El pasado miércoles, 13 de mayo, la Comisión Europea impuso una multa de 1.000 millones de euros a Intel, la poderosa empresa estadounidense fabricante de procesadores que durante décadas ha dominado el mercado de los ordenadores asociando su progreso al de los sistemas operativos de Microsoft. Concluía así un dilatado proceso de nueve años que tiene su origen en el contencioso planteado por la competencia del gigante, AMD (Advanced Micro Devices), por abuso de posición dominante. La multa es considerable, la mayor impuesta hasta ahora por la Comisión Europea, pero quien debe pagarla ha amortizado más que sobradamente esa cantidad a lo largo de los nueve años transcurridos, convirtiendo el coste que supone la sanción en irrisorio.
Las prácticas monopolísticas de Intel consistían fundamentalmente en la oferta de fuertes descuentos a los fabricantes de material informático más relevantes. Y el objetivo está meridianamente claro: sacar del camino a su competidor, aún a costa de reducir sensiblemente los propios beneficios. Nada nuevo, por cierto. La práctica del 'dumping', teóricamente prohibida y condenada en todo el mundo, es sumamente frecuente, aunque raramente alcanza los niveles y la transcendencia que se registran en el floreciente mercado informático. Ya en 2004 Bruselas había impuesto al gigante del software Microsoft una primera multa de 497 millones, seguida en 2007 por otra de 280. Para la empresa del 'filantrópico' Bill Gates el abuso es algo más que una práctica frecuente; constituye toda una filosofía.
El capital tiende por naturaleza al monopolio, previa eliminación de toda competencia, y ese impulso debe ser férreamento vigilado y corregido por los estados si pretenden -y deberían hacerlo- defender los intereses de los ciudadanos en tanto que consumidores y, asimismo, garantizar su propia independencia frente al creciente poder de las grandes corporaciones multinacionales. El problema principal reside en la globalización de la economía. Resulta inútil que un solo país (o sólo la UE) mantenga firmes posturas antimonopolísticas si otros son cómplices de quienes abusan por sistema de su posición de dominio en un determinado mercado.
Durante los últimos años, regidos por la bajo tantos puntos de vista abyecta administración Bush, Estados Unidos ha ignorado sistemáticamente las maniobras sucias de sus grandes corporaciones y trusts y ello ha redundado en un imprudente aumento del nivel de indefensión de los consumidores y también, en muchos casos, de las empresas de segundo nivel, cuya emergencia se ha visto frecuentemente frustrada. Ahora parece que Obama quiere poner fin al imperio de la ley de la selva. El pasado día 11 su ministerio de Justicia ha derogado el documento que regía la normativa sobre competencia durante la 'era Bush', concebido precisamente para dificultar la posibilidad de que el Gobierno se interfiriera.
Es un primer paso para poner orden y ofrecer unas garantías mínimas en un marco de incertidumbres que sobrepasa ampliamente las fronteras de Estados Unidos y que es de transcendecia crucial en el contexto de la profunda crisis económica que está sacudiendo las estructuras económicas en todo el mundo. El mito ultraliberal de la autorregulación o autocorrección de los mercados nunca se ha parecido más a un cuento para idiotas contado por depredadores sin escrupulos que ahora mismo. El castillo de naipes del crecimiento permanente se ha venido abajo justamente a causa de la culposa inhibición de quienes tienen la obligación de regular y corregir las consecuencias de la codicia enfermiza que padecen los grandes actores de esa conflagración permanente que tiene el mercado internacional como escenario.
Son muchos, por no decir todos, los sectores económicos que deben ser sometidos al escrutinio sistemático de los gobiernos. La banca, la energía o las telecomunicaciones, especialmente. Pero es de vital importancia frustar las fuertes tendencias monopolísticas que se registran en el expansivo sector informático (tanto en el software como en el hardware). La informática se ha instalado en el corazón del sistema y en la vida cotidiana de las gentes y a nadie se le ocultan los riesgos implícitos en la concentración de poder, que, en gran medida, ya es un hecho.
De no hacerlo así, se estará abriendo la puerta a las más indeseables utopías. Google, por ejemplo, tiene ya en sus manos un poder históricamente inédito y su voracidad es cualquier cosa menos tranquilizadora.
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