J'aimerais tenir l’enfant de salaud
Qui a fait graver sous ma statue
" Il est mort comme un héros
Il est mort comme on ne meurt plus".
Moi qui suis parti faire la guerre
Parce que je m'ennuyais tellement... (*)
La statue. Jacques Brel
Hasta las narices, por no ser grosero, estoy de las dos españas, de su resurrección artificial y de los efectos negativos que ese ‘revival’ pueda ejercer sobre nuestra sociedad civil, que, al paso que vamos, parece condenada a una eterna inmadurez, anclada en una paralizante simplificación maniquea. Este personal estado anímico no es reciente, por supuesto, pero tal vez no escribiría específicamente sobre ello -aunque he aludido al asunto en otros artículos- si no se hubiera montado la que se ha montado con ocasión de la retirada de la estatua de Franco en Madrid, en coincidencia -que muchos no consideran casual- con un homenaje al ex líder ex comunista Santiago Carrillo.
Vaya por delante que soy radicalmente iconoclasta y que comparto la visión sarcástica que Brel expresa en ‘La statue’ sobre la imaginería pública, cualquiera que sea el motivo o el personaje al que se pretende inmortalizar o rendir culto u homenaje. El fetichismo es una desviación. Y no sólo sexual. Como consecuencia de mi iconoclastia no sólo no siento ningún dolor cuando retiran algún icono, sino que lo interpreto como un alentador síntoma de salud. Si no se erigieran nadie tendría nada contra ellos y la especie se evitaría irracionalismos simbólicos tales como “fusilar” al Sagrado Corazón o dinamitar a Buda.
Dando por sentado que el ser humano permanece en una fase de su teórica evolución que podríamos denominar infancia post-tribal habrá que asumir que el culto icónico y su contrapartida iconoclasta no van a desaparecer en un futuro próximo. Lamentablemente tampoco desaparece, salvo en casos muy concretos, el espíritu que algunos iconos simbolizan. Ese es el caso de la estatua de Franco, de la cual, por cierto, aún queda en pie un ejemplar en la somnolienta y reaccionaria Vetusta en la que habito y que, visto lo visto, podría convertirse en destino de peregrinaciones nostálgicas y meta de encendidos desagravios.
Quedan muchos que consideran al dictador un ser providencial y soportan malamente las "incertidumbres" de la democracia, a no ser que gobiernen los suyos, que, naturalmente, no tienen nada contra tan 'respetables' símbolos históricos ni van a poner en cuestión sus ancestrales 'valores'. La que se ha montado con ocasión de la retirada de la estatua de Franco en Madrid, con los agravantes -según las voces más montaraces- de la nocturnidad y la alevosía del coincidente homenaje a “Santi Paracuellos”, como ‘ellos’ denominan a Carrillo, evidencia que la tarea de reafirmación que el autocrático Aznar se impuso ha alcanzado un éxito pleno. Y lamentable, en cuanto a la recuperación de la idea de las dos españas irreconciliables. Incluso Peces-Barba parece contagiado de la herejía maniquea, a juzgar por su alusión a ‘buenos’ y ‘malos’ en el mencionado homenaje.
¿Aún no había dicho que estoy tambien contra los homenajes? Pues sí, lo estoy con tanto o mayor fervor que contra los iconos porque tales actos no son otra cosa que estatuas metafóricas. Esas reuniones de sonrientes palmeadores de espaldas siempre me han parecido un refinado ejemplo de hipocresía. Concilios de mentirosos más o menos ebrios, competición de hipérboles farsantes, sirven también en ocasiones para vagas o precisas reivindicaciones. Ese debe ser el caso del homenaje a Carrillo, pero me temo que no se me alcanza mucho su significado.
¿Era acaso un homenaje de la clase política a sí misma a partir de la paradigmática capacidad del homenajeado para traicionarse a sí mismo y a los suyos sin sucesión de continuidad desde su ya remota juventud? Eso es lo que me temo. Si Carrillo fuera ejemplo de algo lo sería del pragmatismo más cínico y rastrero. El ex líder casi vitalicio del PCE es una especie de Talleyrand de vía estrecha, un ejemplo inimitable de todo lo malo (y es mucho) que conlleva el concepto de “político profesional”.
Pero volvamos al tema central. La retirada de la estatua de Franco ha sido calificada de “provocación” y ha motivado que el inefable Zaplana apostrofe de “radical” al Gobierno. La ultraderecha ha alterado el orden público, como corresponde a su naturaleza. Mientras, el fino y sibilino Rajoy ha acusado al Gobierno precisamente de lo que se acusa a su partido, es decir: de resucitar el pasado y fomentar la división. Y los ideólogos de la ‘Brunete mediática’ desbarran a gusto una vez más contra el Ejecutivo con argumentos que darían risa sino dieran más pena.
Afortunadamente, el pueblo soberano, en su silenciosa mayoría, no parece dejarse impresionar por el delirio del teatro político. Especialmente los jóvenes contemplan el espectáculo fantasmagórico de las dos españas con la misma actitud que si fuera un ‘talk show’ demasiado reiterativo. Ponen un poco de atención a las diatribas, alucinan brevemente y a continuación se dicen “apaga y vámonos”.
Lo que a ellos les preocupa es saber qué España les va a proporcionar un empleo estable y con un sueldo razonable, y, en el colmo de la ambición, en qué década del siglo podrán tener un piso en propiedad sin por ello renunciar necesariamente a ese derecho que todos tenemos a una vida digna.
También ellos, sobre todo ellos, están hasta... las narices.
(*) “Me gustaría pillar al hijo de hijoputa/ que ha hecho grabar bajo mi estatua/ 'Ha muerto como un héroe/ ha muerto como ya no se muere'/ Yo, que me marché a hacer la guerra/ porque me aburría de tal manera...”.
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