17 abril, 2005

Wojtyla Superstar


Cuando alguien, durante los últimos días, me preguntaba por qué no escribía sobre el Papa yo respondía invariablemente que no quería contribuir a la saturación imperante y que tampoco tenía nada demasiado interesante que decir; nada que, aquí o allá, no se estuviera diciendo ya con mayor o menor eco. Ahora que no llueve tanto (y hay que admitir que ha sido una gigantesca inundación) tal vez sea el momento de decir unas cuantas cosas a título de esquemático balance y prospectiva.

Para mi lo más chocante (entiéndase chocante como lo más próximo a la expresión inglesa “shocking”) no ha tenido que ver con el propio Papa ni con la Iglesia católica en sí misma, sino con la fagocitación mediática indiscriminada que se ha hecho del fallecimiento del jefe de la fe más extendida en el planeta. Y no se trata sólo del récord orgullosamente aireado por la TVE-1 controlada -se supone- por el ‘laico’ Ejecutivo español. Ha sido un fenómeno global y desmesurado en todos los medios y muy especialmente en los audiovisuales.

¿Por qué tanto despliegue, sobre todo en lugares que no son precisamente de mayoría católica? En primer lugar, porque no se trataba de fe, sino de espectáculo. Era una ocasión “de libro” para rentabilizarla mediáticamente. La grandiosidad del Vaticano, la pompa y el boato de los rituales, la parafernalia vestimentaria anacrónica, las peculiares tradiciones “post mortem”. Todo era puro cine, o pura televisión, pasto para la mirada, motivo de admiración y expectación, especialmente sumado a la movilización masiva de fieles que se escenificó en la Plaza de San Pedro en particular y en la ciudad de Roma en general.

Los miles de kilómetros de filmaciones sobre el Papa más viajero, beatificador y mediático de la historia, realizadas a lo largo de un cuarto de siglo, facilitaban la tarea, preparada, de hecho, con antelación de años, dadas las alternativas de salud del pontífice. Hasta sus últimos días, el actor que fue Karol Wojtyla se ofreció como espectáculo a la humanidad, intentando en dos ocasiones forzar el milagro de hablar cuando obviamente no podía hacerlo. El “show” estaba servido: una gran superproducción por un coste casi ridículo. Pocas televisiones del mundo se resistieron a la tentación.

Para muchos esto ha sido un gran éxito de la Iglesia católica y de su extinto pastor. Desde mi punto de vista es en realidad una derrota que habla elocuentemente de sí misma por medio del propio exceso mediático, como lo es para cualquier objetivo que se precia de serio su vecindad con el “show bussiness”, su esencial trivialización. Otra cosa es que, desde la lógica del “todo es bueno para el convento”, que es la imperante en la Iglesia de la era Wojtyla, prevalezca la valoración de la cantidad de la audiencia alcanzada sobre la calidad del mensaje transmitido.

Y a eso vamos, a analizar la filosofía mediática de un pontificado que si en algo ha sido revolucionario es en el uso de los medios de comunicación de masas. Juan Pablo II no sólo es el Papa más fotografiado, filmado y grabado de la historia. Es también el Papa superstar, el hombre multimedia, que escribe, canta, actúa y hace giras que serían la envidia de cualquier estrella del “rock”. Al igual que éstas -e incluso por encima de ellas-, sus espectáculos son masivos y la escenografía está cuidada hasta el último detalle, con una grandiosa sobriedad destinada a convertir al Papa y a su audiencia masiva y enfervorizada en imágenes tentadoras para cualquier informativo televisivo.

¿Es eso el éxito del mensaje evangélico o el éxito de la estrella mediática Wojtyla? Me temo que es mucho más lo segundo que lo primero. Tal vez el medio no sea el mensaje, contra lo que propone Marshall Mac Luhan, pero el medio altera, condiciona o corrompe el mensaje. De ese modo, nos encontramos con una Papa que ha hecho de su propio icono y de sus gestos calculados su auténtico magisterio popular, seducido él mismo por una “adoración” orquestada generalmente por las instituciones religiosas neoconservadoras a las que potenciaba.

Si durante sus primeros años de gobierno Juan Pablo II logró transmitir una imagen moderna, abierta y seductora, las evidencias de su doctrina y de su praxis no dejaron lugar a dudas, sin tardanza, de que entre las paredes del Vaticano se estaba realizando una minuciosa y matizada destrucción del espíritu alentado por el Concilio Vaticano II y un regreso deliberado a la Iglesia novecentista, la previa a la luz eléctrica y a los desafíos que el brutal y deslumbrante siglo XX planteó para siempre a las conciencias autosatisfechas, religiosas o no. Mucho ruido mediático y pocas nueces.

Los defensores del pontificado de Juan Pablo II acuden invariablemente a la letra, al contenido de ciertos discursos y encíclicas, para mostrar que el Papa fue coherente con el espíritu del Concilio Vaticano II. Pero una cosa es la letra (la teoría) y otra la música (la orquestación práctica). La música es claramente preconciliar. La letra puede ser considerada, en algunos aspectos, progresista. Y no podría ser de otro modo, si se tienen en cuenta la esencia del mensaje de Jesucristo, el derecho natural y la eternización de situaciones desesperadas como el hambre, la opresión y la sobreexplotación de los seres humanos en todo el mundo, así como la necesidad de mostrar coherencia con la doctrina previa.

La verdad de la larga era Wojtyla no se detecta en la teoría, sino en la práctica. Y no sólo en la práctica del Papa, sino en la del conjunto de la institución multinacional que gobierna. En ese terreno no queda lugar a dudas respecto a la esencia real de uno de los pontificados más largos de la historia. Lo esencial de esa era ni siquiera puede ser considerado como de mero estancamiento, sino de evidente y voluntaria regresión. De la mano de Wojtyla, la Iglesia no sólo sigue sin dar respuesta a los desafíos planteados a la conciencia contemporánea por el avance de la ciencia y la persistencia de situaciones de miseria e injusticia que desafían la comprensión y la resignación humana, sino que se ha enquistado y blindado en lo más reaccionario e integrista de su tradición.

Ahora, cuando los objetivos de miles de cámaras se dirijan obsesivamente, en sesiones de mañana y tarde, hacia una pequeña chimenea del Vaticano y se reiteren las dudas sobre si el humo es blanco o no, la pregunta que se harán millones de católicos frustrados es si esa gerontocracia que constituye el colegio cardenalicio ha comprendido o no lo que esperan de ella aquellos a quienes Jesucristo bendijo de modo tan especial e inequívoco en sus bienaventuranzas:

Los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que buscan la paz, los perseguidos por causa de la justicia, los injuriados y perseguidos con mentira y maldad por su fidelidad.

Yo no confío en ello en absoluto. No sólo porque tengo en cuenta la historia de la Iglesia y su realidad presente, sino porque el supuesto carisma de Juan Pablo II El Grande ha abierto un camino muy tentador para quien quiera eludir enfrentarse al drama esencial de una institución que, en su huida de la realidad hacia delante, cree haber encontrado en la mediatización y mitificación del Papa un instrumento eficaz de supervivencia.

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