09 abril, 2014

Queremos tanto a Suárez... (y IV)




Cuando concluye la legislatura casi se puede dar por desaparecida a la UCD. Perdido el liderazgo de Suárez, que funda el Centro Democrático y Social (CDS), se produce una desbandada considerable, y el democristiano Landelino Lavilla recoge el testigo. Los resultados electorales para ambas formaciones centristas serán decepcionantes, pues, seguramente como consecuencia del intento golpista del 23-F y de la aprobación del ingreso en la OTAN, el electorado se polariza fundamentalmente en las opciones supuestamente menos ambiguas, favoreciendo al PSOE  con una mayoría absoluta sin precedentes ni consecuentes (202 escaños) y estableciendo como segunda fuerza a AP-PDP (107). UCD sólo logra 11, con un descenso de votos del 77,3 por 100 y Suárez, en su debut con el CDS sólo logra dos escaños.

La situación mejorará sensiblemente en 1986, al lograr 19 escaños, los mismos que AP en las primeras elecciones, pero volverán a caer en 1989 a 14. En el seno del partido se reconsidera la equidistancia del mismo entre AP y el PSOE, especialmente después de que AP cambie su denominación por PP y se defina como partido de centro reformista, desde 1990 bajo la dirección de Aznar. En 1991, tras una severa derrota en las elecciones municipales y autonómicas, Suárez renuncia a la presidencia del partido y también, definitivamente, a la actividad política. Fraga se ha salido al fin con la suya, ocupar virtualmente el centro político, pero fue Aznar quien lo rentabilizó en su lugar. Al igual que Suárez, Fraga tuvo que irse, pero lo hizo a Galicia, a gobernar. El piloto de la transición, sin embargo, tuvo que empezar una nueva vida como abogado, pero añorando, según algunos afirman, la actividad pública y con cierta tristeza por no poder hacerlo y por el trato recibido de parte de algunos rivales políticos, pero también de supuestos amigos o conmilitones. De su actividad como abogado no se sabe gran cosa. Trataba con empresas extranjeras y también con algunas organizaciones humanitarias. Al parecer había renunciado a cualquier tipo de regalía al abandonar la presidencia del Gobierno.


Tras el abandono de la política, su vida personal ha sido tan privada como pudo hacerla. Se volcó en su familia, en compensación a todas las horas que su pasión por la política y su obsesión por hacer bien las cosas le había negado, pero de la familia le vinieron también los peores disgustos y las mayores inquietudes. La enfermedad y muerte por cáncer de su esposa Amparo y de su hija Mariam no sólo fueron heridas profundas para una hombre ya muy herido, sino que el coste de los tratamientos le puso al borde de la ruina. Hubo de hipotecar sus propiedades en Ávila, que finalmente fueron embargadas.


Del lado de las satisfacciones sólo una, que seguramente le compensó un poco por sus desvelos y fue un bálsamo para sus heridas. En 1996 recibió el premio Príncipe de Asturias de la Concordia, el más adecuado para quien concentró toda su actividad en la búsqueda y el logro de consensos, en la conciliación de contrarios, en la superación de las desconfianzas e incluso de los odios que habían generado una sangrienta guerra civil y una larga y cruel dictadura 


Su última aparición pública tuvo una motivación doble: política y familiar. Su hijo, Adolfo Suárez Illana, se presentaba a la presidencia de Castilla-La Mancha por el PP, y su padre, sin duda afectado ya por la devastadora enfermedad que le causaría la muerte, participó el 2 de mayo de 2003 en un mitin en Albacete para darle su apoyo. Recientemente se han podido ver en TV imágenes de la patética situación que se produjo, cuando el ex presidente, visiblemente nervioso e inseguro, se ‘perdió’ durante la lectura de su intervención.

   
Su hijo lo explica –e intenta justificarse- así: "Mi padre ya estaba mal y yo no quería que acudiera al mitin, pero él insistió. Entonces le escribí un discurso con letras muy grandes. Leyó bien el primer folio, pero en el segundo perdió el hilo y volvió a leer el primer folio. Él se dio cuenta y dijo: 'Perdonen ustedes, pero creo que me he liado'. Retomó los papeles y empezó a repetir el fatídico folio. Finalmente dejó de lado el discurso preparado y con su espontaneidad habitual dijo: 'Bueno, para qué mas discursos, yo lo que os quiero decir es que mi hijo es una persona de bien y que hará muy bien su trabajo'. (Extraído de ‘El Mundo’)


Aquella situación debió haberse evitado. Suárez no era ya dueño de sí mismo y esa instrumentalización política fue, de hecho, una última traición a quien tantas intrigas y ataques insidiosos había sufrido, ésta promovida, además, por quienes habían causado su retirada de la política para ocupar virtualmente un ‘centro reformista’ político, a cuya praxis nunca han hecho honor.


Quienes
en estos días se lamentan amargamente de que se esté poniendo en cuestión el éxito de la transición, y abrazan amorosamente la figura de un Suárez al que destruyeron, deberían admitir finalmente que dicha transición fue abortada por un intento de ‘golpe’ de Estado bajo sospecha de autogolpe bien orquestado. Esa ‘transición perfecta’, que se pone como ejemplo desde el chovinismo nacional, fue realizada bajo una extraordinaria presión fáctica y dejó demasiados cabos sueltos. De hecho, dos nuevos planes golpistas, en 1982 y 1985, de características extraordinariamente violentas, fueron frustrados sin grandes consecuencias para los implicados. Había que quitarle hierro, no provocar al ejército.

Así hemos llegado a un país en el que, bajo una crisis económica gravísima, que afecta en mayor grado a los más débiles, todo se pone en cuestión, desde la forma de Estado a la unidad territorial. Los derechos se revisan a la baja y los deberes, al alza, por un Gobierno que hace gala de una indiferencia y una arrogancia que nada tienen que ver ni con un partido de centro ni con una democracia digna de tal nombre. Y mientras tanto, los cadáveres de los miles de desaparecidos de la guerra civil siguen sin una sepultura digna.


¿Transición? ¿Para cuándo?


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