25 abril, 2004

Matar a Arafat

La indecencia arrogante e impune del gobierno israelí parece no conocer límites. Ahora, ese monstruo corrompido y sanguinario que es Ariel Sharon se declara desvinculado de la promesa que hizo a su padrino, Estados Unidos, de no asesinar a Arafat. Y de ello sólo cabe concluir, ineludiblemente, que Bush le ha dado "permiso" expreso para atentar contra el jefe de la Autoridad Nacional Palestina. O, lo que es lo mismo, que podemos dar a Arafat por muerto.

El "derecho" a asesinar a Arafat sería una más entre las concesiones impropias que la Casa Blanca ha decidido hacer al gobierno genocida de Israel, junto con el visto bueno a la apropiación de una buena parte de los territorios ocupados durante la "guerra de los seis días", so pretexto de la consolidación "irreversible" de los asentamientos de población israelí, tantas veces denunciados a nivel internacional, en ellos. He ahí en qué ha quedado la promesa de poner fin al contencioso entre israelíes y palestinos que se utilizó como vaselina para hacer más viable ante la opinión pública internacional el desproporcionado supositorio de la invasión de Irak.

La guerra de Irak, lejos de favorecer una solución pacífica y justa para los palestinos, ha potenciado la impunidad del gobierno israelí para hacer añicos la malhadada "hoja de ruta", acelerar su política de terrorismo de Estado -tan de Estado que la practica el propio ejército con medios desproporcionados- e imponer "de facto" su punto de vista y sus intereses, arruinando toda posibilidad de un acuerdo, aun a largo plazo. Incluso han transcendido algunos detalles sobre un intento fallido del servicio secreto israelí de crear una célula de Al Qaeda en Gaza para justificar más y mejor sus acciones abusivas en la franja. La lucha internacional contra el terrorismo se ha convertido en una coartada providencial que Sharon ha sabido aprovechar.

Si Israel mata a Arafat no hará otra cosa que cerrar un círculo sangriento, basado en el asesinato, que se inicia tan remotamente como en 1972, cuando decide responder a la acción de Septiembre Negro en Munich contra el equipo olímpico israelí con una secuela de atentados mortales dirigidos no tanto contra los líderes de aquella facción terrorista como contra todo el entorno de Arafat, especialmente el que, con creciente éxito, gestionaba la representación internacional de la OLP ante los gobiernos occidentales, en busca de apoyo para su causa, hasta entonces prácticamente silenciada.

Esa línea de actuación, impropia de un Estado de derecho, ha tenido escasas pausas durante estos más de treinta años y, lejos de disminuir, se ha acelerado en los tiempos más recientes, al amparo de la nueva política internacional definida por Bush y su camarilla. Los asesinatos del jeque Yassín, líder espiritual de Hamás, y de su sucesor, Rantisi, evidencian una escalada que tendría en Arafat su culminación.

El jefe de la Autoridad Nacional Palestina es el hombre que ha dirigido los azarosos destinos de su pueblo durante cuatro décadas. Desde el expolio de su tierra y la imposición de la dramática alternativa entre el exilio o la humillación, centenares de miles de palestinos han pasado por una terrible travesía del desierto, con escalas en Jordania, Líbano, Túnez... y el mundo. A lo largo de esa pesadilla, Arafat ha perdido a sus mejores hombres, pero no la esperanza de llegar a un acuerdo de paz y lograr el reconocimiento del derecho a una patria, al menos en una parte del territorio que habitaron sus ancestros.

Finalmente, en 1993, el acuerdo de Oslo, basado en el mutuo reconocimiento del derecho a la existencia como nación entre Israel y Palestina, pareció el principio del fin de la larga marcha palestina de derrota en derrota. Sin embargo, el 4 de noviembre de 1995, Isaac Rabin, el hombre que había firmado la paz con Arafat, fue asesinado por un joven ultraortodoxo judío en lo que tuvo todas las trazas de una conspiración interna a la que no serían ajenos los siempre oscuros servicios de inteligencia. Final abrupto del breve sueño.

La era Sharon, que culmina un proceso político regido por la intransigencia de los partidos religiosos israelíes, minoritarios pero necesarios para conformar mayorías parlamentarias, es el imperio de la provocación y el abuso. Está marcada a sangre y fuego por una política destinada a convertir en papel mojado todo lo acordado en Oslo. Cuando en septiembre de 2000, en plena campaña electoral israelí y protegido por un millar de policías, Sharon se interna en la explanada de las mezquitas de Jerusalén no sólo está haciendo un obvio guiño al electorado fundamentalista judío sino desatando deliberadamente la ira de los palestinos.

Desde ese día todo fue a peor, que es como a Sharon le gusta que vayan las cosas para aplicar su particular versión de la ley del Talión: cien palestinos por cada israelí. ¿Será el asesinato de Arafat el último o el comienzo de un baño de sangre sin parangón? A Sharon no le preocupa y a los ultraortodoxos aún menos. Dios está con ellos. También los musulmanes lo creen. Los pueblos que afirman que sus dioses los prefieren, les cuidan e incluso les hablan para darles órdenes constituyen un peligro para la humanidad en este convulso siglo XXI, en el que todos los frutos positivos del racionalismo y la secularización occidental están siendo puestos en cuestión a causa de las contradicciones de quienes dicen sustentarlos.

Si Israel asesina a Arafat no sólo pondrá en pie de guerra a todos los palestinos -cosa que, sin duda, no crea la menor inquietud en Sharon y sus socios- sino a todo el mundo árabe-islámico, que ya está -por ahora de modo minoritario, pero violentísimo- abiertamente enfrentado con Occidente. Que Israel y Estados Unidos arrojen sistemáticamente leña al fuego sería asumible si sólo ellos pagasen las consecuencias. El problema es que, al ritmo que van los acontecimientos, ambos pueden estar a punto de pisar la mina que desate una conflagración mundial que no van a ser ellos los únicos en pagar.

He ahí un riesgo con el que la Unión Europea no debe ser solidaria. Es urgente -y España puede haber comenzado a desempeñar un papel importante en ello- marcar distancias, primero, y ejercer una firme presión, inmediatamente después, para reconducir el conflicto entre israelíes y palestinos y replantear las relaciones occidentales con el mundo islámico sobre bases de equidad y respeto. De lo contrario estaremos alimentando el fuego del radicalismo integrista musulmán, firmemente convencido de que vale la pena morir matando, y que, en estas gravísimas circunstancias, no puede sino crecer hasta hacerse con el poder en países cuyos gobiernos, todavía hoy, son no beligerantes.

Claveles marchitos

A revoluçao dos cravos: Treinta años después, se registran hoy miradas llenas de nostalgia y perfumadas de romanticismo sobre la jornada del 25 de Abril de 1974 en Portugal. Hay que admitir que aquello fue muy bonito, especialmente contemplado desde la limítrofe España de la dictadura. A qué negarlo. Pero nadie ignora que aquellos soldados armados con fusiles que sólo parecían fabricados para disparar claveles sobre la multitud, reconciliada por primera vez con el ejército de su país, no alumbraron ninguna revolución. Spinola fue el Suárez portugués; Soares fue el González.

Los sueños revolucionarios de militares radicales como Saraiva de Carvalho, Rosa Coutinho o Vasco Gonçalves se hundieron en poco tiempo bajo el peso del miedo al riesgo de muchos de los que se habían lanzado a la calle para celebrar el golpe. Una cosa es terminar con una dictadura y otra muy diferente hacer una revolución. La mayoría del pueblo portugués, finalmente, sólo quería el retorno de la democracia.

Y eso es lo que hay. La transición española dista mucho de ser tan fotográfica y estética, pero es lo mismo. La única diferencia es que los españoles de izquierda revolucionaria tardaron mucho menos tiempo en perder la esperanza porque nadie les dio la más mínima oportunidad de alentarla.

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