06 mayo, 2005

Relatividad democrática

Tal vez debería hablar hoy de Blair, de su victoria pírrica, de su éxito-fracaso, de la relatividad de una democracia como la británica, que permite que un partido que ha cosechado poco más de ocho millones de votos de un total de cuarenta y cuatro (de los cuales el 43 por ciento renunció a votar) alcance la mayoría absoluta y mantenga, contra el criterio de su pueblo y contra la legalidad objetiva, tropas británicas en territorio iraquí, tras haberlas enviado allí sobre la base de enormes y deliberadas falsedades.

Pero no, no voy a hablar de Blair, cuya victoria -lamentablemente- estaba cantada, y sí de la relatividad democrática. Y lo hago a la vista de la intervención, ayer, del ‘vitalicio’ presidente extremeño, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, en el Club Siglo XXI. El castizo demagogo, que lleva 22 años gobernando la comunidad más deprimida del país en nombre del PSOE sin otros méritos que un rampante y trasnochado populismo y una ‘filosa’ blindada y a prueba de rubores, acostumbra a irrumpir en la política nacional con un impropio lenguaje tabernario y patriotero. Pega cuatro ladridos enardecidos contra los nacionalismos “insaciables” y regresa a su cortijo con la autoestima reforzada -y también la expectativa de voto- tras recibir los parabienes de tirios y troyanos (PP y PSOE) y las invectivas de los aludidos.

Después de la introducción al tema hecha la víspera, con su admonición a los nacionalistas catalanes de “que se metan los cuartos...”, muy en el estilo que le ha hecho famoso, la conferencia del ‘bellotari’ prometía. Y no defraudó. Rodríguez Ibarra sacó del baúl de los recuerdos y volvió a enarbolar ‘su idea’ de establecer como filtro contra la presencia de los nacionalistas en el Parlamento central la exigencia de lograr el cinco por ciento del total de los votos emitidos en todo el Estado. Genial, ¿no?

Por si no bastase con la vigencia de una Ley Electoral que prima descaradamente a las mayorías y condena a las minorías a la desaparición o a una existencia anecdótica, este genio de la política, demócrata-de-toda-la-vida, quiere dejar fuera del Congreso de los Diputados a los representantes de la mitad de la población. Y no se le mueve un músculo, ni se le cae la cara de vergüenza, ni recibe la reprobación de nadie que no sea nacionalista. “Este país -argumenta ‘democráticamente’- no puede depender de una minoría minoritaria”.

¿Depende este país de una minoría minoritaria? Pues no. Esa es la lectura interesada de la situación que acostumbra a hacer el PP (significativa coincidencia), pero lo cierto es que el Gobierno del PSOE tiene la sartén por el mango y el mango también. Sus socios nacionalistas ladran (como el propio Ibarra, otra coincidencia nada casual) pero no muerden. Sencillamente: nadie muerde la mano que le alimenta o él cree que le alimentará. Ni siquiera el propio Ibarra, cuyos exabruptos van dirigidos al consumo interno de sus ‘ilusionados’ seguidores y votantes.
En la representación (teatral, que no democrática) a la que los españoles asistimos, el discurso nacionalista del “queremos más”, “nosotros decidimos”, “el que paga recauda y distribuye”, etc., tantas veces unido a la amenaza incumplida de romper la baraja, harta y mosquea a muchos, especialmente cuando, como en el caso vasco, se intenta hacer pesar en la balanza la amenaza del terror. Sin embargo, desde el punto de vista democrático, que el caudillo extremeño parece tener enormes dificultades para adoptar, todo el mundo tiene derecho a exponer su discurso, a reclamar lo que considera (o finge considerar) justo, a defender sus posiciones, por irrazonables o injustas que parezcan. Es ese principio el que le permite al líder extremeño decir lo que dice.

El discurso democrático, asumible o no en sus términos según quien los considere, fluye y tiende al diálogo, al pacto. El silencio forzado, sin embargo, propende de modo natural y comprensible al estallido. Con ‘su’ filtro del 5%, Rodríguez Ibarra pretende relativizar aún más la relativa democracia que tenemos y condenar al silencio a los representantes de una gran parte de la población del Estado. Supongo que él mismo sabe que tal medida no puede ponerse en práctica sin provocar una gran convulsión. Pero lo dice. Y no sólo lo dice impunemente, sino también entre aplausos, lo cual es inquietante.

Este país y cualquier otro digno de ser llamado democrático no sólo no necesita filtros y recortes de la representatividad, sino que precisa todo lo contrario. En pleno siglo XXI, con la instantaneidad de las comunicaciones, el imperio de la informática y la puerta de Internet abierta a todo el planeta, lo lógico sería una profundización en la democracia que hiciera real un cierto grado de participación ciudadana, permanente y directa, en la política, tanto a nivel local como nacional, que los medios mencionados facilitan y potencian más que nunca.

Mientras sigamos habitando esta democracia trucada y minimizada será posible que alguien conduzca a la guerra a un país pese a las evidencias del rechazo popular. Será posible que -como en el caso de Bush y Blair- sean reelegidos quienes mintieron a la ciudadanía y manipularon su opinión y sus sentimientos. Y será posible que ‘triunfen’ discursos nacionalistas demagógicos y electoralistas como el de Rodríguez Ibarra y el de aquellos a quienes apostrofa.

Un pequeño progreso democrático en este país sería -pongamos por modesto ejemplo, aunque le moleste a Rodríguez- que se limiten por ley los mandatos en todo cargo de representación, desde la presidencia del Gobierno hasta la más modesta concejalía. Tres legislaturas consecutivas es más que suficiente. Eso daría credibilidad a un sistema que padece una inquietante tendencia al nepotismo, al clientelismo, al tráfico de influencias o al nefasto ‘tresporcientismo’.

Sería sólo un paso, pero es con un paso como se inicia la marcha.




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