Ocho muertos. Ese es el escandaloso saldo provisional que arrojan las fronteras de Ceuta y Melilla -en apenas un mes- tras las cinco muertes que se produjeron la pasada madrugada en la primera de las mencionadas plazas españolas en el continente africano. Y esto ya clama al cielo. Inútilmente, por desgracia.
El Gobierno, tras descartarlo inicialmente, ha decidido comprometer a las fuerzas armadas en el control fronterizo, ante los reiterados asaltos que se vienen produciendo. Marruecos se ha implicado desde hace tiempo en la tarea de impedir la inmigración ilegal y lo hace, según todos los indicios, con considerable brutalidad y constatable eficacia. Es precisamente esa brutal eficacia la que motiva la sucesión de avalanchas, organizadas casi militarmente. Estamos hablando de desesperación en estado puro.
Los subsaharianos que protagonizan los asaltos saben que las puertas se cierran, que la valla se eleva, que el tiempo se acaba. La mayoría de ellos han invertido todos sus magros ahorros en la aventura de entrar en Europa. En muchos casos han atravesado medio continente africano, afrontando incontables riesgos y penurias, para tratar de sumergirse en un mundo que les rechaza -y a ellos les consta- no sólo por ser extranjeros sino también por el color de su piel. Nada de eso les arredra si al final se salvan a si mismos y a sus familias, que con un sueldo mínimo de cualquier país de la UE pueden alimentarse durante meses.
El tema se presta a todo tipo de sesgos, simplificaciones y demagogias. Una de las más miserables entre ellas apareció en negro sobre blanco recientemente en el Wall Street Journal, diario estadounidense en el que el sombrío ex presidente Aznar tiene vara alta por motivos en cualquier caso incomprensibles, El infecto artículo utilizaba los incidentes de Melilla para confrontarlos sarcásticamente con la alianza de civilizaciones que Rodríguez Zapatero predica y comparaba la valla de Melilla con el muro de Cisjordania en beneficio de éste, que sirve -se decía- para contener el terrorismo.
Insidias aparte, la sociedad española corre en este asunto el riesgo de que los árboles le impidan ver el bosque. Sería un error asumir como cierto -por ejemplo- el argumento del inefable Acebes, que atribuye las avalanchas humanas en Ceuta y Melilla al ‘efecto llamada’ que supuso la regularización extraordinaria (y supuestamente última) de inmigrantes ilegales que concluyó el pasado mes de mayo.
La propia expresión ‘efecto llamada’ es un engendro demagógico. La llamada del ‘bienestar’ europeo es permanente -e independiente de las circunstancias legales- por la simple razón de que también es permanente y no tiene visos de solución el asedio del hambre, la enfermedad y la guerra sobre la mayor parte de los habitantes del continente africano. Permitir que quienes logran entrar ilegalmente en España y consiguen medios de vida legítimos se mantengan en la ilegalidad permanente sólo puede ser bueno para los intereses de empresarios sin escrúpulos que les explotan y maltratan. Para todo lo demás es negativo, desde el orden público, como evidenciaron los sucesos de El Ejido (Almería) de febrero de 2000 y otros menos notables a nivel mediático, hasta la Seguridad Social y la Hacienda Pública, defraudadas por el ‘empleo negro’.
El bosque cuya visión obstaculizan los árboles de la demagogia, el egoísmo y el prejuicio debe contemplarse desde una perspectiva global, la que nos muestra un continente asolado secularmente por los cuatro jinetes del Apocalipsis y sobre cuyo destino buena parte de los países europeos -incluida España- tienen un responsabilidad ineludible, en la medida en que fueron la causa (y en muchos casos lo siguen siendo) de sus males.
La colonización intensiva de África fue tan tardía como desaprensiva y su fase febril coincide con la industrialización europea en un contexto de crecimiento demográfico notable. El objetivo era la apropiación de sus materias primas, en especial minerales y metales preciosos. Los países europeos, entre ellos algunos tan aparentemente irrelevantes como Bélgica, se lanzaron a una ocupación enloquecida y se repartieron el continente sin la menor consideración para sus habitantes, uniendo y dividiendo naciones (eso es lo que eran, al menos en germen, lo que seguimos llamando hipócritamente etnias) e imponiendo desde el desprecio sus normas y valores a sociedades que generalmente se hallaban en una situación prehistórica.
La descolonización, tras la segunda guerra mundial, fue todavía más precipitada e inescrupulosa. Aquellos países, nacidos artificialmente del reparto colonial, fueron abandonados a su suerte, generalmente en manos de dictadores surgidos de las milicias coloniales o de presidentes aupados en inverosímiles democracias-títeres, que, con raras excepciones, no tardaban en convertirse en déspotas crueles, ladrones de su propio pueblo y sólo sumisos a los intereses de la ex-metrópoli, siempre resistente a abandonar la explotación de los recursos de la ex-colonia y la tutela interesada de su política interna.
Los países africanos no llegaron a conocer una industrialización digna de tal nombre, sus habitantes permanecieron en gran medida ajenos a la cultura y el paso del tiempo no ha hecho otra cosa que empeorar la situación en la mayoría de ellos. La solución no es sencilla ni puede ser improvisada. La mera ayuda humanitaria (en el caso no siempre probable de que llegue a su destino) no basta para contener la hemorragia. África precisa desarrollarse económicamente y para ello debe abrir mercados justos para sus materias primas y obtener por ese medio los recursos precisos para financiar una industrialización que le permita generar empleo, plusvalía y renta. Eso, obviamente, no se improvisa ni se alcanza en una década. Y menos si el resto del mundo no colabora honestamente
¿Es honesto Tony Blair en su propósito de redimir a África? El primer ministro de Reino Unido (que preside ahora mismo la Unión Europea), aparece desde hace algunos meses como el campeón de la causa africana. El problema es que la credibilidad de un político que comulga con los principios neoliberales de deslocalización, desregulación y privatización es muy limitada. Contribuir al desarrollo africano no sólo exige ideas claras, sino también apertura de mente, creatividad y respeto a la singularidad. Pero por encima de todo requiere generosidad. Intentar recolonizar África so pretexto de salvarla, imponerle la utilización de semillas modificadas genéticamente -como se está haciendo- o dirigir su economía en el sentido más conveniente para intereses ajenos sólo podría empeorar las cosas.
Está claro, en cualquier caso, que si la Unión Europea pretende frenar la invasión de inmigrantes ilegales, a cuyo fin ha presionado al Gobierno español y éste al marroquí de modo tan intenso como insistente, la solución no es construir vallas insalvables, ni instalar sofisticados sistemas de control de movimientos en la frontera, ni emplear impropiamente al ejército, sino hacer algo útil, digno y desinteresado por un continente que está perdiendo definitivamente la esperanza, hecho al que Europa no es ajena en absoluto.
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