Cuando, recientemente, el Poder Judicial exigía el debido respeto a sus decisiones y afirmaba su absoluta independencia de cualquier otro poder estaba reclamando de la sufrida ciudadanía española un acto de fé (que es creer lo que no vimos) contrario a puntuales evidencias. Desde el momento en que -por ley- determinadas instituciones jurisdiccionales claves conforman su composición de acuerdo con la del Parlamento su independencia no sólo es cuestionable. Es imposible.
En su momento, el jactancioso y pedante Alfonso Guerra (el mismo que, travestido en Evita, afirmó que su partido era el de los ‘descamisados’) sentenció “Montesquieu ha muerto”. Con ello aludía inequívocamente a la eliminación de la separación de poderes sin pararse a considerar -al parecer- que una democracia sin una separación de poderes verosímil es, cuando menos, una democracia discutible.
Ahora nos hallamos de nuevo ante una de las consecuencias lamentables de la ‘muerte de Montesquieu’: la recusación del juez del Tribunal Constitucional Pablo Pérez Tremps para intervenir en la votación sobre la constitucionalidad del Estatuto de Cataluña, exigida por el PP y aprobada anoche por el TC, donde los representantes conservadores están empatados con los progubernamentales. Al no poder votar el propio recusado se consumó la recusación.
El argumento para cuestionar la independencia de Pérez Tremps no puede ser más frágil. En su momento (año 2003) la Generalitat le encargó un informe académico (o pericial) sobre la política exterior autonómica a la luz de la Constitución. El estudio se dilató en el tiempo y finalmente lo pagó quien no lo encargó: el tripartito catalán. He ahí la ‘prueba del delito’.
¿Si un órgano de la transcendencia del Tribunal Constitucional concluye la falta de independencia de uno de sus miembros en una cuestión concreta no está cuestionando su independencia a todos los efectos? ¿Puede ese mismo Tribunal seguir afirmando su propia independencia y exigiendo fe a los ciudadanos?
¿Puede la ciudadanía confiar en la independencia partidista del Tribunal Supremo cuando sus jueces son elegidos por el Consejo General del Poder Judicial, cuyos miembros son elegidos -como los del TC- de acuerdo con los resultados en las urnas? Que lo haga quien tenga fe ciega, total desinformación o partidismo absoluto.
La cúpula judicial española sigue controlada por los miembros que deben su presencia en ella a la mayoría absoluta del Partido Popular y éste hace cuanto puede para dificultar su renovación y conservar ese decisivo reducto de poder. Dado el enrocamiento del PP en una oposición sucia y desleal, de noes sistemáticos, gratuitos alarmismos y rotundas mentiras, lo que toda esta situación está poniendo en cuestión ante los ojos crecientemente escépticos de los ciudadanos es la credibilidad de nuestra democracia.
En ese contexto no es sorprendente que la vicepresidenta del Gobierno, que procede de altas responsabilidades en la judicatura y siempre ha expresado su respeto a las decisiones que de ella proceden, haga una denuncia tan contundente como la que hoy ha formulado contra el Partido Popular. Fernández de la Vega ha denunciado la insistencia de los ‘populares’ en “pervertir” el funcionamiento del Estado de Derecho, en poner en duda a las instituciones con fines partidistas y en resucitar la “estrategia del ruido” para confundir a los ciudadanos.
Todo indica que al juez Pérez Tremps no le queda otra salida coherente que dimitir, a la vista del gravísimo cuestionamiento de su independencia que han formulado, junto al principal partido de la oposición, seis de sus compañeros en el TC. Dado que su puesto es uno de los dos que decide directamente el Gobierno, éste quedará así en libertad para nombrar otro.
Frente a esa posibilidad más que razonable el inefable Zaplana, que considera la recusación como un triunfo de la democracia, se ha precipitado a decir que no cree que el Ejecutivo “se atreva a tanto” porque sería impropio de un sistema democrático. Como diría su no menos inefable compañero Trillo, ¡manda huevos!
Volviendo al principio: lo que está sucediendo es muy grave, tan grave que exigiría la urgente resurrección de Montesquieu, el restablecimiento de la división de poderes que precisa la credibilidad democrática. Sólo hay un problema y no pequeño. Tal reforma requeriría un consenso general del que no podría estar ausente el Partido Popular.
Apaga y vámonos.
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