01 julio, 2006

¿Hacia el fin de la 'Galaxia Gutenberg'? (y VI)

Muchas veces he querido parar de hablar y descubrir lo que creía.
Walter Lippman

La cita del mítico columnista estadounidense, aparte de ser una muestra depurada de su sentido del humor no exento de cáustico cínismo, tiene también un fondo de justificación y de autoexculpación. Quien habla es un periodista de éxito que ha habitado toda su vida una burbuja tan privilegiada como absorbente y señala la trágica paradoja que vive la mayor parte de la profesión periodística. La pregunta -oportuna- sería: ¿En qué cree el periodista y por ende el periodismo?

De la respuesta a esa cuestión se deduciría toda una secuela de respuestas a cosas mucho menos abstractas: en definitiva, las bases de una praxis. Pero tan crucial pregunta no llega nunca a formularse. El periodismo está tan absorto haciéndose que no tiene tiempo de pensarse. En la prensa ha tenido que llegar una crisis que amenaza su propia existencia para que comiencen a formularse interpelaciones inéditas y a plantearse intentos de modificar actitudes seculares de arrogancia, autocomplacencia indiferencia e inercia rutinaria.

Es demasiado tarde, sentencian muchos. Y yo creo también que ha pasado el tiempo en que se podía rectificar con posibilidades de éxito, con viabilidad de supervivencia. La respuesta a la pregunta que ha venido sirviendo de título a estas reflexiones es contundentemente positiva. Sí, vamos hacia el fin de la ‘Galaxia Gutenberg’. Ese destino, que se cumplirá en fecha impredecible pero no remota, antes en occidente que en oriente y en el norte que en el sur, no es sólo la consecuencia del mayor y más rápido salto tecnológico en la historia de las comunicaciones, sino del mal entendimiento (la traición, más claramente) de una misión que es crucial para toda sociedad, para la civilización.

Los viejos manuales, las viejas escuelas establecían tres objetivos clave de la profesión periodística, ordenados jerárquicamente: informar, formar y entretener. En todos ellos se ha fracasado.

Se informa mal, de modo insuficiente, sesgado y con frecuencia servil a intereses ajenos -cuando no contrarios- a los del lector, los del ciudadano. No se forma, sino que se deforma, del mismo modo que se altera la verdad al informar y por las mismas razones. No se entretiene, se aburre con una prosa casi notarial, con pretensiones de objetividad que en la mayor parte de los casos no resisten el examen más indulgente

Lejos de ser un contrapeso del sistema (lo que en momentos históricos de euforia y de mayor cercanía a la misión le concedió el pomposo título de ‘cuarto poder’) la prensa se ha convertido en una exudación de éste. Sea desde la derecha o desde la izquierda -si asumimos términos que a estas alturas significan poco más que nada-; sea con vinculación directa o indirecta a intereses financieros específicos o con los intereses propios de conseguir regalías del poder (canales de televisión, frecuencias de radio o campañas de publicidad, por ejemplo), la prensa nunca ha estado más alejada que ahora de sus supuestos objetivos. Nada más lógico que su decadencia, pocas cosas tan probables como su muerte.

Nadie debe creer, sin embargo, que la galaxia informativa digital está a salvo de los pecados de la prensa. Y no me refiero sólo a las webs de los diarios, que pecan de los mismos defectos que las cabeceras de papel. En la red hay ya ejemplos reveladores de que la historia se repite, de lo fácil que es morir (periodísticamente) de éxito y de avaricia. La galaxia digital no es una panacea ni puede serlo porque son personas y no ángeles quienes la habitan, porque son gentes con deseos de éxito y de dinero y no filántropos, porque son sujetos y por lo tanto subjetivos.

Ese, no obstante, es el menor de los males, al menos mientras subsistan las posibilidades de contraste. La pregunta crucial es, justamente si van a poder sobrevivir la democracia y la igualdad de oportunidades que caracterizan actualmente a la red. Tal cuestión no es retórica en absoluto si se tiene en cuenta que en Estados Unidos, lugar de origen de internet y escenario de su mayor crecimiento, ya ha aparecido la primera amenaza a esa situación.

El intento de acabar con el principio vigente de ‘net neutrality’ (literalmente, neutralidad de la red) por parte de empresas de comunicaciones tan poderosas como AT&T, Verizon o Comcast es sumamente revelador. Dichas compañias pretenden establecer una jerarquización de sus tarifas y prestaciones a los proveedores de servicios y contenidos, de modo que cada cual pague en función del uso y reciba mayor o menor calidad (hablamos fundamentalmente de ancho de banda) en razón a lo que paga. Alegan el riesgo de colapso de la red por insuficiencia de los canales actuales y el coste de las inversiones necesarias para impedirlo, lo que no oculta en cualquier caso que el objetivo es el de siempre: ganar más dinero mediante el control absoluto del tráfico de lo que hasta ahora viene circulando libremente y en igualdad de condiciones para todos.

Tal pretensión choca no sólo con la oposición de todos los consumidores sino también con la de casi la totalidad de los proveedores de servicios y contenidos, algunos tan importantes como Google o Ebay, y también con pesos pesados del software, como Microsoft, o del hardware, como Intel. Es probable que los esfuerzos de las compañías telefónicas se vean frustrados, pese a los millones de dólares invertidos en presionar políticamente para conseguir sus fines, pero éste puede ser tan solo el primer ataque de una guerra interminable en la que los ‘agresores’ no deberían obtener ni siquiera una victoria parcial

Para cerrar el camino definitivamente los defensores del actual ‘status quo’ pretenden que el gobierno estadounidense convierta en ley el principio de neutralidad de la red. Si no lo logran, y es de temer que así sea, quedará permanentemente abierta la vía hacia una reproducción del pasado: que la libertad y el pluralismo de la galaxia digital se frustren finalmente del mismo modo que le ocurrió a la prensa, paradójicamente de la mano ‘salvadora’ de la industrialización. Lamentablemente -aunque por razones bien distintas- el poder político (en Estados Unidos y en el resto del mundo) comparte en gran medida con las telefónicas el objetivo de regular la red.

La avaricia y el miedo a la libertad siempre han ido de la mano. Tal vez ha llegado la hora de luchar contra ambas con las armas que aún tenemos. Son demasiadas cosas las que están en juego. Y demasiado transcendentales. Es importante saberlo, pero es mucho más importante aún actuar en consecuencia.

El silencio no es una opción. La pasividad es culpable.

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