29 octubre, 2008

Refundar la democracia (VI)


El Estado no es la solución, es el problema.
Ronald Reagan

Mediocre actor de cine y televisión, el 40º presidente de Estados Unidos pasó los primeros cincuenta años de su vida sosteniendo posiciones demócratas y votando esa opción hasta que en los 60 cambió bruscamente. Se dice que tal cambio obedeció a la 'tibia' (?) posición del Partido Demócrata frente al comunismo. Otros lo atribuyen a que entró en contacto con Milton Friedman y éste le 'convirtió'. Sin embargo, probablemente fue la poderosa General Electric quien mayor influjo ejerció en ese cambio.

Tras haber presidido el sindicato de actores SAG (Screen Actors Guild) y denunciado a sus compañeros de profesión de ideas izquierdistas ante el hediondo Comité de Actividades Antiamericanas, Reagan fue contratado como imagen y portavoz de la multinacional (1958-1962). Ahí desarrolló, a plena satisfacción de la empresa, las dotes que le llevarían años más tarde a ser conocido como 'El Gran Comunicador'. Ya en 1964 aparece abiertamente como miembro relevante del Partido Republicano y hace una intensa campaña en apoyo del candidato de su partido, Barry Goldwater.

Hasta qué punto Reagan fue, fundamentalmente, un actor-portavoz toda su vida y no un político genuino es algo difícil de determinar. Lo que está claro es que se tomó muy en serio su papel, hasta el punto de que sólo dos años después de ser elegido gobernador de California en 1966, lo que a cualquier otro actor mediocre -Schwarzenegger, por ejemplo- le hubiera bastado, ya compite, aunque sin éxito, por la nominación republicana a la presidencia. Volverá a intentarlo estérilmente en 1976 frente a Gerald Ford y lo conseguirá finalmente en 1980, con 69 años, lo que le convertirá en el presidente más anciano que ha gobernado Estados Unidos.

Tras dos mandatos del malhadado Jimmy Carter, Reagan aparece como una opción de cambio ante una situación que se caracteriza por el desánimo y la frustración, acentuada en el terreno internacional por el triunfo del sandinismo en Nicaragua y la 'crisis de los rehenes' en Irán, que concluye precisamente el día que Reagan llega a la presidencia. En lo económico, tras la crisis del petróleo, la estanflación ha sentado sus reales y el desempleo se ha convertido en una endemia. Pero el 'salvador' está en la poltrona de la Casa Blanca y la historia va a cambiar.

Reagan llega a la presidencia como profeta del neoliberalismo, patriota, ferviente anticomunista y defensor de los derechos de los estados federados frente al 'exceso de poder' del estado federal. De inmediato elimina el control de precios del petróleo como primer gesto de cara a la reactivación de la economía estancada. La Reserva Federal reduce considerablemente la emisión de dinero para frenar la inflación de dos dígitos que imperaba, lo que logra prontamente, pero al coste de una fuerte recesión en 1981 y 1982. Su política económica, insipirada fuertemente en el monetarismo y ultraliberalismo de Friedman, es bautizada sarcásticamente en esos años como 'Reaganomía'.

El caso es que, por los azares propios de la dinámica económica (la caída de los precios del petróleo, por ejemplo), por las medidas adoptadas o por ambas cosas, la reactivación se produce finalmente en 1983. Para ello, además de lo ya mencionado, Reagan arbitró medidas muy populares entre la clase media, como un drástico recorte de los impuestos, con otras claramente impopulares entre los depauperados, como la reducción del gasto en políticas sociales. Milton Friedman, bendecido con el Nobel en 1976, aplaude entusiasmado. En realidad se aplaude, inmodestamente, a sí mismo.

La aplicación de los principios monetaristas y libertarios (*) de Friedman había fracasado estrepitosamente en el Chile de Pinochet, donde Friedman fue presentado como un profeta por los 'Chicago Boys' que integraban el equipo económico del dictador. Su práctica en la Gran Bretaña de Thatcher se abandonó prontamente, aunque la 'dama de hierro' nunca dejó de ser "una liberal del siglo XIX", como el propio Friedman la calificó. Y esa es precisamente la clave del cambio que se produce a partir de los años 80 en la política económica de todos los países: el retorno al XIX, al capitalismo descontrolado, depredador y salvaje.

Thatcher y Reagan fueron, precisamente, la más acabada expresión política de ese retorno, combinando un discurso ultraliberal en lo económico con otro ultraconservador en lo político. El suyo fue en realidad un papel de representación y defensa de los intereses del más obvio y menos democrático de los poderes: el económico. Y, por supuesto, fueron elegidos y reelegidos por la mayoría de los ciudadanos, que certificaron de este modo su inconsciente conformidad con un modelo económico que hoy, casi treinta años después de su imposición y casi ochenta después del 'crack' del 29, vuelve a caerse en pedazos arrastrando consigo a las sociedades que los soportan a un sima de consecuencias imprevisibles, pero en cualquier caso trágicas para decenas de millones de personas en todo el mundo.

La estúpida fe en la autorregulación del libre mercado se ha pulverizado y sus más fervientes defensores hablan ahora de refundar el capitalismo mientras movilizan un volumen inédito de fondos públicos para sostenerlo (inútilmente hasta la fecha) mientras tanto. ¿Se puede tener alguna confianza en la retórica de los políticos corresponsables de esta catástrofe?

Es es la cuestión. La cuestión, antes que económica, es política. Son gobiernos presuntamente democráticos los que lo han desregulado todo y se han inhibido de todo, serviles y sumisos a los intereses de un capitalismo salvaje y antisocial, regido por la más extrema codicia y una falta de escrúpulos que en la mayor parte de los casos es pura y dura delincuencia de guante blanco.

Conquistas sociales arrancadas a lo largo de siglos por los más humildes con sangre sudor y lágrimas en beneficio de la inmensa mayoría han sido inmoladas ante el sediento Moloch de oro. Todo lo que es bueno para el capital es bueno para la sociedad, se decía. El mercado libre se autorregula, se argumentaba. La flexibilidad en el empleo genera más empleo, se mentía. Así hemos llegado hasta aquí, ante un cataclismo económico de proporciones inéditas y alcance global en el que los estados están intentando cerrar con un chorro gigantesco de fondos públicos las vías de aguas del 'Titanic' de los opulentos.

Sería un error gravísimo diagnosticar que la culpa de este desastre es únicamente de los amos del dinero. Quienes deben vigilar y controlar las consecuencias de la conspiración de la avaricia, en nombre de los ciudadanos a los que representan, se han revelado como cómplices de ella. Aunque contemplado desde un punto de vista radicalmente distinto al empleado por Reagan, nunca ha quedado tan meridianamente claro que "el Estado no es la solución, es el problema".

No hay que refundar el capitalismo, como dice querer Sarkozy. Hay que fundar la democracia, profundizar en ella de modo que nunca más sea posible que quienes dicen representar al 'pueblo soberano' lo traicionen impunemente y acaben vaciando las arcas del Estado a beneficio de sus auténticos señores y patrocinadores. Esa pseudodemocracia no nos sirve. Nunca lo ha hecho y pensar que va a ahorrarnos futuros sobresaltos y sacrificios es algo más que absolutamente ilusorio. Es estúpido.

(*) Dentro de la anómala taxonomía política estadounidense, que califica como 'liberal' a la gente izquierda, se autodenominan 'libertarios' (libertarians) quienes quieren la total inhibición del Estado en la economía, la enseñanza, la sanidad... a mayor beneficio de la iniciativa privada. De hecho es la línea más radical del ultraliberalismo y el neoconservadurismo. Nada que ver con el libertarismo histórico, de raiz anarquista. Quienes siguen reivindicando esa ideología en Estados Unidos se ven obligados a calificarse como 'left libertarians'.

Imagen: Ronald Reagan saluda a Milton Friedman, su 'Pigmalion' económico.

Continuará.

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