El voto útil, en su versión más pragmática y demoledora -el voto de castigo- ha funcionado de nuevo en la democracia española como una eficaz máquina vindicativa para afirmar su "NO" categórico a la posibilidad de un futuro infecto. La primera vez, en 1982, su actuación en forma de apoyo masivo al PSOE fue una contundente respuesta al golpismo militar y a la posibilidad de que la ultraderecha tuviera algún peso en el panorama político español. La segunda, en 1996, aunque expresada en gran medida a través de la abstención, en paradoja sólo aparente, castigó la deriva corrompida e inescrupulosa de los socialistas. Ahora ha servido para sacar del poder a quienes, mediante la mayoría absoluta, habían hecho de su ejercicio una práctica sistemática de arrogancia, intolerancia, falta de diálogo y, en definitiva, de desprecio de la democracia.
Ciertamente ha sido el terrible ataque terrorista del 11-M el detonante de la reacción contra el PP, pero el Gobierno felizmente saliente, con su estúpida intoxicación acerca de la autoría del mismo, ha multiplicado los efectos destructivos del horror sobre sus propios intereses electorales al evidenciar hasta qué punto la mentira forma parte inalienable de su forma de entender la política. A cada minuto que pasaba con el ministro del Interior empecinado en dar prioridad a la hipótesis insostenible de que los atentados eran obra de ETA el voto útil crecía por decenas de millares, un sufragio de castigo nacido de la repugnancia a un estilo de gobernar que lleva implícito el desprecio a la ciudadanía hasta un punto inédito en la democracia española, hasta un nivel netamente antidemocrático.
Los nichos del abstencionismo de izquierdas, parte del voto hasta ahora inasequiblemente fiel a Izquierda Unida y un electorado joven, motivado probablemente más por razones morales que políticas, se movilizaron con un sólo objetivo: desalojar al Partido Popular del poder. En definitiva, fueron muchos los que tuvieron que hacer de tripas corazón, los que se hicieron una nada gratuita violencia con el fin de lograr un aire más respirable para todos.
Quienes ahora, como consecuencia, disfrutan un país teóricamente más habitable y abierto y, desde una supuesta coherencia con sus convicciones izquierdistas, critican la presunta falta de ética del voto útil, cuyos beneficios paradójicamente celebran, no son, contra lo que pretenden, una referencia moral ni ideológica para nadie. El propio Llamazares ha comprendido perfectamente y asumido sin rencor alguno su "dulce derrota" y hace una interpretación correcta al traducirla como una victoria porque Izquierda Unida ha sido un eficaz movilizador de las conciencias y un insobornable y enérgico denunciador de la política del Gobierno. Bastante más que el PSOE, por cierto, a cuya victoria ha contribuido de modo decisivo.
La "gauche divine", el diletantismo irredento, los cultivadores de la nostalgia de un sectarismo marxista en su día mucho más concentrado en el cumplimiento de consignas que en la reflexión ideológica (con trágicas y deprimentes consecuencias en muchos casos) harían mejor esforzándose en defender una profundización de la democracia, si realmente les preocupa ésta y la coherencia del voto, (la imprescindible reforma de una Ley Electoral antidemocrática, por ejemplo) que en criticar a quienes, conscientes de las deficiencias de la democracia formal, reaccionan periódicamente ante sus peores consecuencias para favorecer el bien común al margen de todo dogmatismo y utilizando de modo posibilista y resignado los exiguos resquicios que el sistema permite.
Eso es coherencia profunda, con sacrificio consciente y generoso de una parte de las propias convicciones y con conciencia cabal y responsable de la realidad en la que se vive. Lo otro es folklore ideológico o ideología folklórica, demagogia barata y pretenciosa, vacuo y vano panfleto y, en algunos casos -los más lamentables-, consciente hipocresía.
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