27 septiembre, 2009

Las medidas fiscales no contentan a nadie


Tras un prolongado cacareo, tan confuso como contradictorio, el Gobierno ha puesto finalmente el huevo de la reforma fiscal, diseñada supuestamente para combatir la crisis y reducir sus consecuencias sociales. Ha sido el parto de los montes, como era de temer, pero además ha tenido el dudoso mérito de no contentar a nadie.

Más allá del debate 'académico' sobre si hay que subir los impuestos, bajarlos, o no tocarlos, la clave de una lectura socioeconómica reside en determinar qué impuestos hay que aumentar y cuales podrían reducirse o mantenerse. La elección hecha por el Gobierno confirma que, tal como se temía, se ha optado por cargar el peso de la fiscalidad sobre las clases medias, fundamentalmente a través del consumo.

La supresión de la deducción de los 400 euros en el IRPF, implantada en su día con alegre y despreocupado impulso, va a perjudicar en mayor medida a los ciudadanos más modestos que al resto de la sociedad. Lo mismo puede decirse sobre el aumento del IVA generalizado en dos puntos (18%) y del reducido en uno (8%). Con el agravante de que tal incremento va a incidir de modo negativo sobre el consumo, éste sobre la producción y ésta a su vez sobre el empleo.

Como hemos afirmado en otro momento, es evidente que el coste de la crisis, contenida en todo el mundo mediante gigantescas inyecciones de dinero público que han evitado -hasta ahora- una depresión económica, la pagan y la pagarán en mayor medida las capas más humildes. Primero en forma de desempleo, que en el caso de los trabajadores de más 50 años puede ser definitivo, y luego y siempre por vía de los impuestos indirectos.

Es incuestionable que era necesario aumentar los impuestos para financiar y reducir el déficit -así lo están decidiendo la mayor parte de los países-, pero es más que discutible que ese aumento deba instrumentalizarse del modo en que intenta hacerlo el Gobierno. La contribución que, según las previsiones del Ejecutivo, aportarán las rentas del capital es comparativamente irrelevante y, en la medida en que no es selectiva, se ha perdido una extraordinaria oportunidad de penalizar específicamente a las actividades especulativas y parasitarias que han afectado negativamente a la marcha de la economía espàñola.

El sector inmobiliario condiciona, en una medida imprudente e inadecuada, el conjunto del panorama económico español y está en el centro de las causas de la profundidad de la crisis en nuestro país. La burbuja inmobiliaria venía siendo denominada así desde años antes de que la crisis estallase, lo que evidencia que no era un motivo de inquietud reciente. Su previsible estallido se produjo finalmente de la mano del escándalo de las hipotecas 'subprime' en Estados Unidos, pero habría podido tener lugar antes, de no mediar una inercia de huída hacia adelante que puede calificarse de suicida.

En su día, un representante de la patronal del sector admitió que se había construído el doble de lo necesario. ¿Qué sentido tenía tal exceso? Sería incomprensible si se olvida que la construcción ha sido tradicionalmente  escenario preferente de la especulación. Personas físicas y jurídicas no sólo se enriquecen mediante la compraventa del suelo sino que además compran pisos y edificios enteros con el único propósito de revenderlos posteriormente con un beneficio elevado. Si a eso se añade que gran parte de la inversión se hace efectiva en dinero negro y que la consecuencia de tal especulación es que la vivienda alcanza un precio exorbitante para el comprador real, el que realmente necesita el piso, no queda duda sobre lo pernicioso de este fenómeno tan característicamente español..

Intervenir fiscalmente en el sector inmobiliario y establecer controles estrechos sobre la especulación bursátil son requisitos previos para impedir que el lamentable panorama en el que estamos inmersos se repita. Es urgente que el dinero se ponga a trabajar.

Esperemos que tales cuestiones -ahora ignoradas- sean objeto de interés especial en el previsto plan de reforma para una economía sostenible. Aunque tal vez sea mucho esperar, dados los antecedentes.

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