07 febrero, 2006

¿Choque de civilizaciones? ¡Quia!

Niego la mayor. La explosión de ira islámica debida a la publicación de las caricaturas de Mahoma nos está siendo vendida como una evidencia incontestable del ‘choque de civilizaciones’ que enunció el ‘ideólogo’ Samuel P. Huntington y ello equivale -ya lo era cuando Huntington lo parió- a desplegar una gigantesca nube de tinta de calamar en el proceloso mar de la historia. Sólo la complicidad deliberada de ciertos adaptables ‘cerebros’ europeos y la nada inhabitual ligereza periodística pueden intentar vender con éxito como un fenómeno de confrontación cultural y religiosa lo que es algo mucho más profundo y, sin duda, más grave.

Confundir deliberadamente la consecuencia con la causa es una manipulación típica, tradicional y generalmente exitosa; elevar lo accidental a la categoría de sustancial es, en cualquier caso, tan usual como eficaz, especialmente si se encuentra para el sofisma resultante un título atractivo, como “Choque de civilizaciones” (1). En este mundo intoxicado y enajenado toda simplificación, por muy grosera o insostenible que sea, está destinada al éxito.

Tras la caída del muro de Berlín surgió entre los sedicentes intelectuales estadounidenses próximos al poder la urgente necesidad de profetizar el futuro. En 1989, Francis Fukuyama, un nipoamericano ex asesor de Ronald Reagan, se lanza al ruedo con la estúpida y alegre conclusión de que la Historia ha terminado (2), lo que, según él, significa “el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas. Los hombres satisfacen sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas (ideológicas)”. La etapa final de la historia estaría presidida por el imperio en todo el mundo de la democracia liberal, según este genio.

Demasiado ingenuo e irreal incluso para el consumo yanqui. Hay que desarrollar con menos entusiasmo por el “happy end” y más fuste teórico lo que George Bush (padre) califica en 1991 como “nuevo orden mundial”, tras la reconfortante experiencia de la primera guerra de Irak, en la que EE. UU. contó con el apoyo de una gran coalición internacional.

En 1993 Huntington encuentra la fórmula: la lucha de clases ha sido sustituida por la confrontación entre culturas, con la religión como alternativa a la teoría ‘científica’ y atea del marxismo. Primero explicita su teoría es un artículo largo (o un ensayo breve) (3), pero en 1996, ante el entusiasmo despertado, lo convierte en un libro que ha acabado a la cabecera de cuantos gustan de esconder la cabeza bajo el ala.

Todo vale con tal de no admitir que, como siempre a lo largo de la historia, el oprimido se enfrenta al opresor, el expoliado al ladrón, el explotado al explotador. Lo último que cabe admitir desde la cínica teoría del choque de civilizaciones es que mientras subsistan los abusos, las desigualdades y el hambre no se pondrá fin a la violencia y a la guerra. Los conflictos entre culturas o religiones no son la causa. Se trata de que esa lucha de clases que se ha querido enterrar precipitadamente, como si la extinta Unión Soviética fuese sinónimo de ella, continua y se desarrolla a nivel planetario. En qué valores se apoye (religiosos, culturales, patrióticos, morales...) es lo accesorio. Lo esencial es que, sea cual sea el escenario geográfico, proliferan los signos de resistencia a un poder que, amparado en su extraordinaria supremacía militar y en su gigantesco potencial económico, ha decidido salvar al mundo de sí mismo, pero para sí.

Cuando el pretexto del ‘choque de civilizaciones’ se utiliza para calificar la confrontación islámica se olvidan deliberadamente los largos siglos de pacífica coexistencia de minorías cristianas y judías en territorios de predominio musulmán, pero sobre todo se pretende borrar de un plumazo la larga lista de agravios infligidos a quienes se erigen ahora en los más caracterizados ‘enemigos de Occidente’.

Tal vez la primera y mayor ofensa fue la creación del estado de Israel, aprobada por la ONU cuando los que luego serían países árabes sólo eran colonias sin representación en la Asamblea General. A nadie se le oculta que de este hecho arranca una parte fundamental del desencuentro entre el Islam y Occidente. Desde su fundación no han cesado (ni tienen perspectivas de hacerlo) los conflictos, centrados ahora en la aparente imposibilidad de existencia de un estado palestino.

A esta provocación inaugural hay que añadir la descolonización protagonizada fundamentalmente por Gran Bretaña y hecha a la medida de sus intereses estratégicos y de los de Estados Unidos mediante la creación de emiratos, sultanatos o monarquías títeres y con el control del petróleo siempre ‘in mente’. La lucha de muchos de esos pueblos contra los déspotas que los gobiernan no tarda en producirse y es una forma de enfrentamiento no siempre indirecto (crisis de Suez: Egipto contra Francia, Gran Bretaña e Israel) con los intereses occidentales.

El petróleo aparece precozmente (1953) como causa fundamental del derrocamiento -provocado por Gran Bretaña y Estados Unidos- del primer ministro iraní, Mohamed Mossadeq, y la reimplantación del Shah, quien establece un régimen absolutista, corrompido y brutal en el que sus lujos imperiales contrastan con la miseria popular. El primer éxito del integrismo islámico hasta ahora, protagonizado por Jomeini, tiene su origen en la opción occidental por un ‘emperador’ títere que concitó el odio del pueblo, tanto hacia él como hacia quienes le sostenían y disponían a su gusto y conveniencia del petróleo.

Tampoco fueron ofensas menores el ataque de Estados Unidos a Libia en 1986 o la indisimulable connivencia y la muda satisfacción que saludó el golpe de estado que anuló la victoria electoral del FIS (Frente Islámico de Salvación) en Argelia en 1992. Aquello no sólo ‘demostró’ a los integristas islámicos que la democracia no era el camino, sino que dio lugar a una sucesión de masacres de violencia y crueldad indescriptible a lo largo de una década.

Si dejamos aparte el inextinguible conflicto israelo-palestino, lo que subyace bajo casi todas las ofensas es una estrategia político-económica que tiene el control o la posesión directa del petróleo y el gas natural como principales objetivos. Pretextos tales como la instauración o restauración de la democracia o la teórica posesión de armas de destrucción masiva son coartadas tan falsas como fútiles.

En resumen, lo esencial del conflicto creciente al que asistimos no es ni mucho menos el tan manido ‘choque de civilizaciones’. Es la economía, estúpidos. Es a causa del petróleo, fundamentalmente, por lo que el mundo árabe-islámico ha llegado a acumular tantas ofensas, tantos agravios, tantos abusos. A la hora de reaccionar ha acudido a la interpretación restringida -sesgada, según ciertos imanes- de la doctrina religiosa. Y esa sí es una elección estrictamente cultural, propia de un conjunto de pueblos carentes de una tradición racionalista y sometidos históricamente a sistemas tiránicos y paternalistas. El Corán, la Umma, la Sharia forman el cemento común de todo el Islam, árabe o no, y en esas fuentes beben para enfrentarse al expolio y al abuso. Para hacerlo, los radicales ignoran deliberadamente toda la doctrina relativa a la compasión, la tolerancia o la hospitalidad. La religión se convierte en arma arrojadiza y ese es el mayor de sus errores, uno al que, por cierto, la historia occidental no ha sido ajena en absoluto. Quizás por eso se habla tanto últimamente de las cruzadas.

El rechazo que se formula a la democracia formal, de todos modos, no procede tanto de la convicción general de que los pueblos deban gobernarse sólo a través de las autoridades religiosas o de personalidades estrictamente fieles al Islam como del rechazo a un sistema en nombre del cual se les ataca con frecuencia y que consideran hipócrita e inauténtico. Muchos de ellos quieren democracia, pero otra.

Remitiéndonos a la crisis actual, con furibundas movilizaciones populares y quema de embajadas en diversos países islámicos, la publicación de las caricaturas de Mahoma no es más que el pretexto para expresar un radical rechazo a la política occidental. Los dibujos fueron publicados originalmente hace más de cuatro meses y las protestas se han movido hasta hace poco en el terreno diplomático. Nada indicaba que pudiera producirse una escalada como la que contemplamos.

Que Occidente cuestione la victoria de Hamás en las elecciones palestinas y amenace con retirar las ayudas si este grupo no reconoce a Israel y renuncia a la lucha armada no es ajeno al problema. Que la pretensión iraní de enriquecer uranio con fines teóricamente militares sea llevada al Consejo de Seguridad de la ONU tampoco. Ni que Siria haya sido forzada a retirarse de Líbano mientras Israel ocupa los Altos del Golán. Ni la permanente herida abierta en Irak. Ni la reactivación de la lucha armada contra EE UU y sus aliados en Afganistán. Ni el ataque de Estados Unidos en Pakistán con el resultado de 18 muertos entre los que no se hallaba ni el ‘número dos’ de Al Qaeda, Al Zawahri, presunto objetivo del ataque, ni nadie que justificase tal acción en territorio ajeno al conflicto.

¿Choque de civilizaciones? Seamos serios, por favor.

(1) El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidos 1996
(2) El fin de la historia y el último hombre. Planeta 1992
(3)
http://www.alamut.com/subj/economics/misc/clash.html (en inglés)

Leer online: www.tierradenadie.cc

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