Asegura el saber popular que la alegría es efímera en la casa del pobre. Y así parece ser en lo que respecta a Luiz Inacio da Silva -Lula, para el mundo-, presidente de Brasil, que, por causa de las prácticas corruptas de su partido, hoy se halla contra las cuerdas. Y eso en el mejor de los casos, pues no son pocos los que le describen sobre la lona, noqueado, políticamente cadáver.
Tardíamente Lula ha dado la cara ante el pueblo brasileño para asegurar su inocencia y pedir perdón por las acciones de José Dirceu, quien hasta poco más de un mes antes había sido su ‘mano derecha’. El presidente aseguró desconocer la ‘compra’ de parlamentarios -con fondos públicos- practicada por su partido y expresó su esperanza de seguir contando con la confianza de los ciudadanos. Fue patético.
Tras varios intentos fallidos, Lula había llegado a la presidencia precisamente bajo el estandarte de la honestidad, artículo de primera necesidad en un país que, pese a su extraordinario potencial, nunca ha levantado cabeza. La democracia restaurada después de 21 años de brutal dictadura militar no sólo no había sabido responder a las expectativas que generó en la sociedad sino que había sumergido a ésta en la desesperanza y en una creciente indignación, especialmente a casi el 20 por 100 de la población, que se encuentra en el umbral de la pobreza o por debajo de él. La corrupción y el enriquecimiento personal como meta de una clase política envilecida completaban un panorama propenso a la explosión social y carente de esperanzas verosímiles de recuperación.
En ese contexto Lula y su Partido de los Trabajadores acabaron apareciendo, tras casi veinte años de experiencia ‘democrática’, como la gran esperanza, la única opción creíble. Para ello, el líder sindical, que había sido -o parecido- coherente y carismático a lo largo de toda su trayectoria, hubo de hacer algo más que meras correcciones cosméticas a su apariencia y discurso precedentes. Y lo hizo hasta tal punto que suscitó no sólo el apoyo de la mayor parte del pueblo brasileño, sino también el del capital nacional y multinacional, para general sorpresa y suspicacia.
Tal vez Lula se metió en unos zapatos y un traje demasiado grandes para él. Quizás intentó jugar a aprendiz de brujo con fuerzas y designios que desconocía y que le han superado. Posiblemente se contaminó de la doctrina que sostiene que el fin justifica los medios, fuente de males por excelencia. El caso, en definitiva, es que resulta muy difícil creerle cuando asegura ignorar todo lo que ocurría en el despacho de al lado. Y lo peor es que quienes se arriesgan a aceptar su versión acaban preguntándose en qué manos está Brasil, ya que si su presidente ignora lo que hacen sus gentes de confianza parece evidente que no es él quien manda en el país y que su política, sus promesas, son papel mojado.
Ahora se puede especular sobre la supervivencia política de Lula: si va a poder y saber gestionar la crisis y rentabilizar el deteriorado crédito popular que le quede; si va a ser sometido a un proceso judicial o asumir las exigencias de la oposición, que parece inclinarse por dejarle llegar ‘vivo’ hasta el final del mandato a condición de que no vuelva a presentarse. Él es un luchador y no es fácil imaginarle renunciando, asumiendo su derrota. A no ser que...
A no ser que le tengan agarrado por salva sea la parte. La reciente revelación de que el brillante director de la campaña que ayudó a llevar a Lula a la presidencia cobró sus honorarios de 3,3 millones de euros en el paraíso fiscal de las Bahamas podría no ser la última bomba de relojería que estalle bajo el sitial presidencial. Casi cada día se producen nuevas revelaciones que muestran que Dirceu y su entorno eran una auténtica cloaca.
Todo indica que el breve sueño posibilista que Lula alentó en Brasil ha concluido. Seguramente no podremos llegar a saber si era viable o no en el largo plazo necesario para que alcanzase sus objetivos. La política realizada hasta ahora había motivado el desencanto de la izquierda, pero cosechó el aplauso de los intereses financieros. La deuda exterior, superior a los 200.000 millones de dólares, era y sigue siendo una pesada losa que dificulta la dinamización y el saneamiento económico del país. Todo, en resumen, estaba y está por hacer.
Retomando el principio de este artículo para concluir, la efímera alegría no sólo ha sucumbido en la casa de Lula, a quien difícilmente se puede identificar con la pobreza a estas alturas de su biografía. Su muerte (la de la alegría) es llorada allí donde llegó a brillar por poco tiempo la ilusión, entre los desheredados que creyeron hallarse, merced a la esperanza que Lula alumbró, en el principio del fin de su desgracia.
No es Lula quien da pena a fin de cuentas. Es Brasil.