De las varias lecturas que pueden hacerse sobre los resultados de la elecciones generales no seré yo quien opte por cualquiera que tenga visos de optimismo. Como a la mayoría de los españoles (11.064.524 de votos) me congratula la victoria del PSOE no tanto en sí misma como por la derrota del PP que conlleva. En definitiva, lo que el electorado español ha dicho, por segunda vez consecutiva y con elocuencia irrefutable, es que no quiere a "ese PP" de nuevo en el poder. Ese PP, que no es el de Rajoy, sino el de Aznar; que no es el sedicente centro reformista sino una derecha irresponsable y rabiosa, anacronismo que parece salido de los trágicos años 30 es -lo quieran admitir o no- el autor genuino de la nueva victoria del PSOE.
Ese PP, con una inédita y antideontológica complicidad mediática, le ha 'regalado' a la democracia española la legislatura más crispada de su historia. Su actuación a lo largo de cuatro años en la oposición ha sido desleal, destructiva y repugnante. Repugnante -subrayo- porque se ha basado fundamentalmente en mentiras y en gratuitos alarmismos orquestados con toda una parafernalia de rayos y truenos y porque ha apelado sin rubor a un patriotismo excluyente, reaccionario y de cartón piedra. Suyo es el mérito de haber mantenido en estado de tensión e indignación permanente a la llamada 'izquierda sociológica', que ha sido, es y será mayoritaria en este país, les guste o no.
Pero también es suya la responsabilidad de la extrema bipolarización de la política española y sus efectos perversos, que estas elecciones han puesto de manifiesto más allá de cualquier duda. A mi personalmente me parece desolador el panorama tras la batalla que evidencia la 'tarta' estadística (vía El País) de las votaciones de ayer. He ahí retratadas (en rojo y azul, cómo no) las dos españas de toda la vida, como si el tiempo no hubiera pasado, como si no existiera una rica pluralidad de matices secuestrada y oculta tras esa radical simplificación del espectro político.
Es cierto que la normativa electoral tiene la culpa de ese cuadro patético más que cualquier otro factor, pero la radicalización del Partido Popular es responsable, en última instancia, de esa ruina del pluralismo que han puesto de manifiesto estas elecciones.
Hace cuatro años, tras la primera derrota del PP, proponía yo ingenuamente que 'ventilasen la casa'. "Si el partido del Gobierno saliente no acepta interpretar de modo objetivo las causas de su "sorprendente" derrota -escribí entonces- no sólo se estará haciendo un flaco favor a sí mismo sino también al país que tanto dice amar". Hoy, tras una legislatura en la que el PP ha ejemplificado todo lo que no debe ser la política si se entiende -y así debería entenderse- como servicio a la ciudadanía, cabe repetir lo mismo aún con mayor énfasis.
Deberían, por razones estrictamente higiénicas, ventilar la casa, permitir que el aire circule con libertad por sus estancias estancas y que el centro político sea algo más que una expresión vacía. Personalmente no albergo ninguna esperanza al respecto. La interpretación de los resultados electorales que hoy, atropellado y balbuciente, ha hecho el secretario general del PP, Ángel Acebes, deja claro que siguen empecinados en contar la realidad a su manera.
Pretender, como Acebes ha hecho, que se han beneficiado de los votos disidentes del PSOE y que ocupan "la centralidad política" es un puro cuento infantil. En cuanto a su razonable llamamiento a "recuperar los consensos", son ellos y no el Gobierno quien debe cambiar de política. Los consensos -especialmente el relativo a la política antiterrorista- los rompió deliberadamente el Partido Popular para deteriorar en mayor medida al Ejecutivo. Y ha fracasado.
Se habla ahora -y su diario "de cabecera, 'El Mundo', lo hace con especial nitidez- de un recambio en el liderazgo. Nada más cierto que Rajoy está 'quemado', no sólo políticamente sino también personalmente. El esfuerzo realizado en adoptar un discurso radical, demagógico y melodramático, con el que muy probablemente no se identifica, implica un desgaste extraordinario para cualquiera, especialmente si resulta derrotado. Lo mismo ocurre con Acebes y Zaplana, coprotagonistas y actores aparentemente más convencidos que el propio Rajoy de la estrategia destructiva del partido. Pero sería un error limitar los cambios a lo cosmético. No basta cambiar de rostros ni de formas. Deberían saberlo. Y tal vez lo saben, ¿pero van a actuar en consecuencia?
La respuesta seguramente es no. No mientras Aznar siga gobernando desde las sombras, envuelto en sus particulares rencores y fantasmas, el Partido Popular.
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