Es comunmente aceptado que la entidad política que conocemos como España nace en 1492. Como muchas otras cosas de nuestra tantas veces reescrita historia no es cierto, pues mientras los Reyes Católicos conquistan Granada, que según la leyenda Boabdil abandona entre sollozos, el reino de Navarra sigue siendo tal hasta que un golpe de mano de Fernando de Aragón lo incorpora a la corona castellano-aragonesa (alias ‘española’) una década después.
En cualquier caso, 1492 no es sólo la fecha inaugural o convencionalmente fundacional. También tiene una clarísima significación augural. El mismo año de su supuesto nacimiento suceden en España dos hechos que marcarán fuertemente su futuro y sellarán su carácter. Dos hechos que, en alguna medida, la ‘desnacen’ y deshacen.
La intolerancia, que alcanza hasta nuestros días, se manifiesta estúpidamente ese mismo año con la expulsión de los judíos. Por otra parte, la dispersión y el centrifuguismo característicos de la ‘raza’ reciben en 1492 un estímulo definitivo. Colón descubre América, donde, durante siglos, España invertirá gran parte de su capital humano y de sus mayores y menos premiados esfuerzos.
Todo el oro y los bienes que España obtiene de su aventura americana se pierden, malinvierten o malgastan. La razón es muy simple. No es propio del espíritu del cristiano viejo dedicarse a actividades ‘especulativas’, como el comercio o la banca. Ni siquiera las labores artesanales se juzgan adecuadas para un buen cristiano. Si un español no era noble, sólo tenía tres destinos posibles en aquellos absurdos tiempos: la labranza, la milicia o la religión.
El destino de España habría sido muy distinto de haber tolerado al ‘diferente’, al judío, a quien de hecho se había prohibido ejercer los tres oficios ‘benditos’ y toda posibilidad de acceso a la aristocracia. Su conocida y ‘pecaminosa’ habilidad económica habría hecho del imperio que más tarde se describiría en términos de “donde nunca se pone el sol” algo muy diferente del caos y el agujero sin fondo en que se convirtió.
Cuando en 1808, apenas tres siglos más tarde, Napoleón invade España se encuentra un país desarbolado y rendido, que ofrece poco más que una resistencia anecdótica. La mayor parte de su potencial está al otro lado del Atlántico. Sin la ayuda -por supuesto interesada- de Inglaterra y sin la desastrosa campaña militar gala en Rusia, José Bonaparte hubiera seguido siendo rey de España ‘sine die’.
Mientras tanto, Cádiz resiste con éxito el cerco francés y las Cortes allí reunidas aprueban en 1812 la primera Constitución democrática que España conoce. Cuando regresa Fernando VII, ‘El Deseado’, tras firmar un vergonzoso tratado con el emperador francés, rechaza asumir esa Carta Magna. Estamos ante un absolutista convencido y uno de los monarcas más nefastos de la historia de España. Nadie sabe si hubiera podido ser de otro modo, pero la tentación del poder absoluto, bajo el impulso de una casi absoluta estupidez, seguramente era insuperable tras haber sido recibido por un pueblo entusiasta al grito de “¡Vivan las cadenas!”
Era el principio del fin. Mientras en la América hispana estalla una rebelión irreversible, que, protagonizada por los criollos (de origen español), abraza los principios liberales de la Constitución de 1812, ‘El Deseado’ refuerza la Inquisición, persigue con saña a los ‘afrancesados’ y destina a la muerte a cuantos se le enfrentan en nombre de los derechos del pueblo. El descenso de España a los infiernos se convierte en una realidad imparable de la mano de un hijo distinguido del espíritu reaccionario e intolerante que alumbró la patria en 1492.
El desastre se consuma en 1898, cuando el que ha de ser el nuevo imperio mundial estrena sus garras depredadoras sobre los restos coloniales españoles. La pérdida de Cuba y Filipinas supone el fin de un sueño, la hora de la verdad para un pueblo que se soñó grande y nunca pudo saborear las consecuencias de esa supuesta grandeza. Al igual que las colonias, Cataluña y el País Vasco se plantean seriamente abandonar el barco que se hunde. Los intelectuales del 98 sueñan con la regeneración y, paradójicamente, eligen a Castilla como referente. Mientras, las ideas socialistas y libertarias encuentran en un pueblo empobrecido y harto de abusos el adecuado caldo de cultivo.
Insensiblemente se va tejiendo la urdimbre de un escenario destinado a una confrontación mil veces eludida o conjurada entre las dos españas (en palabras de Machado, la que “ora y embiste” y la “de la rabia y de la idea”). Hoy hace 75 años, con la Constitución de la II República, España se ofreció la penúltima oportunidad de reconciliarse consigo misma y con la historia. Tal vez era demasiado tarde o quizás nadie fue consciente de lo que se jugaba en aquel envite crucial.
... Y estalló una de las más despiadadas guerras civiles de la historia de la humanidad. A ella siguió una dictadura interminable y siniestra, que condenó a muerte, cárcel o exilio a sus enemigos reconocidos y decretó el silencio, el asentimiento y la humillación para varias generaciones de españoles. Esa misma guerra entre autoritarismo y democracia y entre totalitarismos de izquierda (comunismo soviético) y de derecha (nazismo y fascismo) se resolvió en el mundo a favor de las democracias, pero éstas, como ya habían hecho con ocasión de la guerra civil, se lavaron las manos ante la pervivencia de una dictadura de corte fascista en nuestro país. Era una garantía contra el comunismo, el otro vencedor. La guerra fría había comenzado.
Todo este resumido -y pese a ello largo- repaso de la historia de España me ha venido sugerido por la efeméride del aniversario. Personalmente pienso que el mejor estado es el que no existe, pero para que esa utopía fuera posible la especie tendría que dar un salto evolutivo que nada hace previsible a estas alturas de la historia.
El conocimiento de la historia le hace a uno notablemente escéptico en el debate sobre la forma de estado. ¿Monarquía o república? ¿Qué monarquía: la sueca, la holandesa, la jordana? ¿Qué república: la estadounidense, la francesa, la cubana? Es de democracia de lo que debemos tratar y más concretamente, de la imprescindible profundización democrática que todos los estados, republicanos o monárquicos, eluden.
El estado, cualquiera que sea su forma, debe representarnos a todos por igual y servirnos adecuadamente, en lugar de servirse de nosotros. Esa debe ser, objetivamente, su razón de ser, la única que le justifica. En lugar de ello -y cualquiera que sea su forma, insisto- representa fundamentalmente los intereses de los poderosos y toma decisiones fundamentalmente en función de dichos intereses. Ese es el fracaso esencial de los estados, sean monarquías o repúblicas, democracias o dictaduras.
Mejor no perderse en discusiones bizantinas, no divagar en el laberinto de la identidad, no autohipnotizarse ante el propio ombligo. Hoy más que nunca corremos el riesgo -y no sólo los españoles- de perder, de la mano de la globalización económica, los derechos que han costado sangre sudor y lágrimas a muchas generaciones. No es el momento de preguntarnos, como los infelices conejos de la fábula, si son galgos o podencos los que nos acosan. El caso es que nos acosan.
No como siempre, sino más que nunca. Abramos los ojos.
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