Leo con perplejidad la entrevista inane con Tony Blair que publica el influyente triángulo mediático europeo integrado por los diarios Die Zeit, Le Monde y El País. Uno se pregunta inevitablemente por qué se difunden unas declaraciones tan prescindibles, en la medida en que no aportan nada nuevo ni significativo. La única conclusión posible es que estas tres instituciones del "cuarto poder" se han sumado a la campaña de lavado de imagen y cauterización de heridas que parece haberse impuesto en el marco occidental tras la división que produjo la intervención en Irak, aventura en la que Blair, Aznar y Berlusconi se decantaron desde el principio del lado de Washington.
La entrevista se produce después de que el Parlamento británico le salve el trasero y algo más a Blair con los votos de su propio partido, otrora dividido. Del trío sicario europeo, Blair es el único que lo ha pasado realmente mal a nivel de política interior. La rebelión de su partido y las acusaciones de la BBC lograron borrar de su cara la implacable sonrisa de dinámico y exitoso vendedor de productos milagro. Pero todo pasa.
La prueba de que todo pasa y de que, por medios artificiales, se trata de generar en todos nosotros una endémica mala memoria es la entrevista a la que me refiero, en la que medios informativos inicialmente críticos con la guerra le ponen servilmente a Little Tony Blair su prestigioso micrófono ante la boca para que recite sus conocidos axiomas.
Dos de esos axiomas merecen un pequeño comentario. Uno es que hay constancia de la existencia de armas de destrucción masiva y que tarde o temprano aparecerán. Tras el tiempo transcurrido en la inútil búsqueda de ese armamento que supuestamente amenazaba la seguridad mundial, primero por los inspectores de la ONU y luego por las propias tropas de ocupación, sólo cabe concluir que tal armamento sólo será encontrado si previamente es colocado allí. Esperemos que, como siempre, se confíe en la indolente memoria pública y no se recurra a esa indecencia suplementaria.
El otro axioma es que el proceso de paz en Oriente Próximo no sería posible si previamente no se hubiese acabado con el régimen de Sadam Hussein. Esto es descaradamente falso. La lista de los premios Nobel de la Paz -para irreversible desprestigio del galardón- está integrada por algunos protagonistas de procesos de paz probablemente tan viables como el que ahora se está desarrollando. La intransigencia israelí, que es el obstáculo real y sistemático para la paz, nada tiene que ver con la presencia en el poder de Sadam o con la inexistente amenaza siria. Es absolutamente endógena y encuentra su fuente de legitimidad en un documento tan remoto e intocable como la Biblia, que desde le punto de vista del fundamentalismo judío (tan virulento o más que el islámico) define los límites del reino de Judá. Y sería inútil tratar de persuadir a los empecinados sustentadores de tan vetusto documento notarial que esgrimirlo a estas alturas de la historia es como si Italia reclamase ahora su derecho sobre los territorios del imperio romano.
La ratera complicidad entre Gran Bretaña y Estados Unidos es casi tan antigua como la pérdida del imperio británico. Tras el disgusto inicial de tener que renunciar a sus colonias (exigencia que, por obvias razones rapaces, los norteamericanos impusieron a todos los contendientes en la segunda guerra mundial) el Foreign Office y la Secretaría de Estado encontraron rápidamente que los inescrupulosos WASP de uno y otro lado del Atlántico tenían demasiados intereses comunes como para distanciarse. Por ejemplo, el petróleo.
El oro negro estuvo en el origen de su primera canallada en común, la de derribar al presidente democrático de Irán, Mossadeq, por permitirse nacionalizarlo, y poner en su lugar a un tirano de opereta (Mohamed Reza Pahlevi, alias el Shah), con pujos de emperador persa, cuyo derrocamiento popular condujo, años más tarde, al nacimiento de la república fundamentalista presidida por el retrógrado Jomeini. De ahí se pasó a alentar y armar hasta los dientes al ambicioso Sadam para lograr, por vía indirecta, derrotar militarmente al nuevo régimen iraní. Sadam, tras su fracaso bélico, reclamó Kuwait, tema sobre el que la entonces embajadora norteamericana en Bagdad, April Glaspie, respondió sibilinamente que Estados Unidos no tenía opinión (y sí la tenía, como se vio) y... de aquellos polvos vienen estos pantanosos e infectos lodos.
Intentar vestir esta tragedia con la coartada de que se pretende reponer la democracia en Irak y neutralizar la amenaza que las inexistentes armas de destrucción masiva suponen para la paz mundial sólo subraya el cinismo de quienes sustentan tal argumentación.
Pero más allá de todo eso, para nuestra desgracia, lo que evidencia tal actitud es el desprecio que ciertos dirigentes presuntamente democráticos sienten por la verdad y por la ciudadanía que les puso donde están. Lamentablemente, las estructuras de toda democracia formal están concebidas para que estos pecados de lesa humanidad y de lesa democracia queden eternamente impunes.
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