19 julio, 2009

La crisis no es sólo económica (I)

La economía no es una ciencia; la sociología, tampoco; la filosofía, aún menos. Ninguna de tales disciplinas ha podido establecer nunca leyes de validez universal basadas en pruebas incontestables. La razón es simple: las dos primeras tratan de realidades vinculadas al imprevisible y supuestamente errático comportamiento humano, basado en percepciones e intereses subjetivos. La filosofía, por su parte, intenta establecer leyes y verdades sin los instrumentos precisos para su demostrabilidad. El conocimiento empírico y la herencia cultural conforman generalmente el laberinto filosófico, que ha generado millones de páginas a la mayor gloria de la impotencia intelectual.

Con frecuencia las tres frágiles disciplinas se asocian para intentar generar una concepción general del mundo, del hombre y de la historia cuya síntesis deviene ideología. Su fundamento es básicamente voluntarista y su aspiración es llegar a legitimarse 'científicamente' en la práctica a través de su aplicación política. Sin embargo la acción política, descrita como "el arte de lo posible", es la consecuencia última de un pragmatismo nada objetivo en la medida en que se basa en la conciliación de contrarios y en la mera voluntad.

Cuando Adam Smith trata de establecer su idea-motor en el sentido de que la economía se rige por un supuesto orden natural que tiende a su propio bien y por ende al de todos hace un hallazgo crucial para su justificación que denomina "la mano invisible" (¿Dios acaso?). Cuando la sociología tropieza con algo que no cuadra en sus planteamientos lo denomina 'serendipia', termino que se puede traducir como 'azar', pura chiripa. En cuanto a la filosofía, cabría hablar de su autodestrucción por reducción al absurdo, fragmentada en decenas de escuelas entre lo 'post' y lo 'neo', que más que hacer afirmaciones aventuran hipótesis y propuestas. Postmodernidad, pensamiento único o pensamiento débil son algunos de sus deleznables frutos más recientes.

El sofisma ha sustituido al silogismo; la improvisación y el fragmentarismo secuestran el lugar que antes ocupaba el discurso lógico y orgánico; el axioma (verdad supuestamente evidente que no precisa demostración) impera sobre la duda metódica. En la medida en que al liberalismo económico y a la democracia formal les falta ahora su opuesto tradicional, el materialismo dialéctico (base del llamado comunismo), ya no hace falta tener razón o fingir tenerla. Basta con disponer de los medios precisos para que el discurso del poder se extienda como única alternativa. Y el poder (me refiero al económico, fáctico por excelencia) monopoliza esos medios en nuestras sociedades hasta el punto de convertir todo discurso alternativo en una anédota que roza la inexistencia.

La grave crisis económica que está barriendo el mundo ha puesto en evidencia, mucho más allá de lo esperado y esperable, la inanidad filosófica, moral e ideológica de la cultura hasta ahora denominada judeo-cristiana, sostenedora teóricamente de valores humanos y de principios que en realidad no defiende, nunca ha defendido a la hora de la verdad. El discurso ultraliberal, de cuya falacia la propia crisis es la mayor y más incontestable evidencia, se mantiene impune y arrogante en todas las tribunas y rige en gran medida la economía mientras los gobiernos, con fondos públicos y generando deficits hipotecadores del futuro, intentan -inútilmente hasta ahora- sellar las vías de agua generadas por la irresponsabilidad de los defensores de la autorregulación mágica del mercado, de la providencial "mano invisible" que finalmente resulta ser el Estado o, lo que es lo mismo, el conjunto de los ciudadanos, víctimas por partida doble de la avaricia de unos y de la inibición de otros.

Históricamente estamos ante la mayor evidencia de fracaso del liberalismo económico. Políticamente y socialmente, por cruel paradoja, nos hallamos también ante la mayor demostración de impotencia que se recuerde. Los defraudados e inermes ciudadanos se sienten indefensos mientras los gestores del sistema no arriesgan una fecha para la superación de la crisis pero piden la reducción a la nada de los derechos sociolaborales conquistados con sangre, sudor y lágrimas por tantas generaciones.

Los señores, confiados en la domesticación 'irreversible' de las masas de la mano de un crecimiento demográfico bajo cero, no sólo están liquidando todo rastro de la sociedad del bienestar sino que también ponen en peligro, sin escrúpulo alguno, la paz social.

Si esta crisis sigue prolongándose y profundizándose podríamos volver a las convulsiones sociales de los años 30, que siguieron, como las llamas a la chispa, al primer precedente serio de esta crisis sistémica: el crack del 29. ¿Quién quiere tal pesadilla? ¿Es esto una conspiración o simplemente una conjura circunstancial de necios?

Ilustración: Adam Smith.

Continuará.

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