22 julio, 2009

La crisis no es sólo económica (II)

El fin de las ideologías e incluso el fin de la historia en su dimensión dialéctica han sido adelantados con infundada precocidad por 'pensadores' estadounidenses. El sociólogo Daniel Bell enunció nada menos que en 1960 el fin de las ideologías. Lo hizo a la vista de los signos que se registraban en la sociedad estadounidense, que nunca fue precisamente un ejemplo de ideologización, en el sentido de que todo debate político era sustituido por la enunciación de metas pragmáticas y que estas se limitaban al orden material, en forma de crecimiento y bienestar.

La polémica y la desautorización no se hicieron esperar, aunque tal planteamiento tuvo mucho éxito en algunos lugares marginales, entre ellos España, donde el ensayista y ministro.de Obras Públicas Gonzalo Fernández de la Mora se erigió durante algunos años en el tótem teórico del régimen franquista a través de la adaptación que hizo de las tesis de Bell bajo el título 'El crepúsculo de las ideologías' (1965). La teoría fúnebre sobre las ideologías, que tanto odiaban el dictador y quienes le rodeaban, le venía a la dictadura como anillo al dedo. El franquismo aparecía, desde ese punto de vista sesgado, como el colmo de la modernidad política y Franco era el profeta y precursor providencial que había salvado al país de la debacle ideológica.

Bell pasó prontamente al olvido, bajo el peso de las evidencias que aportaron en sentido contrario las luchas por los derechos civiles, los movimientos de contestación a la guerra de Vietnam y la sublevación universitaria de la mano de la juventud del 'baby boom' en su propio país. En Europa, el mayo francés, las protestas antimilitaristas y antinucleares en Alemania y Gran Bretaña y la hiperpolitización italiana fueron un mentís no menos contundente a la teoría.

Ciertamente, como decía Bell, las corrientes ideológicas covencionales estaban perdiendo capacidad de movilización, pero eran sustituidas por formas de rechazo de la realidad más radicales y con una inquietante capacidad de autoorganización, creatividad y virulencia.

Cuando a finales de los 80 el mundo del 'socialismo real' (impropiamente calificado como comunista) se derrumba como un castillo de naipes bajo el peso de sus propios errores y de un estancamiento económico extraordinario, otro estadounidense, Francis Fukuyama, ex asesor de Reagan, se precipita a anunciar el fin de la historia, o, lo que es lo mismo, el triunfo irreversible de la democracia liberal frente a todas las alternativas que se le habían opuesto históricamente. A partir de ahí, en teoría, el mundo estaba abocado a una era de tranquilidad y florecimiento económico sin precedentes.

La realidad se encargó bien pronto de desmentir a Fukuyama, del mismo modo que antes lo hizo con Bell. La visceral explosión del fundamentalismo islámico, la ebullición de los pequeños nacionalismos que fragmentaron a Europa aún más de lo que estaba o la emergencia de 'soluciones' social-populistas en América Latina no deja lugar a dudas acerca de la magnitud del error. Eso, por no hablar de la peculiar 'reconversión' de China, que merecería un capítulo aparte.

A Occidente le pierde su pueril convicción de que es el centro y el motor del mundo, su tendencia a trasladar todas las realidades a la escala de las suyas propias y la voluntad de contagiar a todas las culturas del planeta con su 'perfección' liberal-democrática, que no resiste el más mínimo examen, como lo prueba la presente crisis en lo económico y la pauperización del sufragio universal en lo político.

En definitiva, los diagnósticos de Bell y Fukuyama sólo tienen validez -y ésta es parcial- en Occidente y ello, lejos de constituir un signo positivo, conlleva un diagnóstico muy negativo de la cultura occidental, tanto más cuanto todo se mueve y es contemplado ya en un contexto global, planetario.

No puede ejercer como guía universal, por grandes que sean su empeño y su poder, quien atraviesa una crisis de esterilidad intelectual, ideológica y moral tan grave como la que se detecta en el mundo occidental. Especialmente si se tiene en cuenta que dicha crisis es en gran medida artificial, pues parte del silenciamiento deliberado de quienes podrían protagonizar la contestación y la disidencia, y que tal censura -de neta raiz antidemocrática- ya no es practicada por los estados -salvo excepciones puntuales- sino por los grandes complejos multimediáticos que sirven acríticamente a la máquinaria económica, de la que ya forman parte esencial.

Al enterrar virtualmente a las ideologías y a la historia, al primar los intereses del poder económico sobre los de los ciudadanos y al condenar al silencio a toda voz discordante el sistema pone de manifiesto su propia decadencia, su debilidad. La crisis no es sólo económica, no. Su profundidad es mucho mayor y más grave porque su auténtico carácter, previo al caos creado por la avaricia de las minorías, es cultural, moral y político.

Occidente no tiene nada que ofrecer al mundo para fundamentar su voluntad de liderazgo. A partir de una profunda crisis de identidad y de una decadencia no asumidas; en base a la propuesta de principios y valores en los que no se cree y que no se practican ni siquiera a nivel doméstico, no se puede cimentar ningún sueño, ninguna esperanza digna de ser propuesta a todos.

Si no se rectifica -y es harto improbable que se haga-, estaremos en el principio del fin, suponiendo que no nos encontremos ya ahí.

Continuará.

Foto: Francis Fukuyama, autor de 'El fin de la historia y el último hombre'.

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