Siendo yo un sufrido párvulo, mi profesor le dijo a mi madre -sin duda con ánimo de halagarla- que yo tenía “cabeza de ministro”. Lo hizo mientras pasaba su mano sobre mi trémulo cráneo, por lo que siempre me quedó la duda de si aquella bestia parda, que un día me dio un pescozón capaz de ‘desministralizar’ a cualquiera, se refería a la morfología o al contenido de mi preciada testa.
En cualquier caso, dudo mucho que aquel pedagogo del terror, que organizaba desmesuradas y sofocantes quemas de incienso en el entonces llamado “mes de María”, estuviera en condiciones de evaluar a un ministrable. Pero la cuestión es: ¿alguien lo está? ¿Quién iba a decir que Joan Clos había nacido para ministro de Industria? Ni él mismo, en sus peores pesadillas, lo soñó. La política no sólo hace extraños compañeros de cama (Fraga dixit), sino también impensables ministros.
Cuentan de los tiempos de Franco, al que sólo le faltó hacer ministro a su caballo, que Julio Rodríguez Martínez, en su tiempo rector de la Universidad Autónoma de Madrid, llegó a la cartera de Educación (1973-1974) por un error. El dictador (o Carrero Blanco, que era el presidente del Gobierno) quería para el cargo al rector de la Complutense, de cuyo nombre no me acuerdo y al parecer él tampoco se acordaba, pero alguien -vaya usted a saber- confundió las universidades madrileñas y le notificó el nombramiento al hombre equivocado. La consecuencia más relevante del error fue una de las decisiones más chuscas de la historia de la educación en España: el llamado ‘calendario Juliano’, que decretó el comienzo del curso en el mes de enero. El periodo lectivo en 1974 duró cinco meses para felicidad de los estudiantes. Al franquismo sólo le quedaba un curso más, para alegría de casi todos.
Sin llegar a extremos tan vistosos y ridículos como el de Julio Rodríguez, hemos de admitir que los gobiernos de España, con Franco y sin él, han tenido ministros bastante peculiares y que la adecuación al cargo de los saberes y las experiencias personales del candidato no siempre -por no decir que raramente- han sido decisivas para el nombramiento.
No se entiende, en consecuencia, que se le den tantas vueltas al nombramiento de Clos como ministro de Industria. Dicen que es médico y que no tiene ninguna relación con la industria, pero el hecho es que, cualesquiera que fueran los estudios que hizo, a lo que se ha dedicado desde que tenía 30 años es a la política, como tantos otros que llegan a dirigir un Departamento.
Corcuera era electricista y sindicalista cuando fue nombrado ministro del Interior y por más que la ley que lleva su nombre, también conocida como la de la “patada en la puerta”, no sea precisamente un ejemplo de sutileza ni de rigor democrático, no fue el peor ministro del Interior que hayamos sufrido, título que le disputa con ventaja Manuel Fraga, con sucesos tan lamentables como los de Montejurra y Vitoria.
Más reciente está el ejemplo de Ana Palacio, paradigma del ‘principio de Peter’ tan patético que casi resulta enternecedeor. Su nombramiento como ministra de Exteriores le sumergió en la dislexia y el sonambulismo. Probablemente nadie ha ocupado esa cartera en circunstancias tan complicadas. No sólo por la extravagante experiencia del islote de Perejil o el enredo mercenario de la guerra de Irak, sino porque era la marioneta del presidente Aznar, que hizo de la redefinición de la política exterior española y de su sumisión a los objetivos de EE UU un objetivo prioritario. El mareo que pilló Palacio con tanto trajín y comedura de coco a dos bandas (Aznar y Powell) no es para contado. Por eso Ana nunca lo contará, aunque debería.
También debería contar Piqué, otro catalán que fue ministro de Industria, la intrahistoria de su defenestración al frente de Exteriores. ¿Tal vez era demasiado liberal para lo que Aznar tenía in mente? ¿Era un traidor europeísta en lugar de un atlantista neocon? ¿Despertó la envidia de su presidente por su buen inglés? ¿Fueron sus exageradas reverencias ante George W. Bush en aquella imborrable escena aeroportuaria su perdición?
Mi convicción particular es que cualquiera puede ser ministro en España. Incluso yo, que además cuento con el remoto aval de la ‘bestia parda pedagógica’. No hacen falta carreras universitarias ni ‘masters’ en Harvard, aunque si se tiene al propio servicio a quienes hayan merecido esos títulos, mejor.
La Administración Pública es una máquina que funciona sola. El auténtico acto real de Gobierno (emergencias aparte) es la elaboración de los presupuestos, cuyos capítulos se acuerdan en el Consejo de Ministros, y generalmente basta con retocar los del ejercicio anterior, quitando un poco aquí o poniendo un poco allá, priorizando en el crecimiento anual de las cuentas este o aquel aspecto.
Eso sí, es bastante recomendable tener el don de la palabra: ser capaz de hablar largo y tendido sin decir apenas nada (el secreto es repetir). Decir “eso es, eso es” o “efectivamente” con sentido de la oportunidad cuando es el presidente o son los vicepresidentes quienes hablan suma puntos. Cuando uno se enfrenta al Congreso es preciso tener preparadas algunas trampas tentadoras para la oposición y así evitar que se ceben en aquello que se teme que lo hagan. En fin, picardías -también aplicables al trato con la prensa- sobre las que el propio equipo puede y debe aleccionar, que para eso cobran.
El resto es sentido común, necesario para toda actividad y mucho más para quien no para de hablar. Esa es la parte más difícil del cargo. Un sentido común en forma y alerta es infrecuente entre los ministros. Tal vez sea el mal de altura, que hace que se les vaya la olla a los pobrecillos.
¿Joan Clos, dice usted? ¿Y por qué no?
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