Se supone que entre los ‘valores’ -por llamarlos de alguna manera- que el Occidente cristiano defiende, respeta y promociona hay dos especialmente ‘sagrados’: la soberanía nacional y la libertad del mercado. Se supone, ya digo.
Nada está garantizado. Vivimos en la civilización del “se supone”. Y los supuestos o las suposiciones, justas o no, justificadas o no, pueden servir para convertirse, según convenga, en seguridades incontrovertibles frente a toda evidencia (las armas de destrucción masiva de Irak) o para pasárselas por la entrepierna (las libertades públicas en EE UU).
El veto de EE UU a la venta de aviones españoles a Venezuela se inscribe en la versión genital de la supuesta (y sagrada) soberanía de España y Venezuela y de la igualmente supuesta (y sagrada) libertad de mercado de ambos países entre sí y con otros. Existen y son sagradas si al país que ha decidido administrar a su antojo los derechos y libertades de todo el mundo (del planeta y de todos sus habitantes) se le pone en el mismo lugar con el que sus gobernantes parecen razonar.
La razón (teórica) para vetar la operación es que los aviones españoles utilizan tecnologías “made in USA”, lo cual, en tiempos de globalización económica (patrocinada precisamente por Estados Unidos en su propio beneficio), no sólo es lógico y casi inevitable, sino que no puede constituir el argumento para prohibir una transacción que debería considerarse normal.
Si Estados Unidos hubiera declarado la guerra a Venezuela la decisión de vetar esa venta sería comprensible, pero no hay tal estado de guerra, al menos por ahora. Tampoco lo había cuando Estados Unidos le vendió a Irak cantidades ingentes de armamento, al que sus tropas tuvieron que enfrentarse cuando se decidió convertir a ese país en enemigo.
Pero ellos, naturalmente, pueden hacer lo que quieran (especialmente cometer errores, en lo que están especializados); los demás, no. Ahora, España deberá sustituir por otras -con los costes correspondientes- las tecnologías estadounidenses que llevan los aviones cuya venta se ha contratado con Venezuela.
Y mientras el coro bananero y farisaico de la oposición española se rasga las vestiduras ante los desvaríos de la política exterior de ese “bobo solemne” que, según ellos, rige los destinos del país, se elude (lo eluden tanto la oposición como los medios que la apoyan) una grave reflexión.
Tal reflexión debería ir en el sentido de asumir que la dependencia tecnológica es una hipoteca esencialmente estratégica y que elegir de quién se depende tecnológicamente es una decisión política muy grave, de primera magnitud. Una mínima prudencia exigiría al menos, a la vista de los hechos, diversificar en la mayor medida posible las fuentes de aprovisionamiento tecnológico. Evitar que la tecnología se convierta en instrumento de poder ajeno, en arma de chantaje de un país sobre otro, debería ser el objetivo.
Sucede que no nos hallamos tanto ante un error actual y puntual de política exterior, como frente a una consecuencia sumamente reveladora de errores pretéritos que abarcan territorios mucho más extensos, como la política tecnológica o la de Defensa. Tantos y tan graves que hoy condicionan nuestra política exterior, nuestra política comercial y, en definitiva, nuestra soberanía.
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