Mi fórmula para el éxito es levantarme pronto, trabajar hasta tarde y encontrar petróleo.
Paul Getty
El petróleo es, desde hace más de un siglo, la sangre de nuestra civilización, el elemento inductor de un avance espectacular en el bienestar social, del que Occidente y Japón han sido hasta fechas recientes los máximos -casi exclusivos- beneficiarios y los principales actores. La sociedad de consumo, que es la consecuencia más notable de ese bienestar, se ha revelado como un poderosísimo motor de creación de riqueza, pero a estas alturas de la historia también ha puesto de manifiesto, con mayor elocuencia que nunca, sus efectos perversos.
La idea de un crecimiento permanente que subyace en los usos derrochadores de los países más ricos es una falacia de la que todos somos conscientes, pero en la que se ha preferido no pensar mientras la realidad sonreía. Si los recursos son limitados (el petróleo lo es y lo sabemos) el crecimiento constante es una utopía impracticable, salvo que se monopolice su producción y distribución, cosa que sólo sería posible 'manu militari'. Huelga decir que ese sería el mayor de los errores y la desafortunada invasión de Irak puede servir como botón de muestra. No se debe intentar condicionar mediante las armas el uso de los recursos naturales que puedan hacer los propietarios de éstos ni se puede apartar a nadie de la lícita competencia por los bienes escasos.
El hecho de que el barril de petróleo haya superado recientemente los 140 dólares es debido (maniobras especulativas aparte) a la aparición de 'nuevos chicos' en el barrio del progreso. Y no son unos pocos, sino cientos de millones de personas pertenecientes a potencias demográficas gigantescas, como China e India, que se han convertido en economías emergentes. Sus índices de crecimiento son brutales y como consecuencia su demanda de materias primas se ha disparado hasta un nivel que altera esencialmente los parámetros en los que se venía moviendo la ley mayor de la economía, la de la oferta y la demanda. La consecuencia inevitable es el aumento de las cotizaciones internacionales no sólo del petróleo sino también de otras materias primas, como los metales, así como los alimentos.
Engolfado en la filosofía hedonista de la cigarra, Occidente afronta ahora las consecuencias de la laboriosidad y voracidad de inmensas legiones de 'hormigas' con las que no contaba en el festín. Ante esa nueva realidad -nada imprevisible, por otra parte- no se puede improvisar. No existen soluciones milagrosas ante una situación que está cambiando velozmente y altera de modo inevitable y esencial nuestra percepción del mundo. Cierto que la crisis probablemente va a afectar en mayor grado a esas economías emergentes que a las desarrolladas y eso aliviará provisionalmente la presión sobre las materias primas, procurando algún respiro a Occidente, pero ese es un triste consuelo. Y además, provisional.
Los economistas se preguntan si nos hallamos o no ante un cambio de ciclo, en el inicio de una etapa de vacas flacas. Y si efectivamente esa es la situación, cuál va a ser su duración y su gravedad. ¿Vamos a sufrir una recesión pasajera o una depresión profunda? Nadie arriesga pronósticos con claridad. Y menos si lo que intuyen es negativo. Nadie quiere ser mensajero de malas noticias, fundamentalmente porque la economía no se rige por leyes invariables, en la medida en que está condicionada por el conjunto de los comportamientos individuales y éstos obedecen a percepciones subjetivas que con frecuencia son escasamente racionales. Nadie quiere alimentar temores que podrían agravar extraordinariamente la situación.
Pero más allá de las consideraciones coyunturales sobre el ciclo económico, su duración y consecuencias, los economistas, los científicos y los políticos deberían esforzarse en sentar las bases de un nuevo modelo económico, especialmente de un nuevo modelo de crecimiento que debe ir acompañado de una revisión profunda del concepto de bienestar social, basada más en baremos cualitativos que cuantitativos. El modelo surgido tras la segunda guerra mundial, impulsado por la extraordinaria salud económica de Estados Unidos, se halla exhausto y es obsoleto. Resulta ya inviable y admitir esa inviabilidad es la condición previa para sentar los cimientos de un futuro ajeno al caos y a la incertidumbre permanente.
Continuará.
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