Todas las guerras son guerras civiles porque todos los hombres son hermanos.
François Fenelon
El último escalón de la catarata de horrores en que ha degenerado la guerra irregular y brutal que se desarrolla en Irak lo constituye una competición expresada en imágenes que desafían la sensibilidad y la racionalidad humana. Si las fotografías difundidas sobre los usos habituales en el trato a los prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib son repugnantes, el vídeo en el que se registró el asesinato de un rehén estadounidense supone una muestra estremecedora de la degradación humana. Es la respuesta de uno de los muchos grupos islámicos que se enseñorean en el caos que ha traído consigo la invasión de Irak a las torturas y asesinatos de los ocupantes, supuestamente más civilizados.
¿Por qué degollarle? ¿No habría sido suficiente un disparo en la nuca? ¿Por qué filmar el asesinato? ¿Acaso el hecho en sí mismo, sin documentación complementaria, carecería de significado? Es la debacle del terror, el lenguaje del odio lo que se ha apoderado progresivamente del panorama iraquí. Y en esa dinámica no basta con el hecho en sí. Es preciso inmortalizarlo en imágenes y difundirlo lo más extensamente posible para afrentar e intimidar al enemigo hasta el límite. Los bandos contendientes en todo conflicto bélico comparten siempre la idea de que el más brutal vencerá y la escenificación y difusión de los excesos forma parte de una guerra psicológica de indudable eficacia.
Un ejemplo de ello podría ser Faluya. Tras el asesinato de cuatro occidentales y el ensañamiento vesánico con sus cadáveres, cuyas imágenes dieron la vuelta al mundo, el ejército norteamericano decide tomar la ciudad, bastión desafiante de la resistencia (¿pro Sadam o antiyanqui? He ahí el dilema). Durante días se suceden los bombardeos mientras los marines intentan vanamente progresar en un entorno que les hostiga casa por casa y esquina tras esquina. Finalmente renuncian. Para Estados Unidos la única alternativa a la retirada hubiera sido destruir totalmente la ciudad desde el aire, lo cual es más de lo que la opinión pública internacional podría soportar. Naturalmente, la resistencia iraquí (y con ella la mayor parte de los iraquíes, no nos engañemos) anota Faluya como una batalla ganada. La primera victoria. Una inyección de moral y una invitación a la emulación.
Las guerras sacan a la superficie lo peor de la condición humana al proporcionar un escenario en el que los más violentos e inhumanos de la especie en cada grupo se erigen en líderes de la acción. Ayer mismo, mientras el Congreso de EE UU se declaraba horrorizado tras conocer nuevas imágenes, aún más terribles, de las torturas y abusos a presos iraquíes, embozados extremistas palestinos difundían imágenes en las que mostraban los restos humanos de soldados israelíes muertos en Gaza, convertidos en moneda política de cambio, a sabiendas de los escrupulosos preceptos de la religión judía en relación con los cadáveres.
Nuestro mundo se ha convertido en una demente carnicería y ni siquiera a los despojos se les concede el beneficio último de la inviolabilidad. Pero la culpa de ello es en mayor grado de quienes iniciaron el conflicto (Estados Unidos en un caso, Israel en el otro) que de quienes resisten a sus consecuencias con las limitadas armas que tienen a su alcance y asumiendo la propia destrucción como consecuencia última si fuera preciso. El neoconservadurismo podrá presentar la desmesura resultante como una evidencia incontestable del “choque de civilizaciones” (1), pero se trata de algo mucho más elemental y que está documentado históricamente hasta la saciedad.
Tradicionalmente los pueblos han respondido a la invasión, el abuso, el expolio y la destrucción mediante la creación de milicias irregulares que intentan contraatacar con mayor virulencia, si cabe, al enemigo. Para ellos, enfrentados a una fuerza muy superior, no cabe la guerra convencional ni se ajustan a sus leyes (siempre vulneradas, en todas las guerras, por los contendientes de uno y otro bando, se diga lo que se diga). Carecen de un territorio liberado y seguro en el que refugiarse y también de la infraestructura necesaria para mantener prisioneros más allá de un tiempo limitado. Son conscientes de que su destino más probable es la muerte y optan por vender lo más cara posible su propia vida.
Está también ampliamente documentado que los ejércitos convencionales son derrotados con significativa frecuencia por ese tipo de resistencia, que no les ofrece un frente ni una localización definida, que les humilla esporádicamente y les aterroriza con su crueldad y la imprevisibilidad de sus acciones. La de Irak es una guerra perdida y los militares de Estados Unidos y Gran Bretaña lo saben ya. El problema ahora es dilucidar cómo se puede vestir convincentemente de victoria una derrota, cómo salir de Irak ofreciendo al mundo -que se opuso a esa guerra- la imagen de que se ha hecho algo útil. Esa es otra misión imposible.
Sólo si cambian los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña podrá contemplarse la posibilidad de decidir una salida presuntamente honorable para una guerra injustificable y deshonrosa. Y aún así se habrá destruido totalmente un país y se habrá potenciado en él la semilla de un conflicto civil probablemente interminable, al tiempo que se habrá favorecido, en todo el mundo islámico, el fortalecimiento de las alternativas más intolerantes y violentas. Precisamente aquellas que teóricamente se pretendía combatir al invadir Irak.
Lamentablemente, nadie exigirá responsabilidades a quienes, movidos por motivaciones inconfesables, iniciaron esta guerra y marcaron así un punto de inflexión en la dialéctica internacional que presagia gravísimas consecuencias. La mezcla de la ambición y la codicia es explosiva y está en el origen de casi todas la guerras y su correspondiente secuela de crímenes. Cuando a la ambición y la codicia se suma la estupidez se pierden incluso las guerras que se ganan y se engendran conflictos en cadena que hubieran podido ser evitados. Estalla, en definitiva, la lucha de los más débiles, unidos aunque sea circunstancialmente, contra el más fuerte. Hitler y antes que él Napoleón son los ejemplos menos lejanos de este síndrome. Eso no es choque de civilizaciones, sino dialéctica en estado puro.
La cuestión es si Occidente va a asumir definitivamente que su visión del mundo esté polarizada por esos tres ingredientes irracionales (ambición, codicia y estupidez). En ese caso, lejos de hallarnos ante una confrontación entre culturas, religiones o civilizaciones, nos encontraríamos ante la inconsciente autodestrucción a plazo indefinido de una civilización que habría convertido su supuesta cultura en una caricatura despiadada y lamentable de sí misma, reduciendo sus conceptos fundamentales a grandes palabras vacías de significado. Eso no es una lucha, sino una autoderrota. Nada nuevo bajo el sol: una civilización más condenada a desaparecer por sus propios deméritos e inconsecuencias, como todas las precedentes.
(1) Samuel P. Huntington.
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