06 agosto, 2005

Las llaves del infierno



“Dios mío, ¿qué hemos hecho?”, exclamó el capitán Robert Lewis, copiloto del "Enola Gay”, sobrecogido tras arrojar la bomba atómica sobre Hiroshima.

Repaso hoy, 60 años después de aquel terrible día, los principales ‘media’ estadounidenses a través de internet y no parece que quede rastro alguno de la conmoción moral del capitán Lewis. La referencia a aquel crimen contra la humanidad se limita -cuando existe- a la noticia sobre los actos conmemorativos realizados en Hiroshima. Sólo la CNN hace del holocausto nuclear el tema de portada -pronto sustituido por el 'Discovery'- y reproduce terribles imágenes, pero deja en manos de los visitantes a su web -mediante una encuesta- el juicio sobre la decisión de utilizar la bomba atómica. En el momento en que yo consulté la encuesta el 58% de los voluntarios opinantes daba su aprobación a la acción de Truman. ¿Puede consolar a alguien que el 42% opine lo contrario?

“Seguro que se intentará pasar de puntillas sobre la barbarie nuclear que condujo a Japón a la rendición incondicional”, escribía aquí mismo el pasado 10 de mayo, cuando glosaba los significativos ‘olvidos’ y subrayados mediáticos de hechos históricos muy reveladores en la evocación que entonces se realizaba del fin de la segunda guerra mundial en Europa. Así ha sido. Y para colmo de males, lo que no es silencio o leve alusión es intento de justificación de lo intolerable.

Se nos vende -y son muchos los que compran sin pensarlo dos veces- que el horror de Hiroshima y Nagasaki fue necesario para ahorrar cientos de miles de vidas que se habrían perdido en una hipotética invasión de Japón, pero lo cierto es que el imperio del sol naciente ya estaba virtualmente derrotado. Destruido y hambriento, buscaba una rendición ‘honrosa’ en diálogo con los aliados. Para su desgracia, había otra guerra en curso -no declarada ni abierta- entre Estados Unidos y la Unión Soviética, que había extendido su poder en Europa casi hasta el Mar del Norte y a quien Washington veía como una amenaza a combatir ya desde su nacimiento.

No estaba entre los planes de EE UU admitir a la URSS como interlocutor en el Pacífico. Por el contrario, lo que pretendía era dirigirle, mediante el arma atómica, una severa advertencia, declarar su ‘indiscutible’ supremacía mundial. Y además, vengar con creces el sorpresivo ataque japonés a Pearl Harbour.

El horror, en definitiva, fue desatado tras una serie de fríos cálculos de los que estaba excluida de antemano toda consideración moral sobre la vida de centenares de miles de civiles. Harry S. Truman, su gobierno, el estado mayor y los responsables de la construcción de la bomba deberían haber sido sometidos a un tribunal como el que en Nurenberg juzgó a los secuaces de Hitler. Pero la historia la escriben los vencedores y el juicio histórico también lo imponen ellos.

De cualquier modo, ni todo el silencio ni todas las manipulaciones del mundo lograrán impedir que el 6 y el 9 de agosto de 1945 queden marcados a fuego para siempre en el ADN histórico de la humanidad como dos fechas terriblemente traumáticas en las que el mal del que es capaz la especie mostró su rostro más feroz y desesperanzador. Quien siembra vientos recoge tempestades, se dice, pero ¿qué genera quien siembra directamente tempestades? La imagen del Apocalipsis, sin duda.

El nuevo desorden mundial y todas sus amenazas son la consecuencia última de dos días de agosto de 1945 en los que la sedicente civilización cristiana perdió el poco respecto que le quedaba por el hombre. Nadie ignora quién inició la pesadilla. Los mismos que hoy la prolongan exhibiendo como pretexto el mal que atribuyen a otros y que no es sino respuesta al que ellos mismos propagan. Ahora, mientras exigen a terceros que cesen sus inquietantes investigaciones nucleares -que han tolerado en otros casos- no se plantean en absoluto la posibilidad de un desarme nuclear generalizado. Lo único que les gustaría es tener las llaves del infierno en exclusiva.

Demasiado tarde.

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