Mientras esperamos -inútilmente- la ‘refundación’ (¿) del capitalismo prometida en su día por Sarkozy o las ‘severas’ reformas acariciadas virtualmente por Obama, los mercados financieros -es decir, la economía especulativa- siguen haciendo de las suyas impunemente a costa de la economía real. Ganar mucho dinero de modo fácil y rápido es el único objetivo de los actores que condicionan el rumbo de esos mercados.
La alarma excesiva -y frecuentemente infundada- y el optimismo excesivo e igualmente infundado son las armas usuales de un montón de poderosos desaprensivos, estimulados por la impunidad que les ha regalado el estallido de una crisis global en la que su papel ha sido decisivo. El miedo y la codicia de una minoría siguen condicionando el destino de la inmensa mayoría en todo el mundo y muy especialmente en Europa y Estados Unidos, así como en las economías nacionales estrechamente vinculadas a ambos.
La globalización, de la mano del sistema que la promovió y sostiene, está exhibiendo su rostro más desagradable desde el estallido de la crisis y amenaza con hacer la recuperación más lenta y dolorosa de lo que sería en otras circunstancias. Esa misma situación dificulta la adopción de medidas estructurales que alteren lo esencialmente perverso de las estructuras que han provocado esta crisis.
Estamos ante un círculo vicioso que está teniendo sus peores consecuencias en el terreno social y amenaza con poner fin, de una vez por todas, al estado del bienestar, que tanto odian quienes, contra toda evidencia que no sea su propio beneficio, sostienen la bondad de la autorregulación, o lo que es lo mismo, la soberanía omnímoda de los dueños del dinero.
Nadie tiene ‘medidas milagro’ para sacar a corto plazo a las economías nacionales de la grave crisis provocada por las prácticas fraudulentas e irresponsables que la han provocado. Y mucho menos si éstas se mantienen arrogantemente impunes. El teórico milagro de las economías asiáticas inmunes -especialmente la de China- se debe precisamente a su carácter periférico respecto a la economía occidental y también a su vigilancia férrea del conjunto de la propia economía. Ellos serán, en última instancia, los grandes beneficiarios de una crisis sistémica que sitúa a Occidente ante el espejo de su propia decadencia.
Si hablamos de España -y ese era el motivo de esta larga introducción-, culpar al Gobierno de la crisis o de que aquí se prolongue más la recesión que en otros países puede ser rentable en términos partidistas, pero es tan gratuito como injusto. Tal vez alguien lleve tres décadas engañado respecto a las deficiencias estructurales de la economía española y la falta de capacidad creativa del capital español, pero siempre han estado ahí y ningún Gobierno -y menos que ninguno los de Aznar- ha intentado corregirlo o simplemente moderarlo. A nadie se le puede ocultar que la elevadísima dependencia que el crecimiento económico y el empleo han tenido respecto del sector inmobiliario, en detrimento de otras actividades, constituía un extraordinario factor de riesgo, un talón de Aquiles que, asociado finalmente a la crisis global, muestra ahora sus peores consecuencias.
Si tenemos en cuenta el componente esencialmente especulativo en el sector inmobiliario y el hecho de que se ha movido básicamente merced a una cantidad ingente de dinero negro no podemos hacernos ilusiones sobre una próxima reactivación de la construcción. En fechas inmediatamente posteriores al pinchazo de la burbuja, Josep Donés, presidente de la comisión técnica de la APCE (Asociación de Promotores y Constructores de España), afirmó que en los diez años previos a dicho pinchazo se construyó en nuestro país "el doble de las viviendas necesarias".
Las consecuencias de esa locura -que se desarrolló fundamentalmente bajo gobiernos del PP- son muy profundas, muy graves y de largo recorrido. La reciente revelación, realizada por el presidente de la AHE (Asociación Hipotecaria Española), de que los promotores inmobiliarios deben a los bancos 300.000 millones de euros “que no pueden pagar” no dejan lugar a dudas al respecto. Ese ‘agujero negro’ no limita sus consecuencias a lo meramente sectorial, sino que lastra profundamente la marcha de la economía nacional e influye en su valoración internacional, empezando por el descenso del rating de las propias instituciones financieras españolas a causa del considerable volumen de impagos.
Cuando uno lee lo que lee y oye lo que oye en los más diversos medios acerca de la etiología de la crisis y la gestión que de la misma está haciendo el Gobierno español no puede evitar pensar que hay un exceso de ignorancia o de mala fe, o -lo que es peor aún- una conjunción inquietante de ambas.
No estamos ante una crisis cualquiera ni ante una crisis exclusivamente española; sus cimientos en la estructura española están hondamente arraigados desde hace décadas, no los ha creado este Gobierno. La adopción de medidas supuestamente ‘improvisadas’ no es un producto ‘made in Zapatero’; se registra en mayor o menor grado en todas partes y es una respuesta lógica a una crisis que, lejos de estar cerca del fin, evoluciona y muestra, esporádicamente, aspectos nuevos a los que hay que dar respuesta urgente. Además, hay que hacerlo en el limitado campo de juego marcado por la UE y bajo el peso de un euro sobrevaluado.
De todo ello y más seguiremos hablando.
(Continuará)
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