No me creo en absoluto la sorpresa ni el rasgar de vestiduras que, oficialmente, ha provocado como reacción la aplastante victoria de Hamás en las elecciones palestinas. Esto era lo que se temía y esto es lo que ha ocurrido. No tiene nada de sorprendente ni de inaceptable. Quienes se dicen demócratas no pueden desdeñar ni rechazar las consecuencias de unos comicios que han sido alabados por su limpieza. Los palestinos han expresado su voluntad libremente y todo el mundo, empezando por ellos mismos, debe atenerse a las consecuencias.
Sucede que quien siembra vientos recoge tempestades, bien sea de facto o por vía democrática. Ni Chávez, ni Morales, ni Al Qaeda, ni Hamás son azares caprichosos de la historia, sino consecuencias lógicas del imperio de una dialéctica depredadora y abusiva que actualmente, a falta del tradicional alegato anticomunista, se escuda vanamente en el ‘choque de civilizaciones’, la supuesta defensa de las libertades y la guerra contra el terrorismo.
Hamás y el terrorismo que ha sido hasta ahora su instrumento son una creación -involuntaria, por supuesto- de Israel y del padrinazgo de impunidad que Estados Unidos ha ejercido con el estado judío desde antes de su nacimiento. Desaparecido Arafat, figura paternal y carismática, querida y respetada por todo su pueblo, tanto Israel como EE UU pensaban que la situación sería más manejable y que la política de hechos consumados se consagraría como tratamiento definitivo del problema palestino. Con un moderado, posibilista y transigente Abu Mazen como presidente de la ANP creían que algunas pequeñas y reversibles concesiones, como la retirada de Gaza, podrían legitimar abusos tan flagrantes como el muro y los asentamientos en Cisjordania.
Sin embargo, la realidad es tozuda. Los palestinos han preferido Hamás a Al Fatah y la razón no es sólo la postura intransigente de Hamás frente a Israel y su nítida elección del terrorismo como instrumento. Hamás es también acción social, lenitivo para la pobreza rampante de centenares de miles de palestinos, responsabilidad ante las necesidades y las contingencias cotidianas de un pueblo, en tanto que Al Fatah ha degenerado en los últimos años en corrupción y abuso impune.
El cuadro que ahora se presenta no puede ser más problemático ni impredecible. El régimen político del embrión de estado que es la actual ANP (Autoridad Nacional Palestina) tiene un carácter presidencialista, por lo que el Gobierno que forme Hamás deberá estar -teóricamente- a las órdenes de Mazen. No cabe imaginar una cohabitación más conflictiva en potencia. Es más que dudoso que el futuro Gobierno asuma la llamada ‘Hoja de ruta’ del proceso de paz como algo incontestable. Y es imposible que Hamás, bajo ese nombre u otro cualquiera, renuncie al terrorismo mientras el ejército regular israelí lo siga practicando por orden de su Gobierno.
Dicen que el ejercicio del poder modera. Cierto o no, cabe esperar que gran parte del esfuerzo de Hamás se dirija a mejorar el nivel de vida de un pueblo con muy elevado componente demográfico de jóvenes y una tasa de desempleo insostenible. También, manifestándolo o no, debe admitir que su programa máximo de ‘arrojar a los israelíes al mar' es una utopía impracticable y que el diálogo -que ahora, por su representatividad, puede permitirse realizar desde una posición de fuerza- es la única vía para poner fin algún día al conflicto mediante el pacto de unas fronteras fijas y seguras para ambas naciones.
Pero el problema no es sólo Hamás. Esta organización no es más que la respuesta del pueblo palestino a la violenta prepotencia israelí. Se supone que Kadima, la formación política pactada entre Sharon y Peres antes de que el primero cayera en una agonía irreversible, vencerá en las próximas elecciones y cabe esperar que lo haga con la contundencia necesaria como para que el futuro Gobierno israelí pueda prescindir de la hipoteca que supone precisar el apoyo parlamentario de los grupos religiosos ultraortodoxos, contrarios a la existencia de un estado palestino.
Sólo la moderación de ambas partes y el diálogo entre ellas podrán conjurar el presagio de una escalada de la violencia que se vislumbra tras la victoria de Hamás. Por esa razón, la exigencia de Estados Unidos de que el partido vencedor renuncie a su brazo armado si espera que haya diálogo no parece un buen principio si simultáneamente no se exige a Israel que renuncie a los asesinatos selectivos que precisamente tienen como víctimas habituales a dirigentes o activistas de Hamás. La nación palestina no tiene -ni es probable que lo tenga en mucho tiempo- un ejército digno de tal nombre y mientras Israel siga dispuesto a decidir inapelablemente y con absoluta impunidad quién vive y quién muere en Hamás no se puede esperar razonablemente que este grupo se desarme.
La buena voluntad, la voluntad real de paz es, ahora y siempre, la clave para el fin de un conflicto enquistado en la historia precisamente por exceso de mala fe, de arrogancia y de abuso.
Leer online: www.tierradenadie.org
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