El escritor y periodista Jean-François Revel ha muerto hoy a los 82 años en el hospital Kremlin-Bicêtre (1), a las afueras de París. Para la mayoría de los españoles este nombre no significa nada, pero no hay francés ni ‘liberal’ español que lo ignore. Revel ha sido durante buena parte de su vida la ‘bestia negra’ de la izquierda francesa y por ende planetaria, un referente ineludible de una sedicente ‘filosofía’ liberal que ha vivido sus momentos estelares tras la caída del muro de Berlín y la eclosión neoconservadora, especialmente en Estados Unidos y Gran Bretaña.
Nacido Ricard -como la francesísima bebida- cambió significativamente su apellido por Revel, que no es -que yo sepa- francés pero evoca en su pronunciación francesa ecos sugestivos: “rebelle” (rebelde), “reveil” (despertar). Tenía un alto concepto de sí mismo Jean-François. Y tuvo un considerable éxito en lograr que otros compartieran tal valoración.
En buena parte de sus biografías se le considera un filósofo, pero yo, tras leer un par de libros y bastantes artículos suyos, niego la mayor. Es cierto que estudió Filosofía en la elitista Ecole Normale de París, pero la polémica y el panfleto efectista fueron en mayor grado que la ciencia del amor a la sabiduría su actividad.
Recuerdo que cierto filósofo alemán, probablemente filonazi, al que entrevisté con ocasión de una disertación suya en cierta universidad de verano en la que la ‘intelectualidad’ franquista flirteaba con los talentos traspirenaicos, casi me abofetea cuando la pregunté su opinión sobre la filosofía existencialista de Jean-Paul Sartre. ¡Eso no es filosofía!, me gritó al borde de la apoplejía.
Las mismas razones que (supongo) tenía el boche para negar que los existencialistas y específicamente Sartre fueran filósofos tengo yo para negar que lo fuera Revel. Tantas no, más. Buena parte de su obra no es otra cosa que una diatriba neoliberal y anti socialista en la que la argumentación no da para tapar la grosera manipulación previa de lo que presenta como real ni su insuperable debilidad por la frase redonda y contundente contribuye a su solidez y seriedad.
En febrero de 2004, con un pie en el estribo, José María Aznar entregó a Revel, uno de sus maestros, la Gran Cruz de Isabel la Católica. Y no me resisto a reproducir lo que Federico Jiménez Losantos, entre épico y funerario, escribió en su ‘Libertad digital’: “En un día luminoso de invierno madrileño, con Aznar viviendo sus últimos días presidenciales, todo tenía un aire de afecto y melancolía: el gran político que se va, el inolvidable maestro que pasa... y los liberales que nos quedamos. Ay, los liberales”.
Liberales, dice. ¿De qué liberalismo? ¿Del laissez faire, laissez passer? ¿Del ‘enriqueceos’, como si eso estuviese al alcance de cualquiera? ¿Del de la "Teoría de los sentimientos morales" de Adam Smith? Ya no hay liberales más que en el sentido económico de la palabra. Ahora hay neoconservadores (más propiamente, ultraconservadores), criptofascistas y oportunistas disfrazados de liberales. Suena bien ‘liberalismo’, mucho mejor que todo lo que tras ese término se oculta.
Dice Revel que “es improbable que seamos capaces alguna vez de construir un mundo mejor de lo que nosotros mismos somos”. Y es difícil no coincidir en esta lapidaria y obvia afirmación, que propende al pesimismo antropológico. El problema, como siempre desde que el mundo es mundo, es que el ser humano no puede ni debe resignarse a la vivencia permanente del dolor propio y ajeno. Ese dolor tiene Culpables, los mismos que siempre han predicado la resignación y pospuesto la felicidad a una improbable vida de ultratumba.
Frente a los Culpables y a su servil cohorte de pensadores y publicistas supuestamente liberales somos legión los que aún defendemos el derecho a soñar y a que la especie camine hacia la auténtica libertad. Tal programa no es ni siquiera ideológico. Está escrito indeleblemente en el genoma humano.
(1) La historia es irónica. Kremlin se refiere ciertamente al palacio moscovita, aunque parece que tiene su origen en una taberna denominada “el sargento del Kremlin” que alguien creo tras la desastrosa invasión de Rusia por Napoleón. En cuanto a Bicêtre, era una siniestra fortaleza que sirvió como prisión y centro de tortura para todo tiepo de marginales antes de la revolución y transformado en hospital, tuvo entre sus distinguidos pacientes al marqués de Sade.
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