Se veía venir, pero ello no limita la tristeza ni la indignación que produce el anuncio por parte de ETA de que pone fin al alto el fuego, finiquitado ‘de facto’ con el atentado brutal en la T-4 de Barajas.
Los ‘cerebros’ de la banda han esperado a la celebración de las elecciones para hacer oficial la ruptura con ‘argumentos políticos’ recientes y supuestamente contundentes, pero, inmersos en su burbuja fanática y maximalista, lo único que aciertan a emitir en su comunicado es una especie de eructo ideológico inane.
La lectura de su ‘aclaración’ nos lleva, una vez más, a la constatación de la miseria intelectual -y por ende moral- que habita en las mentes de quienes rigen esta banda armada, empeñada en erigirse en representante de los ideales de todo un pueblo y en defensores de un sueño de independencia que siempre deviene pesadilla en sus manos.
En el panorama político español hay dos áreas necesariamente forzadas a definirse sin ambigüedades ante la nueva situación: a nivel del Estado, el conjunto de los grupos políticos democráticos (todos, no sólo los dos partidos mayoritarios), y a nivel del País Vasco, la izquierda abertzale, habitual cobertura política de los asesinos.
Ha llegado el momento de recuperar la unidad en la lucha contra el terrorismo, rota interesadamente y erróneamente (como lo prueban los hechos) por el principal partido de la oposición en su propósito de obtener réditos políticos de la intoxicación permanente acerca del alcance de un diálogo, que, en la medida en que era y debía ser secreto, facilitaba sus deliberados e irresponsables excesos de interpretación.
Ese frente antiterrorista debe incluir, ineludiblemente, al conjunto de las fuerzas que rechazan la violencia como instrumento de la acción política. Un nuevo consenso contra el terrorismo debe ser un auténtico pacto de Estado que represente al conjunto de la sociedad y a sus diversas opciones políticas y no sólo, como era en el pasado, a los dos partidos que se turnan en el Gobierno de la nación.
Para Batasuna debería haber llegado la coyuntura histórica precisa que marque su ruptura con la insostenible y dictatorial tutela de los violentos; la autonomía y liberación de su discurso político; el fin de la justificación del callejón sin salida de la lucha armada.
Lamentablemente, si alguna reacción en ese sentido cabe esperar tras la nueva vuelta de tuerca de ETA, no será en absoluto colectiva. Existe una larga tradición de apartamiento individual y silencioso de los disidentes que tiende a perpetuarse. El miedo tiene mucho que ver en el hecho de que las divergencias no se exterioricen y el discurso sea panfletariamente monolítico.
Hay, sin embargo, un caso paradigmático de coherencia valiente e impune: Patxi Zabaleta, miembro fundador de la coalición Herri Batasuna en tanto que representante del partido HASI. Su trayectoria es buena prueba de la viabilidad, credibilidad y utilidad de la autonomía del discurso político independentista sin la muleta asesina de la lucha armada. Los resultados obtenidos en las elecciones pasadas por la plataforma Nafarroa Bai, en la que se integra su grupo, Aralar, son elocuentes al respecto.
Nos toca seguramente a todos los españoles volver a vivir momentos duros; asistir indignados e impotentes a la brutalidad de los atentados; compartir, sin posibilidad de consolar, el dolor de las familias de los que caigan como consecuencia de la irracionalidad homicida de la burbuja fanática. Sólo nos cabe el consuelo de esperar que la Justicia actúe con el máximo rigor contra los asesinos y que éstos acaben admitiendo algún día la magnitud de su error y de su culpa.
Pero también ha llegado del momento de asumir, sin el menor ápice de duda y de modo definitivo, como sociedad estigmatizada por las consecuencias de cuarenta años de estúpido voluntarismo tercermundista, que no hay nada que negociar con esa banda de acémilas que no sea las condiciones de su rendición.
A lo largo de estos 29 años de democracia todos los gobiernos han dialogado en su momento con ETA en la esperanza de poner fin a su actividad. Lo que ahora ha ocurrido tiene ya suficiente número de precedentes para que nadie, en el futuro, caiga en el error de conceder la más mínima credibilidad a una organización que parece interpretar triunfalistamente tales aproximaciones como signos de debilidad de su enemigo.
Una banda armada carece, por principio, de toda representatividad política a estas alturas de la historia. Dialogar con ella, incluso si se excluye contra sus deseos el temario político, conlleva atribuirle implícitamente esa representatividad que tanto necesita para justificar su existencia y sus acciones. Ha quedado definitivamente claro que es un gravísimo error. Punto y final.
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