Sardá se va. No creo que se vaya muy lejos ni durante mucho tiempo, pero se va, que es un alivio. Ya hace dos o tres años “amenazó” a su legión de depravados insomnes con tomarse un año sabático, pero luego no tuvo lo que hay que tener (decencia, sobre todo, y falta de avaricia, en orden no menos importante) para regalarse el reposo propio de un guerrero forzado a admitir que uno no puede sumirse en la mierda sin perderse el respeto. Sardá se perdió el respeto (probablemente hace décadas) hasta cuando se planteó recuperarlo. Claro que tiene coartada: la audiencia le quiere. O le quería, porque Buenafuente ha demostrado que, contra lo que creían el propio Sardá y su productora, nadie es imprescindible, sobre todo si no sabe salir del albañal en el que se reboza con fruición morbosa en busca de las puntas imbatibles de audiencia.
Leo la afectuosa protonecrológica que Pilar Rahola -otra que tal baila- le dedica en “El País” y tengo que admitir que la densa baba panegírica que supura entre sus dientes de depredadora nata la ex política catalana, que se pasó con armas y bagajes al circo mediático a la mayor gloria de su propio ego, es el detonante fundamental de este artículo. Eso no quiere decir que vaya a comentarlo porque hasta ahí podíamos llegar.
Lo que sí me llama la atención es la común coartada que le suelen servir a Sardá sus defensores: es un tipo muy inteligente, dicen. A mi lo único que me consta es que es un tipo muy listo. Y en España sobran listos y listísimos adictos al “pelotazo” de cualquier género y faltan inteligentes con coherencia y voluntad de servir honestamente a la sociedad. Es seguro que existen, pero probablemente se hallan en algún hermético “goulag” de silencio, pan y agua, castigados por no adaptarse al rumbo escatológico de la jodida cloaca en que se ha convertido nuestra sociedad con un apoyo mediático digno de mejor causa.
Yerra quien considere casual que el circo de "freakies” en el que Sardá ha sido el ‘genial’ director de pista se haya desarrollado precisamente en los años en los que lo ha hecho. Nada es casual y en la televisión, precisamente, lo casual es imposible. Sardá formaba parte del “España va bien”, del “hoy no toca”, del “cero patatero” y del “no descartamos la autoría de ETA” lo mismo que Lola Flores, la Semana Santa de los penitentes con cadenas, la imbatibilidad del Real Madrid y las “Historias para no dormir” caracterizaron a un tiempo de evocación aún más dolorosa.
Y es que hay un mito todavía más indigerible que la presunta inteligencia de Sardá: su progresismo. Alguna gente habla y no calla de sus excepcionales -por infrecuentes, supongo- homilías televisivas, en las que osaba abordar temas serios y los lidiaba con cuatro capotazos demagógicos que entusiasmaban a una audiencia en principio desconcertada ante tan rara seriedad. Aquello era ‘caca de la vaca’, puro ventajismo impune de quien sabe hasta dónde puede llegar sin correr riesgos, fuego de artificio de un populista marrullero que nunca -ni cuando lo parecía- ha sacado los pies del tiesto y se sabía inamovible e intocable con los índices de audiencia como armadura.
Se va Sardá, decíamos. Pues nada, que se cure o que monte una cadena de prostíbulos esponsorizados. Nadie le va a añorar. Sobre todo porque la memoria de las masas es frágil y el espectáculo debe continuar. Desgraciadamente.
Ya llegará quien le haga bueno. Después de todo, ésto - la pestilente basura que vendía Sardá- lo importó del gran sumidero trasatlántico, -porque nadie inventa nada en este país-, un tal Pepe Navarro, que era infinitamente mejorable y, lógicamente, fue mejorado. En el peor sentido de la palabra. Precisamente por Javier Sardá.
Hale, a la mierda nen.
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