04 septiembre, 2005

No es la guerra, estúpido

Las situaciones de emergencia sacan a la luz lo mejor y lo peor del ser humano. Esa es una realidad más que suficientemente documentada. En tales casos, desgraciadamente, suele predominar lo peor. Un conjunto de individuos que se saluda cordialmente, se cede el paso en educado gesto o acaricia la cabeza del niño del prójimo con simpatía, se transforma, si un barco se hunde o un edificio se incendia, en un grupo salvaje cuyos integrantes se agreden sin consideración para subir al primer bote o salir por la puerta más cercana. Eso es lo que suele describirse como pánico colectivo y con frecuencia ha causado más víctimas que el propio siniestro que lo provoca.

Cuando la emergencia se prolonga y se impone la necesidad de una coexistencia pacífica y en la mayor medida posible solidaria, la situación cambia y se evidencia que las ‘ovejas negras’ son una ínfima minoría, aunque violenta y carente de escrúpulos. El resto de los individuos simplemente trata de sobrevivir apoyado en los suyos o en los más afines entre los próximos.

Entre los miles de refugiados en el Centro de Convenciones de Nueva Orleans se hallaba una diputada autonómica catalana (del PSC) con su familia que, con voz generalmente serena, nos ha transmitido la crónica dramática de la situación que se vivía. Entre las revelaciones de Lourdes Muñoz hay una muy significativa, aunque apenas sugerida: lo poco que han logrado comer o beber ella y su familia procedía del pillaje y les fue entregado por 'los delincuentes'. Es decir, en la situación desesperada que se vivía algunos se organizaron para obtener lo más necesario. Y no lo hicieron por interés de lucro ni por egoísmo estrictamente personal, sino atendiendo, en una situación de extrema necesidad, a la primera ley de la vida: la supervivencia.

Cuando no hay policía para detener a los abusadores ni para ayudar a nadie; cuando tiendas y supermercados están cerrados y no se puede adquirir lo más esencial; cuando el Estado abandona a la gente durante cinco días en una situación propia de la edad de piedra ¿quién puede defender que las víctimas se dejen morir pasivamente, como ganado estabulado, inmoladas ante el dios de la propiedad privada?

En ese contexto dramático resulta surrealista e indignante escuchar el balbuceo del presidente de la nación hablando de “tolerancia cero” y dando prioridad al concepto de ley y orden, con el envío incluido de comandos especiales, como si Nueva Orleáns hubiera sido tomada por una guerrilla revolucionaria en lugar de ser la víctima desgraciada de su imprevisión previa y de su inactividad inmediata ante la tragedia. La existencia de algunos grupos armados de delincuentes que han aprovechado el vacío de poder no justifica, en modo alguno, tal actitud desproporcionada.

La amenaza de la gobernadora de Luisiana, la republicana Kathleen Blanco, al advertir de que los soldados que llegaban tenían muy buena puntería, que tirarían a matar y que contaban con su aplauso, está en el mismo nivel de delirio de su presidente, pero suena aún de un modo más terrible.

Se ve que los republicanos funcionan especialmente en la onda militarista. Cuando el presidente tomó tierra tras su primer vuelo de reconocimiento sobre la costa del golfo de México en el Air Force One dijo algo así: “es como si hubiéramos sufrido un ataque exterior devastador”. Lo cierto, sin embargo, es que esta tragedia no es atribuible a los soviéticos, hace tiempo desaparecidos, ni a Al Qaeda, ni a Fidel Castro. No hay coartada.

No es la guerra, estúpido George W. Bush. Es directamente una derrota anunciada, que pudo ser evitada o minimizada y no lo fue por tu ineptitud, cómplice de la inmoralidad de un sistema que te elevó y te sostiene donde estás porque, además de ser un convicente tonto útil, tienes pedigrí.
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