Se nos ha muerto Katharine Hepburn. Y digo que se nos ha muerto porque cuando desaparece alguien de su talla todos perdemos algo, independientemente de cuánto conozcamos y apreciemos (o no) al difunto. Katharine Hepburn era un referente insustituible de una forma de ser mujer y de ser persona.
Más allá de su personalidad artística, puesta de relieve -por ejemplo- con doce nominaciones al premio Oscar, pretendo hablar de la mujer equilibradamente precursora que Katharine Hepburn fue. De su dignidad, de su independencia, de su energía, de su generoso corazón.
Hija de un médico y de una sufragista, su desarrollo personal fue, sin duda, potenciado por un entorno familiar en el que la idea de libertad iba más allá de las palabras y de los intentos fallidos. Esa saludable semilla encontró en la aparentemente frágil Katharine terreno abonado y en ella creció hasta producir una de las personalidades femeninas más atractivas y queridas del planeta.
Huelga decir que su atractivo distaba de tener un sustento "sexy". Su figura esbelta, angulosa y casi anoréxica no era precisamente paradigmática de un concepto de belleza que tuvo en la malograda Marilyn Monroe su mayor y más exuberante exponente. Lo que Katharine transmitía magnéticamente era, sin embargo, inequívocamente femenino.
La suya era una femineidad asumida sin conflictos ni dobleces, resuelta y tierna, irónica y sincera, apasionada y cerebral. El hecho de que fuera durante toda su vida integrante habitual de las listas (tan americanas) de "las más admiradas" habla por sí solo de la capacidad que tuvo para transmitir una imagen sincera, accesible, envidiable, en la gran pantalla y fuera de ella.
Se me dirá que era una gran actriz y que ello explica esa admiración general e indeclinable, pero yo creo que lo que emanaba de Katharine Hepburn, independientemente de sus impecables y atractivas actuaciones, era una extraordinaria personalidad de mujer inteligente, liberada y encantadora.
Nadie, ni siquiera en estos tiempos, ha sido capaz de transcender en tal medida la femineidad desde la libertad, la personalidad y la ausencia de complejos.
Seguramente la estrella fallecida dio lo mejor de sí misma fuera de las cámaras. Un ejemplo elocuente de ello podría ser su relación con Spencer Tracy, otro gran actor al que, por amor y sólo por amor, acompañó y confortó hasta su muerte. Para ello, en la América puritana e hipócrita en la que se desarrolló su amor, afrontó dificultades que habrían derrotado a cualquiera menos fuerte y resuelta que ella. Tracy no sólo era un alcohólico crónico, sino que además estaba casado y, como católico que era, rechazaba el divorcio.
Ha muerto una gran actriz, pero también -y sobre todo- un extraordinario ser humano y yo termino estas líneas con la insoportable sensación de no haberla hecho justicia, de no haber alcanzado a describir lo que fue, quién fue.
Tal vez, sin embargo, haya quedado claro que fue. Es decir, que es. Eso me consolaría
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