloso mar que es la UE, especialmente desde la ampliación a 27 miembros que tantos lamentan ahora haber hecho tan deprisa. Transigir, contrapesar, conciliar contrarios es parte importante de su tarea y no lo hace del todo mal, pese a lo cual su reelección no cuenta con el apoyo de los socialistas europeos y menos aún con el de los ecologistas. Y ello pese a que su programa, que se ha dado en calificar como 'sarkozysta', intenta dar satisfacción a todos. Habrá que negociar.
Los problemas existen y seguiran existiendo en la UE en tanto en cuanto las peculiaridades y los egoismos nacionales condicionen e incluso frustren los objetivos colectivos. La reunión de Bruselas fue escenario de dos, protagonizados por sendas islas (en el sentido estrictamente geográfico de la palabra, pero no sólo), Irlanda y Reino Unido. En otra ocasión serán otras 'islas', estas continentales, como en su día fue Polonia o ahora es la República Checa, o como podría llegar a serlo España bajo la dirección del PP, si fuera en serio su propósito de forzar un cambio en la política agrícola y pesquera consensuada en la UE.
El caso de Irlanda -que rechazó en referéndum el Tratado de Lisboa- roza lo ridículo. Para aceptar la celebración de una nueva consulta en octubre han forzado al Consejo Europeo a aprobar un protocolo supuestamente exclusivo sobre cuestiones como el mantenimiento de su neutralidad militar y de su peculiaridad fiscal, así como el respeto a su negativa al aborto. Ninguna de tales cuestiones estaba ni está amenazada por el Tratado, aunque los partidarios del 'no' lo hubieran asegurado en su día.
Una campaña informativa habría bastado para deshacer el equívoco, pero el primer ministro irlandés, Brian Cowen, considera que era preciso este 'detalle' por parte de la UE para que sus ciudadanos puedan aprobar sin reticencias el mismo texto al que se habían opuesto. Surrealismo puro, tanto más si se conidera que el eurófobo presidente checo, Vaclav Klaus, cree que dicho protocolo debe ser aprobado por su propio Parlamento, cosa que se descarta en el resto de los países. El caso es echar arena en los engranajes de una máquina que no acaba de arrancar tras el rechazo que sufrió la Constitución Europea en los referéndums de Francia y Holanda.
En cuanto al caso de Reino Unido, será objeto de la próxima entrega, junto con Francia y otros países de la UE.
Continuará.
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