09 octubre, 2005

En la montaña rusa

Dice la obvia sabiduría rural que no se debe poner el carro delante de los bueyes. Y la razón es muy simple: el carro no va a ir a ninguna parte con tal planteamiento. Sólo un idiota, un borracho o un provocador situaría a los sufridos astados frente al carro. Por la misma razón, no se puede posicionar un estatuto de autonomía frente a la Constitución porque la Carta Magna no se va a mover por más que los bueyes autonómicos pretendan empujarla.

El proyecto de reforma del Estatuto catalán afirma, entre otras cosas impropias pero menos nítidamente anticonstitucionales, que Cataluña es una nación y que España es un Estado plurinacional, pese a lo cual los padres del invento juran y perjuran que el texto es coherente con aquel del que nace su derecho a la autonomía. Sin embargo, si en algo es claro y prolijo el texto constitucional es en la definición y enumeración de los derechos y competencias respectivas de las autonomías y del Estado. Y no hay error posible: España no se define como un Estado plurinacional y a ninguna autonomía se le reconoce el derecho a autodefinirse como nación.

Para que fuera viable la reforma estatutaria, salida del Parlament a modo de extensa y fantasiosa carta a los reyes magos, la Constitución debería ser reformada. Esa reforma, que no puede ser indefinidamente aplazada, se impone como necesidad para normalizar la sucesión monárquica, estableciendo el derecho de las mujeres al trono. En teoría -sólo en teoría- tal oportunidad podría ser aprovechada para retocar algunos otros aspectos del texto que los legisladores originales, condicionados por las frágiles circunstancias de una transición política permanentemente amenazada, no osaron ni plantearse.

Una de las reformas necesarias, a mi juicio, es la redefinición del Estado como una entidad federal. Un desarrollo claro e inequívoco de este concepto podría servir para poner fin al permanente forcejeo entre los nacionalismos periféricos y el Estado, pero exigiría un consenso político muy amplio, que debería ser confirmado con igual o mayor amplitud en referéndum. Todo indica, en cualquier caso, que la actual situación no es en absoluto propicia a tal reforma. Y la causa-madre se llama Partido Popular.

Sin esa previa reforma constitucional, el texto salido del Parlament catalán es inviable. Y, en coherencia con el precedente del Plan Ibarretxe, debería ser pura y simplemente rechazado por el Congreso. Si no lo es se marcará, de modo innecesario e imprudente, una diferencia de trato que sólo tiene como base los intereses partidistas del PSC y del PSOE, cuyos gobiernos se sustentan en la alianza con los protagonistas más caracterizados del texto cuya aprobación se pretende.

La pretensión de negociar la reforma de la reforma del proyecto estatutario no va a conseguir otra cosa que añadir tensión y poner en bandeja al PP, durante tanto tiempo como dure esa negociación (previsiblemente larga), la oportunidad de hacer su juego destructivo con mayor eficacia y rentabilidad política que la obtenida hasta ahora.

Los españoles han comenzado a estar hartos de la montaña rusa emocional en la que la irresponsabilidad partitocrática les ha embarcado. Unos, crédulos al catastrofismo del PP y al discurso delirante de su legión mediática, temen que, como dice ´La Sombra’, España se balcanice y vuelva “a las andadas”. Otros lo que temen es que el discurso del miedo prospere y volvamos a otras andadas, las de antes del 14-M, es decir, a un Gobierno ‘popular’. E incluso los más serenos se declaran crecientemente hastiados e indignados por el discurso demagógico y oportunista de todos los nacionalismos, incluido -por supuesto- el que el PP representa.

El partido de ‘La Sombra’, obsesionado por deteriorar por cualquier medio a Zapatero, está obteniendo por primera vez, con el tema del Estatuto catalán como bandera, réditos claros de su machacona táctica. La continua repetición de que fue Zapatero quien prometió aceptar el proyecto que saliera del Parlament ha penetrado en las conciencias y hace aparecer al presidente del Gobierno como un alegre irresponsable, un frívolo cantamañanas que no sabe dónde está pinado. Para lograr tal efecto, tanto el PP como los medios que le son fieles descontextualizan la promesa. Ocultan celosamente que fue realizada en otoño de 2003, en un mitin electoral de la campaña catalana, y que Zapatero aún no era presidente ni se esperaba que lo fuera. La mayor parte de la gente ignora este hecho, que no es precisamente irrelevante.

No es Zapatero sino Maragall el culpable de esta situación. Aferrado a la poltrona, temeroso de unas elecciones anticipadas, ha evitado emplear la firmeza frente a sus socios de ERC, enfrentados en una competición de exigencias con una CiU a la que estar en la oposición le hace surgir su particular mister Hyde. Como consecuencia, Maragall ha lanzado la pelota al tejado de La Moncloa y depositado la patata caliente en manos del presidente del Gobierno.

Ahora, apresado entre dos fuegos, el Gobierno pide árnica a quien, en la medida en que se considera beneficiario político de la situación, no planea utilizar otros recursos que la desautorización más implacable y el chantaje como alternativa. Para el PP mientras más dure la inquietud, mejor. Ni siquiera descartan lograr la división del PSOE. Están felices.

Y mientras tanto, los ciudadanos mareados y vomitando en la montaña rusa.
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