El neoliberalismo darwinista impera sin apenas oposición en lo económico, pero no tanto -por ahora- en lo político. Incluso en ciertas opciones de derecha (de centro-derecha especialmente) disgusta e inquieta la prepotencia del poder económico y la conciencia de impunidad que prevalece en su filosofía.
La actual crisis ha puesto de manifiesto con mayor nitidez que nunca la absoluta indiferencia del capital financiero respecto a las consecuencias sociales y políticas de sus actos. Egoísmo, irresponsabilidad e insolidaridad son las palabras que mejor definen la postura de los poderosos de las finanzas antes y durante la crisis. El hecho de que planeen pagar enormes emolumentos a sus ejecutivos, pese a la reducción de los beneficios y a la restricción del crédito que han puesto en práctica, evidencia de modo incuestionable su falta de escrúpulos.
Los gobiernos, conscientes de que es el gran capital quien tiene la clave de la reactivación económica, se declaran tácitamente impotentes para someterlo a control y mucho más para plantear que su actividad tenga una dimensión más social. Todo lo que creen poder hacer es intentar, con escaso éxito hasta la fecha, estimular o desestimular determinadas actividades. Y por supuesto, tender una red de seguridad, tejida de inyecciones de dinero y regalías fiscales, bajo los funambulistas más aventureros.
Esta crisis está siendo para los poderosos la prueba de carga de la estructura sociopolítica vigente. Y están satisfechísimos porque, frente a los augurios caóticos, resiste. Los estados cooperan, aún contraviniendo los principios ultraliberales del darwinismo social que sostienen como sagrados los beneficiarios de dicha cooperación. Los sindicatos, sabedores de su disminuida representatividad, dan una muestra definitiva de su ineficacia, moderando hasta lo ridículo su discurso y centrando sus demandas en la obvia defensa del empleo, a sabiendas de que sólo pueden esperar el apoyo del Gobierno, no en absoluto el de la patronal.
En el terreno de la izquierda política, si exceptuamos a los partidos de raíz marxista, muy minoritarios, el discurso político ante la crisis es prácticamente inexistente. En la otrora poderosa socialdemocracia no sólo no surgen críticas de fondo ante la catástrofe económica generada por la codicia criminal, sino que ni siquiera hay análisis dignos de mención si exceptuamos el realizado por el casi octogenario Michel Rocard en un artículo publicado por ‘Le Monde’ a raíz de las elecciones europeas.
Rocard, ex primer ministro bajo Mitterrand y ex secretario general del PSF, realiza un lúcido repaso a los orígenes y el desarrollo de la crisis económica para centrarse finalmente en una variable político-económica raramente mencionada y que marca profundamente las últimas décadas: la connivencia de las clases medias con la economía especulativa. Ese cambio, que se plasma en el hecho de que extensos grupos sociales confíen más en la inversión gananciosa en los mercados bursátiles que en los rendimientos de su propio trabajo, es crucial desde el punto de vista de Rocard. El enorme potencial humano de equilibrio y progreso que han constituido tradicionalmente las clases medias se ha hecho conservador y ultraliberal, lo que dificulta radicalmente el apoyo a cualquier fórmula que intente atajar la crisis en profundidad.
“La socialdemocracia –escribe Rocard- explica desde hace medio siglo que los mercados no son autorregulables, que es preciso regular economía y finanza y luchar fiscalmente contra las desigualdades. Los hechos, y esta crisis, le dan la razón trágicamente. Y sin embargo acaba de perder en todas partes las elecciones, masivamente. Votando conservador, por las fuerzas que nos han conducido a la crisis, los electores han mostrado su adhesión al modelo del capitalismo financiero. El resultado apenas permite esperar un tratamiento político serio de la actual anemia económica. ¿Cuántas crisis serán precisas para convencer a los pueblos? En cualquier caso, el mecanismo de su repetición parece desencadenado”.
Se puede decir más alto, pero no más claro. Resulta difícil creer que los partidos socialistas europeos querrían o podrían poner en marcha políticas de control y regulación económica si tuvieran el poder. Y ello no sólo por falta de voluntad, sino porque, más allá y más acá de la defección de las clases medias, la gran variable histórica viene dada por la globalización, que impide u obstruye la aplicación de ‘soluciones nacionales’, condenando sobre todas las cosas dos: el proteccionismo y el intervencionismo.
He ahí, esquemáticamente, la tragedia. Los ciudadanos de todo el mundo estamos a merced de un sistema que actúa, a nivel global, con total libertad e impunidad; que se inhibe de las consecuencias sociales y políticas de sus actividades –frecuentemente delincuenciales-; que sólo cree en el máximo beneficio y en la ley del más fuerte y que sólo rinde cuentas ante la junta de accionistas.
Nunca ha existido nada tan parecido a un Gobierno Mundial en la sombra y nunca la civilización judeocristiana se ha mostrado tan estéril en la generación de respuestas o alternativas. Estamos bajo el imperio del ‘darwinismo’ social, económico y político y el mundo se parece cada vez más a la pesadilla que H. G. Wells describe en ‘La máquina del tiempo’: ingenuos Eloi viven una existencia pacífica y aparentemente feliz ignorando el acecho nocturno de los siniestros Morlock hasta que cae la noche.
La antiutopía ya está aquí.
Foto: Michel Rocard.
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