Al fin conocemos el contenido de lo que se ha dado en llamar "Plan Ibarretxe": un sueño, un delirio, una carta a los Reyes Magos.
"Todos queremos más", como decía una vieja canción. Y los nacionalistas vascos quieren más y más y mucho más. Lo quieren todo. Es típico de la dinámica de los partidos nacionalistas. Es su tragedia. Sus programas van dirigidos a una clientela ávida de unos privilegios cuya demanda es alentada fundamentalmente en base a la "diferencia nacional", que en este caso se limita a la existencia de una lengua originalmente paupérrima y condenada a la desaparición, que, por razones exclusivamente políticas, se unificó y refabricó para darle solidez a un empeño secesionista cuyo nacimiento coincide en el tiempo -significativamente- con la debacle colonial de la última década del siglo XIX, o sea, con la mayor crisis de la historia de España desde su nacimiento. A eso se le llama oportunismo carroñero.
Ni lo que hoy se conoce como el País Vasco ni ninguno de sus territorios ha sido independiente jamás desde que el estado español existe, ni antes ni después el pueblo vasco tuvo conciencia de unidad. El único territorio integrado después de 1492 fue Navarra, que tuvo sus propios fueros, diferentes a los de Euskadi, y que el nacionalismo vasco reclama para sí, como las "provincias vascas" del sur de Francia. Por pedir no ha de quedar.
Las demandas del nacionalismo vasco han sido generadas artificial y artificiosamente y no surgieron precisamente desde el pueblo, sino desde las élites, empeñadas en hacer "la pesca milagrosa" en las aguas revueltas de un desastre nacional que supuso la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas y la sangría de una guerra dilatada, estéril y frustrante en Marruecos.
Pero el nacionalismo euskaldún no sólo tienes unos vergonzantes orígenes carroñeros. A ello hay que sumar el racismo rampante de su fundador, Sabino Arana, hijo de un naviero carlista e inicialmente carlista él mismo, que, a partir de un etnocentrismo excluyente, concomitante con los principios nazis de la pureza racial aria, y de su empeño en la potenciación de la rural y semimuerta lengua euskera, da a luz un engendro "ideológico" vasco-cristiano-reaccionario del que su fruto político, el PNV, nunca ha abjurado. Seguramente por la misma razón por la que el Partido Popular siempre se ha negado a condenar -en sede parlamentaria o fuera de ella- el golpe de estado fascista del general Franco contra la vigente legalidad republicana. Hay que conservar la clientela a toda costa, por muy embrutecida que esté, aunque la corrección política y la presunción democrática sufran las consecuencias.
Pero volvamos a los delirios del "padre" Ibarretxe y a la tragedia del nacionalismo vasco. ¿Por qué el PNV ha creido necesario redefinir sus objetivos, sin ninguna perspectiva final de éxito, a estas alturas de la historia? La respuesta es muy simple: por pura lógica partidista, por un elemental y ramplón electoralismo.
Las circunstancias han situado al PNV y a EA -gracias, por cierto, a la denostada "política española", que dirían ellos- en la excepcional y privilegiada situación de ser el único referente del voto nacionalista, tanto de derecha como de izquierda. Esta coyuntura requiere dar mayor verosimilitud al empeño independentista, para cosechar los votos del abertzalismo radical. Eso exige un plan que defina objetivos más ambiciosos y teóricamente inmediatos. No importa que sean descaradamente irrealizables porque el mero intento de cumplirlos conduciría a un caos sociopolítico y económico de consecuencias funestas. Y no importa porque el nacionalismo moderado vasco no contempla la posibilidad de tensar tanto la cuerda como para que se rompa.
En las cúpulas del PNV y de EA no hay ningún idiota. Hay demagogos y oportunistas, eso sí. De hecho, sin demagogia ni oportunismo no hay partido nacionalista que pueda confrontarse electoralmente con posibilidades de éxito a las opciones no nacionalistas. La diferencia "ideológica" decisiva es ese demagógico programa máximo, ese delirio independentista. Esa es la zanahoria que se sitúa ante los ojos unidireccionales del burro (con perdón) para que camine por el sendero del voto nacionalista. El palo, por supuesto, lo pone el Estado "centralista y opresor" (bendito sea, se dicen en su fuero interno). Y el invento, si se trabaja con finura, funciona a las mil maravillas.
Lo que PNV y EA quieren es lo mismo que todos los partidos: la mayoría absoluta, la ruina electoral de sus rivales. El autobús blindado del Estado (bendito sea, se repiten), con la ayuda de una nueva y cuestionable normativa de Tráfico cuya adecuación a la Constitución y a la legislación vigente ofrece severas dudas, ha sacado violentamente de la carretera y dejado fuera de la competición al "bólido suicida" del nacionalismo radical. Y ahora la señorial limusina del nacionalismo conservador rediseña su carrocería con rasgos feroces y toma prestadas algunas ruidosas piezas del motor del bólido suicida para situarse en la línea de salida de un ya próximo horizonte electoral con todas las garantías de éxito.
La política partidista es representación. Representación en el sentido teatral del término. Y la función debe continuar aunque haya muerto sobre las tablas uno de los actores principales. Eso le da más emoción al argumento y justifica su continuación.
Atención al escenario porque -si la representación se desarrolla de acuerdo con la lógica dramática- asistiremos boquiabiertos y en suspenso a un alarmismo exagerado de los partidos no nacionalistas y a sus amenazas de pasar a mayores mientras el "héroe" de la obra se empecina en sus propósitos de emancipación.
Lamento adelantarles que se trata de un "culebrón" basado un un bucle argumental recidivante que puede llegar a aburrir a fuerza de repetición, pero peor es la telebasura.
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