A la espera de conocer el ‘clarificador’ discurso de Rajoy, prefiero evitar una valoración definitiva de la convención que, con una parafernalia escenográfica oscilante entre la imitación de similares fastos en el floklore político estadounidense y la evocación de la nunca bien ponderada Feria del Campo franquista, está celebrando el Partido Popular.
No son signos lo que falta para hacerse una idea de lo que Rajoy estará a punto de decir mientras escribo estas líneas. Sus dos triunviros ya han dado pistas más que suficientes acerca del hecho de que lo último que la peculiar reunión se ha planteado es una revisión de su actual política de oposición (si cabe denominar así al conjunto de delirios, alarmismos apocalípticos y mentiras tan obvias como perversas que caracterizan su acción).
Ocurre que Rajoy va a trazar las líneas del futuro de la estrategia del partido (o eso es lo que se espera) y ante tan prometedora y estimulante oportunidad es preferible esperar, no sea que nos sorprenda con alguna de esas propuestas centristas de las que “más de ciento en horas veinticuatro/ sin ponerse en marcha se anularon”.
Precisamente el futuro protagoniza -en teoría- la convención. “Hay futuro” reza en su frontispicio. Y tal afirmación no se refiere tanto al futuro de ‘su’ querida España como al de su descentrado artefacto de poder. Es la respuesta a la inquietud interna, porque, contra lo que todos sostienen como un solo hombre de dientes para afuera, crecen las dudas internas acerca de que la irresponsable dirección adoptada sea la más acertada para volver a La Moncloa.
El drama de la derecha española es que, cuando no tiene el poder, le ocurre lo que al vagabundo de la canción, que no sabe quién es ni de dónde viene ni a dónde va. Es una tropa tan diversa y tan ansiosa que resulta imprevisible y tiende a dejarse galvanizar por las propuestas más montaraces. Es como una engolfada hinchada futbolera que, aunque vaya perdiendo por goleada, evita cuestionarse la capacidad del entrenador y se gratifica con la visión y la práctica del patadón y la zancadilla. Y, por supuesto, atribuyéndole a la madre del árbrito la profesión más antigua del mundo. La diferencia es que, en este caso, ni siquiera creen que vayan perdiendo, aunque muchos lo sospechan.
¿Con qué debemos quedarnos?, se pregunta la perpleja militancia. ¿Con las invitaciones a la moderación que formula Ruiz-Gallardón? ¿Con la justificación implícita del golpismo que hizo Fraga al definir el 23-F como “cuando algunas personas, sin duda llenas de buena voluntad, con un gobierno dimitido, intentaron dar un golpe militar de Estado". ¿Con la fe incombustible que Aznar tiene en la mentira como instrumento político, con sus pesadillas balcánicas y su incondicional alineamiento con Bush? ¿Con las justificaciones del gamberrismo político y la afirmación de su necesaria continuidad formuladas por Acebes y Zaplana?
Y a todo esto, ¿en qué consiste el centro político reformista que se insiste en sostener contra toda evidencia? ¿Qué hay que reformar que no sea el propio partido? ¿La Constitución que tanto le costó admitir a Fraga y a los otros seis “magníficos” ex ministros de Franco? Ahora -es la última tendencia- intentan definirse como liberales. ¿Cómo el austriaco Jörg Haider?
No se aclaran, pero mientras tanto se han convertido en la oposición más indecente e irresponsable que ha conocido hasta ahora la democracia española. No están a la altura ni van camino de estarlo.
En el pecado se lleva la penitencia. Una prolongada excursión por el desierto suele producir profetas. Y es por ahí, por el desierto, por donde vaga la abigarrada tribu expulsada del poder por su mala cabeza, a la que siguen rindiendo culto cual si de infalible becerro de oro se tratase.
Go down Moses!
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